– Veo que has conseguido regresar a tierra, Nyneve -dice la mujer con tono burlón.
– No gracias a tu ayuda, desde luego -contesta mi amiga-. Leo, esa mujer tan fea es la Vieja de la Fuen te. Ella es quien me encantó y me colgó del árbol.
– ¿Que soy qué, que soy quién, que he hecho qué? -se mofa la campesina-. Ya estás otra vez con tus fantasías… No la creas, joven caballero. Nyneve es mi vecina…, una chiflada. Se subió a coger castañas y se quedó enganchada.
La mujer tiene un ojo azul y otro marrón. Eso es lo que hace su mirada tan desagradable. Me estremezco.
– No le hagas caso, Leo. Somos viejas amigas… o enemigas. De cuando en cuando jugamos a estos juegos un poco rudos. Pero a ti no va a hacerte ningún daño.
– Qué bien hablas, Nyneve. Ahora bien, ¿no es un poco joven este caballero para ti?
La campesina ríe y se palmea su redondo vientre. Mi amiga me empuja hacía el bosque, dando por acabada la conversación:
– Nos volveremos a ver, Vieja…, y ajustaremos cuentas.
– Aquí te espero, como siempre… Y tú no le creas nada, mi Señor… Se subió a coger castañas y se enganchó.
No me gusta esta mujer, pero la creo. No creo a Nyneve, pero me gusta. Y ésta es una razón suficiente para seguir con ella.
Millau es más grande que Mende. Pienso en Jacques y en nuestro último día. Pienso en los planes que hicimos de venir aquí y en todo lo que he perdido en tan poco tiempo. La nostalgia se me agarra a la garganta y me la aprieta. Trago saliva: la pena sabe salada.
Jacques se hubiera maravillado de ver estas casas tan altas como torres, estas construcciones de cuatro o cinco pisos. Pero a mí me desagrada la ciudad por su bullicio mareante y la dificultad para orientarse, por los olores pestilentes y, sobre todo, por ese aire de superioridad que todos tienen. Se creen mejores que los demás porque son libres. A los campesinos nos desprecian por nuestra servidumbre y nos consideran poco más que animales y, sin embargo, ellos viven como puercos en un estercolero. Las calles están llenas de inmundicias y en cualquier momento alguien puede arrojarte un balde de desechos desde alguna ventana; sucias alimañas escarban en la mugre, y un buen montón de casas se hunden lentamente, tapiadas y abandonadas desde hace años porque en ellas alguien murió de peste. Ahora bien, en mitad de tanta porquería, cómo alardean ellos. Los ciudadanos. Llevan las vestimentas más increíbles, con jubones bordados, mangas festoneadas, zapatos de largas puntas, boinas y birretes. Pero sobre todo el ojo queda deslumbrado por los muchos y extraordinarios colores de sus ropas. Incluso veo paños carmesíes y azules celeste, que son los tintes más lujosos y caros. Brillan los ciudadanos entre la basura como insectos tornasolados sobre la boñiga de una vaca. Me resulta irritante tanta ostentación: yo sólo poseo una blusa fina y una saya blanca con su jaqueta. Mejor dicho, poseía, porque debió de quemarse con la casa.
Sin embargo, ahora tengo mi bella espada labrada, mi sobreveste desgarrada y sucia pero adornada con hermosos bordados, mi buena loriga de malla pequeña y apretada. Ahora ya no soy una campesina y nadie me contempla con altivez. Ahora soy un caballero sin caballo, una rareza. Pero aquí, en la ciudad, paso inadvertida entre el gentío. Entre los insectos tornasolados, entre los saltimbanquis de rostros pintados y los mendigos harapientos.
– Aquí estamos más o menos a salvo -dice Nyneve-. Por lo menos durante el día.
