Y me marcho. Desciendo paso a paso la suave ladera, acompañada por el alegre tintineo de mi armadura bien engrasada. Al llegar al camino abro la bolsa: contiene un pedazo de manteca de oveja envuelto en hojas, un generoso puñado de pasas y tres sueldos. Ato la bolsa al cinto: ahora tengo dinero. Pero también tengo miedo. Mucho miedo.
A menudo la vida consiste precisamente en elegir entre dos temores. Alertada por las palabras del viejo caballero, abandono los transitados caminos y me meto en el cerrado bosque de Golian. Si no me pierdo en su espesura, y si no me sucede nada malo, acortaré el trayecto hacia el castillo de Gevaudan, donde espero encontrar a mi Jacques. Pero nadie se intetna en los bosques salvo los malhechores o los temibles faydits. Todo el mundo sabe que es aquí donde residen los espíritus malignos, los dioses antiguos que se resisten a la palabra del Señor.
Pese a ello, yo escojo este miedo y penetro en el verdor salvaje de la floresta. Fuera hace un hermoso día de sol, pero aquí dentro reina una penumbra fría y húmeda. Los árboles se cierran sobre mí como una trampa y el techo de enredados ramajes apenas me permite ver el cielo. Me asfixio. Soy campesina y echo de menos mis campos abiertos, el horizonte ancho, los bellos labrantíos de cereal que el viento ondula. Pero agacho la cabeza y sigo andando. Es difícil orientarse en este apretado mundo vegeta!. Persigo el sol, de claro en claro, para mantener la dirección correcta. Por fortuna no hay nubes.
El bosque susurra, el bosque habla. Crujen las ramas y me asustan hasta que descubro que el ruido ha sido causado por un pájaro, una ardilla. Camino y camino, tropezando de vez en cuando con las raíces serpenteantes y produciendo un estrépito de chatarra. Camino y camino, pero no tengo la sensación de estar avanzando. Quiera Dios que el bosque se acabe antes de que llegue el atardecer: si tengo que pasar la noche aquí, sin duda moriré. MÍ corazón se congelaría de puro miedo.
Llego a un claro un poco mayor que los anteriores. Un círculo de sol cae sobre unas piedras de las que nace una fuente. Debajo, una poza tranquila de aguas claras que desemboca en un manso regato. Respiro aliviada: es un paisaje amable. Tengo sed y bebo: el agua es pura y fresca. Entorpecida por las botas, voy dando traspiés sobre las rocas y me siento junto a la poza. Creo que descansaré un poco y comeré la mitad de mis pasas.
– Joven caballero, ¿serías tan amable de ayudarme?
La voz ha sonado cerca, terriblemente cerca. Doy un brinco, resbalo, rechino. Miro hacia todas las direcciones, sin aliento.
– Aquí, mi Señor. Encima de tu cabeza.
En un castaño próximo hay una mujer. Está a media altura de la copa, colgando de una rama. Tiene las ropas enredadas en el follaje y pende boca abajo, sostenida por un burruño de su saya que ha quedado enganchado en la hojarasca. Sin embargo, se la ve sonriente y plácida, como un grueso abejorro volando junto a un árbol. Su estampa es tan grotesca y tan inofensiva que, después del sobresalto, casi me hace reír.
– ¿Quién eres? ¿Qué haces ahí?
– Soy Nyneve y por qué me encuentro en esta situación es algo demasiado largo de contar, mi Señor. Si me ayudas a bajar te lo explico todo.
Me despojo del yelmo, de las manoplas, del cinto y de las armas, porque la embarazosa espada estorba cualquier movimiento, pero conservo el cuchillo. Desde pequeña he sido una gran trepadora de árboles, pero la loriga no facilita mi labor. Tras un par de torpes intentos y un resbalón, decido quitarme las botas y las brafoneras. Ahora sí consigo subir tronco arriba. Tumbada boca abajo en la rama de la que pende la mujer, tiendo el brazo, tiro de ella con ímprobo esfuerzo y logro que se sujete al árbol. Luego, con el cuchillo, corto la hojarasca y desgarro un poco la saya hasta soltarla. Una vez libre, el abejorro se convierte en ardilla y baja del castaño con pasmosa agilidad. Yo desciendo detrás y, ya en el suelo, nos quedamos mirando la una a la otra.
