Capítulo 14 AQUÍ FALTA ALGUIEN
Después de dejar a Regina Bolzano esperando la llegada de su abogado para prestar declaración en debida forma, trámite del que ya se ocupaban Baena y sus hombres, nos reunimos con Zaplana.
– ¿Y bien? -fue su apremiante recibimiento.
– Lo niega todo.
– Pero miente.
– Que yo sepa, en un par de puntos ha mentido sin lugar a dudas. Y sin pestañear, habría que añadir.
– ¿Cree que es el tipo de persona que podría estar implicada?
– Desde luego. No es una pobre vieja llorona, por si alguien había contado con eso. Otra cuestión es cómo lo está y hasta dónde. Tendremos que trabajar más para probarlo y poder aspirar a derrumbarla. Con lo que tenemos en este momento dudo que consigamos arrancarle una confesión.
– ¿Le ha dicho todo?
– Me he guardado lo del avión en el que compartió vuelo con Klaus y lo que hemos averiguado acerca del posible móvil. También las circunstancias de las distintas relaciones de Eva que Chamorro y yo hemos ido descubriendo. Estimo que debemos cerrar un poco más nuestra hipótesis antes de tratar de utilizar lo que sabemos para acorralar a Regina. Hay demasiados puntos oscuros en cuanto a cómo se desarrolló todo. Y a ella eso no creo que podamos sacárselo. Hay que obtenerlo por otra vía. ¿Piensa pedir a la policía austríaca que investigue a Heydrich?
Zaplana exhaló un suspiro.
– Su presencia en Viena el día del crimen está comprobada -dijo-. Desde su anterior visita, sólo ha venido a la isla, según los registros de que disponemos, cuando tuvo que autorizar la repatriación del cadáver. Para que los austríacos investiguen a fondo sus movimientos deberíamos tener algo más preciso que lo que hemos podido reunir hasta ahora.
– En ese caso sólo hay un sitio por donde podamos continuar.
– Adelante, sargento. Suerte, y no repita errores -advirtió.
– Descuide.
Eran aproximadamente las cinco y no habíamos comido casi nada. Cuando nos separamos del comandante, le sugerí a Chamorro que fuéramos a algún sitio donde nos pudieran ofrecer un refrigerio. Encontramos un restaurante frente al mar, no muy concurrido. La brisa era placentera y la concentración de moscas razonablemente baja. Allí nos sentamos. Durante un buen rato ninguno abrió la boca.
– Lo que hemos hecho no parece haber valido para mucho -rompió el silencio mi ayudante-. Es como si ahora tuviéramos que empezar de cero.
– El derrotismo es una grave falta contra las virtudes militares, Chamorro. Y en este caso es, además, una completa equivocación. Tenemos mucho más de lo que crees.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, tenemos que Regina niega conocer a Lucas y afirma conocer a Andrea. Tal vez no le hayas prestado el debido interés, pero de todo lo que nos ha dicho resulta, con mucho, lo más significativo.
– ¿Ah, sí?
– Lucas es un tipo muy singular. Si ella conocía a algunos amigos de Eva, como afirma, me extraña que no conociera a uno que vivía tan cerca y que no pasa fácilmente desapercibido. Ahí hay una mentira.
– ¿Y Andrea?
– Observa cómo nos ha detallado Regina las circunstancias en que se la presentaron, un par de días antes de que la mataran, y cómo se ha apresurado a preguntamos si sospechábamos de ella. Una de dos: o es verdad que no intervino en la muerte de Eva y sospecha de Andrea, y entonces deberíamos comprobar por qué; o intervino en el crimen y cree que puede favorecerle acusar a Andrea, y entonces me intriga todavía más la razón que pueda tener para comportarse así.
Chamorro torció el gesto.
– Cuando hablabas con el comandante me ha parecido que no dudabas que Regina estaba implicada en el crimen -apuntó-. Y también que al comandante le complacía que no dudaras.
– Esta mañana no dudaba, porque todavía no había hablado con la sospechosa. Y después de hablar con ella no me convenía que Zaplana notara que había cambiado de opinión.
– ¿Cómo? -saltó Chamorro, incrédula-. Vaya por delante que eres el jefe y que tienes más experiencia, pero te recuerdo que ya nos ha puesto colorados esta mañana. ¿Qué pasará si la próxima vez no está de tan buen humor?
– No te dejes arrastrar por el pánico. No he dicho que no crea que Regina es culpable. Digo que no puedo afirmarlo con absoluta seguridad. Ha sido torpe con lo del arma, ha mentido en lo de Klaus Heydrich, también en lo de Lucas. Pero eso no bastará para condenarla. Esta mañana he sobrevalorado la importancia de los descubrimientos de Zaplana, porque me ha cogido de improviso. Todo lo que tiene es una posibilidad, bastante sólida, pero no más que otras. Por muy sospechosa que nos parezca la conexión con Klaus, nos sigue faltando el que colgó a Eva, y mientras tanto no tenemos más que una faena a medias. Por otra parte, Regina ha negado la acusación sin titubeos ni contradicciones, y no se ha venido abajo cuando lo de las huellas. Y hay algo más: si la presencia de sus huellas obedece a que ella apretó el gatillo, me asombra que se le haya pasado inventar tan pronto como tuvo oportunidad lo del robo del arma. Por lo menos tan pronto como le dijimos que estaba en nuestro poder. No es inconcebible que se le haya pasado, pero yo no descartaría que Regina ignorase que las huellas estaban ahí. Al menos, creo que alguien que lo ignorase habría reaccionado exactamente como ella lo hizo. Si ése fuera el caso, la fisura que se abriría en la hipótesis de Zaplana sería bastante considerable.