Hemos entrado en Millau porque Nyneve dice que necesitamos dinero para pagar mi instrucción. Y el dinero, ya se sabe, está en la ciudad. Nos encontramos en la taberna, sentadas en las bancas corridas que hay ante la puerta. Hemos pedido guisado de buey y dos jarras de cerveza. Es la primera vez que la pruebo: sabe amarga y fuerte y aún no he decidido si me gusta.
– Tabernero, escucha -le dice Nyneve al hombre, que se ha acercado a preguntarnos si queremos más guiso-. Soy adivina. La mejor adivina que has conocido jamás. Te propongo un trato: te leo la suerte con mis cartas mágicas a cambio del almuerzo.
– De eso nada.
– Escucha mi oferta: si te gusta cómo lo hago, das la deuda por satisfecha. Pero si no te gusta, te pagamos. Tenemos dinero. Enséñaselo, Leo.
Obedientemente, con una docilidad impropia de un caballero, incluso de un caballero sin caballo, saco la bolsa y enseño las monedas. El tabernero recapacita un instante y luego se sienta a nuestro lado.
– Está bien. A ver esas famosas cartas mágicas.
Es un hombre grandote y un poco barrigón que se sostiene sobre unas piernas increíblemente delgadas. Se rasca la barbilla mal rasurada con gesto burlón y escupe en el suelo entre sus afiladas rodillas.
– Son famosas de verdad -dice mi amiga-. ¿No has oído hablar de las poderosas cartas italianas, del Tarot secreto?
Nyneve ha extraído un mazo de cartones coloreados de su bolsillo insondable. Los extiende sobre la mesa; están pulidos y encerados y muestran las figuras más singulares: reyes de ropajes majestuosos, soles y lunas, ahorcados y esqueletos de aspecto amedrentante. El tabernero se inclina sobre el tablero con interés.
– Ah, ¿así que éstas son esas cartas nuevas tan extrañas? Ya tenía oído de su existencia.
– Son nuevas entre nosotros. Pero su saber es tan antiguo como la tierra que mancha tus zapatos. Baraja y corta.
El tabernero se seca los dedos en su pechera y mezcla los cartones entre sus gruesas manos. Nyneve los recoge y coloca unos cuantos boca abajo en forma de cruz. Empieza a descubrirlos de uno en uno.
– Mmmmm… Veo un gran dolor. Veo tu cara hinchada y lágrimas en tus ojos. Ya has pasado por lo mismo, hace muy poco, y el barbero te sacó dos muelas. Pero te volverá a ocurrir. Esta vez, tómate un cocimiento de amapolas. Sufrirás menos.
– Es verdad. Es verdad lo de las dos muelas, quiero decir.
El tabernero parece impresionado. Con gesto distraído, se acaricia la mejilla con la mano, como si le doliera.
– Tu esposa ha muerto, y ahora tienes dudas entre dos mujeres. La morena te gusta más, pero no es buena para ti. Debes quedarte con la mayor, cuidará de ti y del negocio y será una buena esposa. Y tendrás con ella ese hijo varón que tanto deseas.
– ¡Por los clavos de Cristo! ¿Todo eso viene ahí? Aciertas por completo.
Yo misma estoy asombrada. Miro a Nyneve y me parece ver a una persona distinta. Después de todo, a lo mejor es bruja de verdad.
– Tienes un enemigo, y tú sabes bien de quién estoy hablando. Pero no te preocupes, porque morirá de enfermedad dentro de tres meses, de manera que no tendrás que devolverle su dinero. Gozarás de una vida larga, aunque te debes cuidar de los caballos y sus coces. Tus hijas se casarán y tu futuro hijo te honrará. Este hijo será llevado a la guerra, pero volverá sano y salvo cuando tú ya le estés llorando como muerto. No faltará nunca pan en tu mesa ni fuego en tu hogar. Y una cosa más: quémate esa pequeña herida que tienes en el costado, o acabará produciéndote malas calenturas. Esto es todo cuanto veo.