– Muchas gracias, mi Señor. Has sido verdaderamente providencial.
Es una mujer todavía joven, aunque debe de tener diez o quince años más que yo. Conserva todos sus dientes, blancos y perfectos como los de los niños. Tiene el pelo rizado y rojizo, una mata de fuego bajo la luz del sol, y sus ojos brillan como piedras de río. Sin embargo, no es exactamente hermosa: posee una cara grande y fuerte, de huesos muy marcados, de nariz ancha y frente poderosa. Una cara simpática y un poco masculina en la que los ojos parecen muy pequeños. Toda ella es robusta: aunque es más baja que yo, abulta el doble. Y sus manos son tan amplias y cuadradas que en cada una de sus palmas podría cobijarse un pequeño lechón. Pese a su solidez, su cuerpo produce una sensación de agilidad y vigor. Me recuerda a Colmillos, uno de los perros preferidos del amo, con su mirada expresiva y leal, su gran cabezota y su pelaje rojo.
– Ahora estoy en deuda contigo, mi… Señor.
Salgo de mis lucubraciones y la miro, y descubro que la mujer está contemplando mis piernas desnudas. Mis piernas blancas y sin vello. Nyneve se sonríe.
– O quizá debería decir mi Señora…
Doy un paso hacia atrás.
– No te asustes. No tienes nada que temer de mí, antes al contrario. Ya te he dicho que estoy en deuda contigo. Además, entiendo bien que una muchacha sola se proteja vistiéndose de hierro. Yo también lo he hecho alguna vez, debo confesar.
Sigo callada e intento pensar deprísa y descubrir si en todo esto se esconde algún peligro. Pero lo cierto es que la mujer produce en mí una extraña sensación de confianza. Casi un bienestar.
– Sentémonos. Tengo queso. Lo compartiremos.
De un bolsillo de su saya extrae un pedazo de queso tan grande que no sé cómo no he advertido su bulto ni cómo no se le ha caído al suelo mientras estaba colgando del árbol. También saca un pequeño cuchillo y me corta una abundante porción. Masticamos en silencio. Sigo intentando no perder de vista los posibles riesgos. Pero tengo mucha hambre y el queso está rico.
– Te debo una explicación… ¿Qué prefieres, la verdad o algo más fácil?
La miro con extrañeza. Nyneve se ríe.
– La verdad siempre es lo más arduo de soportar. Lo mejor es ser simple, pero para ser simple hace falta pensar mucho. Está bien, te lo diré todo. Soy una bruja, o un hada, o una hechicera, como prefieras llamarme.
SÍ es cierto, debería echarme a temblar. Si es mentira, esta mujer es una loca o una embaucadora. Ninguna posibilidad es buena, pero por alguna razón no siento miedo. Sólo curiosidad.
– Si de verdad eres bruja, ¿cómo es que no has podido bajarte del árbol tú sola?
– Ni siquiera las brujas somos omnipotentes, querida, no hagas caso de las cosas que escuchas por ahí… Y, además, he sido víctima de un encantamiento. Una antigua conocida, la Vieja de la Fuente, me tendió una trampa. Me dejó prendida en la rama con sus artes, que tampoco son nada del otro mundo, pero que me pillaron descuidada. Yo sola no podía liberarme: era un sortilegio sellado, y la llave para abrirlo era un acto de generosidad. Por fortuna llegaste y me ayudaste.
– Yo no noté ningún sortilegio. Sólo vi unas cuantas ramas enganchadas en tu ropa.
– Ya te dije que la verdad siempre es lo más difícil de creer.
– Además, las brujas y las hadas son cosas distintas.
Nyneve suspira.
– Hablas de lo que no sabes. Pero naturalmente eso es lo habitual en los humanos.
