– ¿Me recuerdas? Charlamos el otro día. Creo que no llegaste a decirme tu nombre.
La mujer no habló en seguida. Se separó poco a poco. Trazó una suave curva con sus labios, que eran la única otra parte carnosa de su cuerpo, y preguntó:
– ¿Tú no ibas con una rubia alta?
– Iba. Me presentaré yo primero. Me llamo Luis.
– Pues yo me llamo Candela y no te va a valer para nada la presentación.
– Candela. ¿Y quemas mucho?
– Tengo un marido. Él quema por mí. Lo que se le ponga delante, y más.
– No me estoy asustando, Candela. Me tientas más que me asusta tu marido. ¿Trabajas todo el tiempo o a veces te das algún gusto?
Candela meneó la cabeza. Yo le miraba alternativamente los ojos y el vientre, hundido en un desfiladero esquelético sobre el que reinaba, en lo alto, el tumulto sofocado por el nudo de la blusa.
– No te andas con preámbulos, tú.
– Para preámbulos ya vale con los tuyos.
– Te pisas la cara, tío. Y el caso es que me haces gracia. Si fueras como Dios manda a lo mejor hasta podrías tener éxito.
– ¿Y cómo manda Dios que sea?
En ese instante un camarero empezó a prestarnos un poco más de atención de la que a Candela debía bastarle para perder su desembarazo. Con gesto serio, dijo:
– Dios manda que busques un momento y un lugar y una mujer que pueda. Yo no puedo. -Y enseñó el anillo antes de regresar al interior del restaurante.
Terminé mi cerveza y abandoné la terraza. Pero no me fui al chalet. Aun corriendo el riesgo de que Chamorro se pusiera nerviosa, esperé en el coche a que Candela terminara en el restaurante. Resultó que terminaba a las once y que, fuera cual fuera el lugar al que se dirigía una vez concluida la jornada, iba andando. Arranqué el motor. Dejé que recorriera media calle y fui a interceptarla. Detuve el coche junto a ella al tiempo que hacía sonar muy flojo el claxon. Candela se volvió lentamente, como si estuviera habituada a aquel tipo de episodios.
– ¿Vas muy lejos? -pregunté.
– Demasiado para tu coche.
– Llevo el depósito lleno. ¿Cuánto exactamente de lejos?
Candela se inclinó sobre la ventanilla.
– ¿Cuánto exactamente de lleno?
– Lo bastante como para aguantar hasta que llegue el momento y el lugar.
– También te falta la mujer.
– La mujer ya la tengo y va a costar que me la quiten.
– No aflojas, ¿eh? ¿Qué ha pasado con tu rubia?
– No sé, anda por ahí, descubriendo el mundo. No me importa. Que aprovechen otros. A ella yo ya la tengo muy descubierta.
– Creo que la he visto alguna vez, mientras descubría -dejó caer sinuosamente, buscando algún efecto.
– Olvida a la rubia. Si quieres te doy tiempo, para que no creas que me gusta amontonarme. Ahora te dejo en paz y mañana vengo a recogerte, a esta misma hora. Ponte guapa y no traigas sueño.
– No he dicho que sí.
– Ni yo te pido que lo digas ahora. Dilo mañana.
Antes de que ella pudiera replicar, metí la marcha y solté el embrague. Por el retrovisor comprobé que se quedaba quieta, viendo cómo yo me iba. Conduje rápido devuelta al chalet. A Chamorro se la veía un poco agitada.
– ¿Dónde has estado? -me espetó.
– Atando un cabo.
– ¿Qué cabo?
– A su tiempo. Vístete. Nos vamos al puerto.
Dimos un largo paseo por el puerto e hicimos escala en un par de sitios antes de acudir a Abracadabra. Utilicé el tiempo para instruir a Chamorro acerca del comportamiento que tendría que mostrar esa noche y la siguiente. A eso de las dos menos cuarto, entramos en el club.
Los altavoces derramaban perezosamente un blues que unas pocas parejas acataban sin fe sobre la pista. Después de un breve examen, advertí que una de las parejas eran Enzo y Andrea. Aproveché un momento en que ella miraba para hacerle una seña. Según me vio, se separó de Enzo y me hizo ostentosos ademanes para que me acercase. Enzo, dócilmente, se apartó y vino hacia nosotros. Chamorro ya sabía lo que le tocaba. A medio camino me crucé con el italiano, que sonrió y me apretó el antebrazo. Pese a su amabilidad, era un sujeto un tanto deprimente.