– Muchas gracias, Señora.
El hombre está tan admirado que ha subido a Nyneve de tratamiento. Y el tabernero no es el único que ha quedado convencido: los otros comensales de la larga mesa nos han ido rodeando y han asistido a la lectura de cartas con interés y pasmo. Ahora se acercan en tumulto pidiendo a Nyneve que también les atienda.
– Muy bien, os echaré el Tarot a todos. Pero cuesta medio sueldo por adelantado.
Henos aquí leyendo el porvenir de medio Millau. La noticia corre por la plaza y por las callejuelas adyacentes y cada vez se agolpan más personas. Nyneve extiende una y otra vez sus cruces de naipes sobre el tablero y descubre adulterios, alerta de enfermedades, adivina el sexo de los niños por nacer, aconseja en los negocios a los comerciantes, avisa de traiciones, desvela secretos, augura herencias y peleas, predice matrimonios, prohibe viajes, recomienda ventas de ganado, desaconseja litigios. Las vidas de los ciudadanos se hacen y deshacen en el aire delante de nuestros ojos a velocidad de vértigo y yo voy meciendo monedas en mi saco mientras el sol desciende por el cielo. Al cabo, cerca ya de vísperas, Nyneve atiende al último solicitante. Las cartas están pringosas y yo estoy mareada, pero Nyneve parece tan fresca y descansada como si acabara de despertarse.
– Entonces es cierto que eres bruja…
– Eso parece. Aunque piensa un poco: también es posible que conozca bien Millau y que me haya enterado con antelación de la vida del tabernero. En la ciudad, los rumores y los piojos corren como el fuego entre las eras.
Ahora caigo en la cuenta de que, salvo en el caso del tabernero, las demás predicciones han sido todas ellas más o menos amplías e imprecisas.
– Pero ¿eres bruja o no?
– Ah, la verdad… ¿Quién sabe la verdad? Tal vez haya más de una verdad, tal vez no haya ninguna. Ya te he dicho que la verdad siempre es lo más difícil.
Su manera de jugar conmigo me saca de quicio. Intento pensar en algo desdeñoso que decirle, pero Nyneve ya no me hace caso. Ha abierto la bolsa y está contando nuestras ganancias. Hemos logrado reunir veinticuatro sueldos, algo más de una libra.
– No está mal. Con esto tenemos para comenzar.
A mí me parece una cantidad exorbitante.
– Hermanos, vengo a traeros la salvación eterna… -dice una voz meliflua a nuestro lado.
Es un vendedor de bulas. Lleva un sayal pardo y una gran cruz de madera sobre el pecho. Sin duda le ha llamado la atención nuestro pequeño tesoro.
– Dispongo de bulas parciales y bulas plenarias selladas por el Santo Padre… Podéis serviros de ellas para comer carne en Cuaresma, para libraros del ayuno sin pecar, para evitar la penitencia impuesta en confesión, para…
– No queremos nada -contesta Nyneve.
– Alabado sea el Señor, ¿cómo es posible? -se escandaliza el bulero-. ¿Vais a poner vuestras almas inmortales en peligro sólo por ahorrar unas cuantas monedas miserables?
– Te he dicho que no. Además, mi joven amigo va a irse a combatir a Tierra Santa y con eso ganará suficiente gracia divina para los dos.
– Ya que habláis de Tierra Santa, también recojo óbolos para costear la cruzada. Debo deciros que con las donaciones se obtienen indulgencias muy abundantes.
– No insistas. No queremos.
– ¿Y tampoco unas reliquias? -se obstina el hombre, metiendo la mano en su gran alforja de lana gruesa-. Llevo conmigo las reliquias más milagrosas: una pluma del arcángel San Gabriel, un trocito de la zarza de Moisés, un nudo de cabellos de San Judas Tadeo… Si incrustáis la zarza sagrada en la empuñadura de vuestra espada, joven caballero, seréis invencible…