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Muertos, pensó Solana, mientras los miraba comer, acodado en la repisa de la chimenea, presenciando desde la soledad no arañada por su aparición los estragos de la huida y del miedo, la perseverancia del fracaso, las ropas maltratadas y cubiertas de polvo, los rostros sin afeitar, el cerco de sudor en torno a los cuellos de las camisas blancas. A Beatriz se le torcían al andar los tacones de los zapatos y su alto peinado se le deshacía sobre la frente cuando se inclinaba hacia el herido. No era el fracaso y la desbandada unánime del final de la guerra, recordó, porque entonces los campos arrasados y el universo entero parecían compartir la derrota de los hombres que ocupaban las carreteras como rebaños de desesperación y silencio, sino una huida solitaria, impremeditada, absurda, la deserción de una lugar que fue ganado por el fuego y cuyos supervivientes escapaban vistiendo aún las ropas de la fiesta que estaban celebrando, las livianas chaquetas y pantalones para la noche de junio, las tenues medias desgarradas, los perfumados pañuelos que empapaba la sangre. Cuando terminó de comer, Beatriz se limpió la boca manchada de aceite con el dorso de la mano, dejando en ella un rastro de carmín. Fumaba con los ojos cerrados, expulsando largas bocanadas de humo, y el otro, el amante, el enamorado cobarde que ni siquiera se había atrevido a mirar a Solana cuando le estrechó la mano, se acercó a ella y permaneció de pie a su espalda, como si guardara su sueño, y al inclinarse para decirle algo al oído le puso una mano en el hombro y extendió muy débilmente los dedos hasta rozarle el cuello. «Yo los miraba, yo sabía que él no iba a decirle nada, que cualquier cosa que le dijera no sería sino un pretexto para acercarse más a ella y demostrar ante mí, o ante su propio miedo a perderla, que podía hablarle en un tono de voz que sólo usan los amantes y poner una mano en su hombro y acariciarle el cuello. Entonces Beatriz abrió los ojos y le apartó lentamente la mano mientras me miraba como si la inmovilidad de sus pupilas en las mías pudiera borrar la casa y la persecución y la noche y dejarnos solos en el principio del tiempo. Bruscamente fingí que atendía al herido, busqué agua, un vaso, le humedecí los labios y cuando miré de nuevo a Beatriz sus ojos ya no me buscaban y las manos del otro yacían blancas e inútiles en el respaldo de la silla donde ella estaba recostada.» Volvió a escribir esa noche, cuando al bajar la trampilla de la bodega recobró como un don el sentimiento o la apariencia de su soledad en la casa, cerró todos los postigos de la planta baja y comprobó el cargador y el seguro de su pistola y la dejó sobre la mesa mientras escribía en el cuaderno azul como si aún después de terminado su libro no pudiera eludir el instinto de la literatura, pensó Minaya, como si las cosas no sucedieran del todo hasta que él no las hubiera transmutado en palabras que no apetecían el porvenir ni la luz, sólo la intensidad no mitigada de su propio veneno, duras palabras escritas para el olvido y el fuego. Estuvo escribiendo hasta después del alba, y a la noche siguiente, cuando los otros se marcharon, antes incluso de que el automóvil se alejara por el camino de la sierra, cerró el portón de la casa y regresó a la pluma y al cuaderno azul para contar su partida, pero esa vez no tuvo tiempo de terminar ni una página, y las últimas palabras que logró escribir fueron el preludio de su propia muerte. Oyó ladridos de perros y al asomarse a la ventana vio los capotes que se movían subiendo cautelosamente por el terraplén, el brillo frío de la luna en el charol de los tricornios. Exactamente así lo imaginaba Minaya: súbitamente liberado del miedo y de la literatura, pensó en los otros, en la mirada de Beatriz, en su orgullo sin súplica y en su lealtad más firme que el desengaño y la traición. Más allá de la última línea del cuaderno azul, en un espacio limpio de realidad y de palabras, no recordado por ninguna memoria, Minaya quiso urdir la figura ambigua de un héroe: Solana oye todavía el motor que se aleja y calcula que Beatriz pisará más hondo el acelerador cuando escuche tras ella los primeros disparos. Mientras él siga en la ventana disparando contra los perseguidores el automóvil se internará en la sierra y ganará diez minutos o una hora o un día entero de acuciada libertad. Serenamente consigna la proximidad de las sombras que vienen por el lado del río y se despliegan sobre la greda roja del terraplén para cercar la casa, y luego, igual que ha cerrado el cuaderno y ajustado el capuchón de la pluma, apaga la vela, quita el seguro a la pistola, medio asomado a la ventana, todavía protegido por la oscuridad, esperando hasta que los guardias han llegado tan cerca que ya puede alcanzarlos con sus disparos.

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