Andrea se colgó de mis hombros. Hasta tal punto abandonó su peso sobre ellos que estuvimos a punto de caernos.
– Te estuve esperando toda la tarde, en la playa -se quejó.
– No pudimos ir. Surgió algo.
– Debiste mandar a alguien a avisarme. Me he comido todas las uñas y un poco de los dedos. Bésame, Luigi.
Como me interesaba que ella estuviera lo más descentrada posible, cumplí su orden con todas mis ganas. Durante un buen rato, la música se mantuvo en la misma línea, y Andrea y yo nos dejamos llevar por sus plácidos vaivenes. Hasta que el pinchadiscos estimó que ya había habido demasiada tregua y desencadenó por sorpresa un asalto con el más obsesivo de los ritmos de aquel verano. Con tal motivo, y ya que a Andrea yo no le hacía falta para bailar aquello, fui a procurarme un poco de alcohol. Vacié el primer vaso en un par de sorbos y adquirí otro, que me dispuse a consumir con un poco más de método en una mesa al borde de la pista. Chamorro había salido a bailar con Enzo y Andrea se deshacía en un torbellino solitario en el centro de la creciente multitud. A medida que iba incorporando a mi organismo el tóxico, la atmósfera y sus habitantes adquirían una beneficiosa levedad. Cuando Andrea acabó viniendo a reclamarme, yo había alcanzado ya un estado desde el que la perspectiva de someterme a la caótica secuencia de aquellos ruidos resultaba incluso apetecible. Me entregué a la danza ritual hasta que el sudor empapó mi camisa, que era de lo que tal vez se trataba. Andrea también estaba chorreando. La abracé y la conduje a un lugar retirado.
Esa noche acerqué a Andrea al mismo borde, y yo mismo me acerqué al filo del precipicio en el que dejaba de ser un poli con un caso entre manos para convertirme en un lobo hambriento.
– Llévame fuera de aquí -pidió ella.
Busqué a Chamorro. Había vuelto a la pista con Enzo. Bailaba con alegría, deshaciéndose de su envaramiento de antaño. Enzo la apoyaba devotamente.
– No puedo llevarte fuera. No esta noche -lamenté.
– ¿Por ella?
– No le gustas. Se le han metido ideas raras en la cabeza.
– ¿Qué ideas?
– Enzo le ha contado que estuviste con la chica a la que mataron. Entre eso y cómo te has portado con ella, creo que te ha cogido miedo.
Los ojos grises de Andrea se congelaron durante un segundo.
– ¿Eso le ha contado Enzo?
– La primera noche, cuando estaba tan borracho.
– Ese imbécil -murmuró Andrea, con odio.
– ¿Es verdad que estuviste con ella? No mientas -le exigí-. Tú decides. Si mientes me largo y me pierdo para siempre.
Andrea relajó el gesto.
– Cómo voy a mentirte -protestó-. Sabes que estuve. Te he hablado de ella, sin mencionar su nombre. ¿No lo adivinaste?
– Sí.
– ¿Y ahora qué?
– No sé -me encogí de hombros-. Yo no te tengo miedo. Podemos ver la forma de burlar a María. No quiero que sufra.
La italiana me escrutó perversamente.
– ¿No vas a preguntarme?
– Qué.
– Qué hubo entre las dos, durante cuánto tiempo, cualquier otra cosa; si la maté o conozco a quien lo hizo.
– Responde tú si te place, pero yo no pregunto. No quiero complicarme. Acuérdate. Es mi último verano.
– La quise; aunque fue tan triste y tan corto, más que a nadie a quien haya querido nunca -proclamó, con orgullo, no para mí, sino para sí o para alguien diferente-. Desde que la conocí. Ella también me quiso. Estoy segura, aunque le gustó tanto hacerme daño. No digo que siempre me quisiera. Digo que le he limpiado las lágrimas y la he sentido temblar como una niña. Dudo que nadie más pueda decirlo. No la maté, ni podría respirar el mismo aire que respira el hijo de perra que lo hizo. Se ha ido y no la lloro, porque ella no me habría llorado. Me quedan tres días en esta isla y luego el invierno. No me esquives, Luigi. No puedo sentir por ti lo que por ella, pero ahora soy demasiado débil para soportar que me esquive nadie.