– Las brujas son malas y las hadas son buenas.
– Ni una cosa ni la otra. Somos buenas y malas, como todo el mundo. Pero, para que te quedes tranquila, te diré que yo sólo quiero ser tu amiga.
– No quiero amigos.
– Sí quieres. Y, por añadidura, me necesitas.
– ¿Por qué piensas eso?
– Porque se te ve muy sola y tienes miedo.
La garganta se me cierra con un nudo de repentina pena. Lucho contra la emoción, irritada por mi propia debilidad.
– ¿Cómo te llamas? -pregunta Nyneve suavemente.
– Leola -contesto con voz ronca.
Y después, para no derrumbarme, le cuento todo. Le hablo de la batalla de Abuny, y de cómo los hombres de hierro se llevaron a mi familia. Le hablo de mi madre muerta, y de aquella vez que me caí al pozo y mi Jacques descendió atado con una cuerda para rescatarme. Le explico cómo robé la armadura, y el asalto del clérigo, y la intervención providencial del caballero.
– ¿Y cómo dices que se llama ese anciano guerrero?
– Era el señor de Ballaine.
– ¡Pierre! ¡El viejo muchacho! No me digas que todavía sigue vivo…
– ¿Le conoces?
– Sí, me parece que sí. Supongo que es el mismo. Alto, guapo, de nariz aguileña y ojos claros.
Su descripción me resulta chistosa.
– Tiene la nariz aguileña y los ojos como desteñidos…, pero yo no lo encontré tan alto y desde luego no es guapo. Es muy, muy viejo. Además, tiene una gran cicatriz en la frente y el hueso hundido.
– ¡Es él, no cabe duda! Mi querido Pierre… No sabes lo hermoso que fue, cuando era joven… A mí me enternecía e¡ corazón.
La miro con incredulidad: Nyneve no pudo conocer la juventud del señor de Ballaine.
– No tienes edad para haberlo visto hace tanto tiempo.
– Ya lo creo que sí. ¿Quién crees que ¡e curó del terrible hachazo en la cabeza? No hubiera sobrevivido sin mí ayuda… Todavía no sabes nada, Leola. Pero yo te enseñaré, poquito a poco.
Me está mintiendo. Dice cosas sin sentido, para impresionarme. Será mejor que siga mí camino. Tengo que salir del bosque antes de que anochezca.
– Me voy. El sol se mueve rápido y no quiero estar aquí cuando caiga la tarde.
– Espera, espera, no tan deprisa. ¿Adonde vas a ir? ¿Qué vas a hacer?
– Voy hacia el castillo de Gevaudan, en busca de Jacques.
– Tonterías. No durarías sola ni un instante. No siempre encontrarás a un Pierre que te salve… Primero tienes que aprender a manejar las armas.
– ¿Podrías tú enseñarme?
– No, yo no. Pero sé quién lo hará. Iremos juntas… Conozco bien el bosque y la linde está próxima. Te guiaré.
– ¿Por qué haces esto?
– No tengo nada mejor que hacer… Y estoy en deuda contigo.
Es un plan un poco absurdo, pero me tienta. Puedo tardar un tiempo infinito en aprender a combatir, e incluso es posible que no lo logre nunca. O que todo sea una mentira de Nyneve. Debería dirigirme sin perder más tiempo en busca de mi Jacques. Pero temo no poder llegar a Gevaudan, temo que vuelvan a asaltarme, que me roben y me maten. Temo, sobre todo, estar tan sola. Además, el falso poder que mi armadura me otorga me resulta embriagante. Necesito darle veracidad a mi disfraz. Necesito sentir que me basto a mí misma. Así es que vuelvo a ponerme las medias metálicas y las botas y a ceñirme el cinto. Cuando estoy colocando mi espada, oigo que alguien aplaude. Encima de la fuente, sentada en las rocas, hay una mujer mayor con el cabello canoso recogido en un rodete. Es gruesa y nariguda, y viste ásperas ropas campesinas.