– ¿Y entonces?
– Está muy claro, Chamorro. En realidad, el objetivo es el mismo que hemos estado persiguiendo hasta ahora. Seguimos buscando a alguien capaz de hacer lo que tenemos probado: meterle un buen balazo en la cabeza a Eva, transportarla desde una distancia indeterminada, introducirla en la casa y colgarla de la viga. A alguien que no podía entrar en la casa por la puerta o que pudiendo, prefirió la ventana por algún motivo. A alguien que podía ganar algo o creyó que podía ganar algo llevándola hasta allí y colgándola, si recuerdas el informe del forense, al menos un par de horas después del fallecimiento. A alguien que arrojó el arma homicida con las huellas de Regina Bolzano a la basura, para que la encontráramos allí. Algunas de estas cosas Regina pudo hacerlas, con ayuda. Otras, pudo hacerlas por negligencia. Otras, me siguen pareciendo simplemente incompatibles con su implicación.
– Pero la teoría del comandante es muy coherente. Tiene móvil, ocasión, ha establecido la relación entre los sospechosos…
– Déjate de requisitos y analiza lo que tienes entre manos. La teoría del comandante es coherente con ella misma, no con los hechos. Si una teoría parece correcta y los hechos siguen siendo confusos, la que no vale es la teoría. Los hechos son correctos por definición. Aquí falta alguien, Chamorro, alguien que es la clave de todo. No necesariamente el autor, el inductor, o el más culpable. A lo mejor hasta es un inocente. Esto es una investigación, no un juicio. Aquí no cuenta tanto encontrar a quien haya que condenar como a quien nos permita explicarlo y entenderlo. Cuando lo tengamos, caerán los demás. Y a lo mejor resulta que la pieza clave sirve para fulminar mis objeciones y que, después de todo, Regina debe ir a la cárcel. No juraría que no habrá que inculparla, pero sigo negándome a hacerlo antes de tiempo. Para empezar, me niego a hacerlo antes de comprobar si esos dos españoles de la playa, cuya descripción no encaja con la de nadie a quien hayamos conocido estos días, existen o son un cuento chino.
Chamorro estaba desolada, aunque me atrevo a asegurar que no era tanto porque temiera que yo me estaba equivocando como por lo que pudiera suceder cuando Zaplana se enterase de que no estábamos ateniéndonos a sus instrucciones. A mí también me inquietaba, sobre todo si se enteraba antes de que alcanzáramos a establecer algunas conclusiones que pudieran justificar la licencia que nos íbamos a tomar. Sin embargo, me sentía optimista, porque tenía un plan y estaba persuadido, hasta donde uno puede estarlo de cualquier producto de su ingenio, de que era bueno.
Mi subordinada me dio en seguida ocasión de participárselo.
– ¿Y qué vamos a hacer? -consultó, con un hilo de voz.
– Esta noche iremos por Andrea. Creo que ha llegado el momento de atacarla sin remilgos. Y mañana te llevarás a Lucas a Abracadabra. Tendrás que apañarte para lograrlo, tú verás cómo. Déjame a mí el resto.
– Ojalá sepas lo que haces -deseó Chamorro, lúgubremente.
Lo que comimos aquella tarde excusa cualquier comentario. Después de pagar muchísimo más de lo justo, tomamos el camino de casa. Una vez en la cala, dejé a Chamorro en el chalet, devanando con aprensión su futuro, y emprendí una excursión solitaria de cuyo contenido me abstuve de darle cuenta. Desde que había tenido delante de mí a Regina, el cuadro había empezado a cobrar sentido, a tal velocidad que necesitaba de un poco de aislamiento para asimilarlo. Lo que se estaba gestando en mi cabeza era una jugada tan comprometida que requería que sólo yo fuera consciente de todos sus entresijos. Chamorro no era mala compañera, o había resultado ser cien veces mejor de lo que había previsto antes de que trabajáramos juntos, pero para ciertas pruebas cruciales de la vida, no hay compañía que valga.
Aparqué el coche al lado del restaurante, en el que a esa hora se servían cervezas y raciones y las primeras cenas para los extranjeros. Pedí una cerveza que me trajo un camarero desabrido, de los muchos que pululan por los establecimientos hosteleros de un país que paradójicamente se gana el sustento con esa industria. Sin impaciencia, aguardé a que apareciera mi presa, lo que tuvo lugar cuando se liquidó y puso al cobro la primera cuenta de unos clientes. La mujer escuálida iba rompiendo el aire con sus desacompasados atributos delanteros, a duras penas contenidos por una blusa anudada sobre el ombligo. Las caderas, como filos de hacha, le sobresalían un poco del borde del pantalón, una o dos tallas por encima de la suya. Cuando pasó a mi lado la detuve como lo habría hecho cualquier tipo con un medallón de oro colgado al cuello. Le eché el brazo alrededor de los huesos y me tomé toda la confianza que no teníamos. Calculé que su reacción podía consistir en pegarme un puñetazo o en no pegármelo, y aunque traía una táctica para cada supuesto, no escondo que no prefería ser agredido, con razón, delante de tanta gente.
– Hola -dije.
La mujer escuálida, en primer lugar, no me pegó un puñetazo. En segundo lugar, no se resistió a mi apresamiento. En tercero, lo consintió durante bastantes segundos, mientras su semblante denunciaba que no sopesaba mis intenciones con ira, sino con alguna clase aún indefinida de curiosidad. Era más de lo que a mí me hacía falta para lanzarme con júbilo a ejecutar el más favorable de mis planes: