Pero yo no pensé ni una sola vez en él aquella noche. Traidoramente, mientras yo aplastaba un cigarrillo en el mármol de la mesa de noche y abría la puerta del dormitorio resuelto a apurar la indignidad o la vergüenza, a aproximarme como un lobo a la región de la casa donde era posible oír la risa y las sucias palabras invitadoras de Mariana, las perentorias órdenes, breves gritos sofocados de exaltación y agonía, el azar empujaba a mi padre como un lento imán hacia su casa de Mágina y modulaba su paso para conducirlo al lugar y al instante preciso en que una puerta cerrada y una pistola y un hacha harían germinar contra todos nosotros la confabulación de la muerte. Quiero detenerlo ahora, cuando escribo, quiero que elija otra calle para volver a la huerta o que tarde tanto en encontrar el hacha que cuando pase junto a la casa donde se escondía Domingo González ya esté derribada la puerta y él se haga a un lado para que el mulo no pise las astillas. Cualquier alteración menor en la arquitectura del tiempo puede o pudo salvarlo y salvar a Mariana y detener al asesino que ya sostenía la pistola y la espiaba acallando su aliento contra las tablas mal unidas de la puerta del palomar. La vio de espaldas, acodada en la ventana, mirando la línea de los tejados y las higueras de los patios sobre la que ascendía el humo lejano de las chimeneas y el helado azul del amanecer como si contemplara el mar desde la cubierta de un buque, serena y sola, como quien ha emprendido un viaje que le fue anunciado por un sueño, desnuda bajo la tela translúcida del camisón que dibujaba la forma de sus caderas y sus muslos en el tenue contraluz de un aire cernido por el silencio y el rumor de las palomas dormidas que despertaron de un golpe y volaron contra las esquinas y el techo del palomar cuando resonó en toda la casa el espanto brevísimo de los disparos. Yo entonces escribía. Ante el testigo que me miraba en el espejo con solemnidad impasible, yo había leído en voz alta, enfermo irremediable de la literatura, los versos que concebí como una frase murmurada y muy larga mientras rondaba sonámbulo el corredor de la galería y el dormitorio nupcial, y en mi voz envenenaba de sombra aquellas palabras que varios meses después habría de encontrar, desconocidas e impresas, indiferentes, definitivamente extrañas, como la belleza de una mujer a quien alguna vez quisimos y ya no puede conmovernos, en las páginas de un ejemplar sucio y descosido de Hora de España que un soldado olvidó en el tren donde nos llevaban al frente. «Mágina», escribí, «22 de mayo de 1937», y cuando iba a tachar una palabra para que se quebrara el ritmo excesivo de uno de los versos, fue como si estallaran todos los cristales de la galería y de la cúpula bajo el estrépito de una multitud de hombres o de animales perseguidos. Tuve un presentimiento de sirenas y de motores de aeroplanos ascendiendo sobre la oscuridad hendida por los reflectores y el relumbrar de la metralla, porque el instinto del miedo me devolvía a las noches atroces de los bombardeos sobre Madrid, pero tras el primer estampido, en cuyo recuerdo inmediato yo discernía ahora voces muy próximas que se alejaban y un tumulto de pasos sobre los tejados y disparos de fusiles, sólo vino un silencio muy semejante al que preludia el silbido de una bomba que no llega a estallar. Corrí hacia la ventana y aparté los visillos y pude ver al otro lado del callejón, muy alta, al filo del alero, a una sombra que corría inclinada y resbalaba sobre las tejas y se perdió al final como si bruscamente hubiera desertado del cuerpo al que perseguía. Luego nada, el silencio, un minuto vacío como la espesura de un bosque donde ha sonado el disparo de un cazador, luego los pasos y las voces y el llanto de una mujer que era Amalia y entraba sin llamar en mi dormitorio para decirme que Mariana estaba muerta en el palomar, y la memoria súbita de Mariana caminando descalza sobre las baldosas frías a un paso de mí, de mi vergüenza oculta tras una esquina de la galería -estaban echadas las cortinas sobre los ventanales del patio, y una figura invisible y simétrica a mi fascinación o a mi insomnio se apostaba tras ellas, tensa la mano en la culata de la pistola y el oído atento al rumor como de roce de seda de las pisadas de Mariana-, del estupor y el deseo acrecido hasta un límite ya indivisible de la voluntad de morir desde que supe cómo era el sabor de su boca y percibí en mis dedos la tibieza húmeda que los apresaba al final de sus muslos. Algunas noches, en la casa, este invierno, he abandonado la habitación de las ventanas circulares creyendo que huía de la máquina de escribir y sólo cuando he llegado a la puerta del gabinete y he visto, al encender la luz, el retrato nupcial donde Mariana me mira con la lealtad de los muertos desde la lejanía de aquella tarde indeleble en que se puso el vestido de novia y obligó a Manuel a ponerse su uniforme de teniente, ya inútil, para posar ante el fotógrafo, he comprendido y aceptado que estaba repitiendo los mismos pasos que di hace diez años para escuchar su voz tras la puerta cerrada del dormitorio donde ella se revolvía enredada a Manuel y respiraba con la misma fiebre que me había derribado bajo su cuerpo cuando decía mi nombre y tanteaba como un ciego mi rostro en la oscuridad perfumada y ávida del jardín. Igual que aquella noche, con el fervor de quien acude a una cita imposible, yo entraba en el gabinete y buscaba bajo la puerta del dormitorio que nadie ha ocupado desde entonces una raya de luz, indicio de la que alumbró el brillo de los cuerpos y siguió encendida cuando amanecía en la ventana, cuando Manuel quedó dormido de fatiga y felicidad y Mariana, apartando muy cuidadosamente el brazo abandonado al sueño que aún ceñía su cintura, se puso el camisón y cerró los postigos antes de salir, para que la claridad del día no despertara a Manuel. Me quedaba parado junto a la puerta de cristales del gabinete, y no había en el aire el olor ya olvidado del cuerpo de Mariana, sólo la discordia entre la inmovilidad de los lugares y la fuga del tiempo, la persistencia de la mesa con tapete verde y del reloj de bronce sostenido por una Diana cazadora y del sofá de flores amarillas que ya estaban allí mucho antes de que Mariana llegara a la casa y que tal vez permanezcan en la misma indiferente quietud cuando Manuel y yo hayamos muerto. Avanzaba, tras encender la luz, me servía acaso una copa de anís de la botella que Manuel y Medina dejaron sobre la mesa después de apagar la radio donde habían oído las músicas remotas del Himno de Riego y La Internacional, hurtaba un cigarrillo rubio de la pitillera de Manuel y cuando alzaba los ojos hacía la fotografía oval, desde cualquier ángulo de la habitación, Mariana estaba mirándome, fija en mí, como si me persiguieran sus ojos en el gabinete igual que me buscaron, sin que un solo gesto o un movimiento de la cabeza la delataran, mientras el fotógrafo preparaba su cámara y ordenaba las luces y Orlando y yo conversábamos en voz baja en la penumbra que cubría la otra mitad del estudio. Como la delicada huella del roce de una hoja que perteneció a un árbol extinguido en otra edad del mundo y sobrevive para siempre trasmutada en fósil, o las nervaduras de una concha fijadas en la roca que está muy lejos del mar con una precisión más inalterable que la de las efigies de las monedas antiguas, así el instante en que encontraron mis ojos la mirada de Mariana, después de todo un día en que nos eludimos como dos cómplices que no quieren ser vinculados a un crimen, perduró gracias al azar y al fogonazo del magnesio más firme que la memoria y tan indudable como el perfil o la leve túnica de bronce de la Diana cazadora que estuvo siempre sobre el aparador del gabinete. Oía desde allí el jadeo tenaz y fracasado de Manuel y la carcajada y la súplica rota por un largo quejido en el que no reconocía la voz de Mariana, y aún seguí sin moverme, atento como un espía y apoyado en la oscuridad, cuando se hizo el silencio y la respiración de los dos cuerpos rendidos llegó hasta mí como el sonido del mar que uno escucha y todavía no ve tras una línea de altas dunas. Yo escribía imaginariamente, contaba sílabas y palabras como si segregara una materia inevitable y ajena del todo a mi voluntad, largo hilo de baba y sucia literatura tan interminable como el flujo del pensamiento que me seguía a todas partes y trazaba la forma de mi destino y de cada uno de mis pasos. Seguido, empujado por la literatura, calculando bajo el remordimiento y los celos y el miedo a que alguien me sorprendiera en el gabinete la posibilidad espuria de contar aquel trance en el libro futuro que siempre estaba a punto de empezar a escribir, salí al corredor tanteando las paredes y los muebles, y ya volvía hacia mi habitación cuando el sonido de una baldosa suelta que alguien pisaba a mis espaldas me hizo esconderme tras una esquina de la galería. La vi pasar tan cerca que hubiera podido tocarla con sólo extender una mano impulsada por el instinto de repetir una sola caricia, pero su cercanía era tan remota y prohibida como la de los ciegos, y como a ellos la circundaba un espacio irremediable de soledad. Despeinada, descalza, con un cigarrillo recién encendido entre los labios muy pálidos, su cara alumbrada por el alba tenía la misteriosa intensidad de una mirada que lo adivinase todo, una serena luz entibiada por los estragos del amor y la melancolía de la fatiga y del conocimiento, como si al final de aquella noche su belleza y su vida se hubieran depurado de todo atributo banal para resumirse en la perfección de unos pocos rasgos indelebles, del mismo modo que a Orlando le habían bastado unas pocas líneas trazadas como al azar sobre el espacio blanco del papel para dibujar un perfil de Mariana que nunca pudo ser apresado por las fotografías.
Luego, cuando la vi tendida y muerta ante todos nosotros, entendí que tal vez no era la luz del amanecer lo que afilaba sus rasgos, sino una secreta adivinación de la muerte que ya la estaba llamando hacia el palomar con una voz que únicamente ella escuchaba. «¿No ha oído usted el tiroteo, don Jacinto? Han matado a la señorita Mariana.» Amalia lloraba tapándose la cara con las dos manos, y yo no entendía aún o no aceptaba, me levanté del escritorio y la sacudí por los hombros, le aparté las manos de la cara y la obligué a mirarme porque no comprendía sus palabras borradas por el llanto, y ella se limpió las lágrimas y señaló hacia arriba repitiendo que una bala perdida, que un disparo en la frente, que Mariana estaba muerta ante la ventana sin postigos del palomar, con las rodillas sucias de estiércol y el camisón levantado hasta la mitad de sus altos muslos blancos, con las manos extendidas y abiertas y la cara vuelta hacia un lado y medio tapada por el pelo. Cuando yo subí al palomar Manuel ya le había cerrado los ojos. Estaba arrodillado junto a ella y no lloraba, sólo adelantaba una mano casi firme en la que apenas se advertía el violento temblor que le estremecía los hombros para tocarle muy delicadamente las mejillas o apartar de su boca un mechón de pelo que había quedado prendido de sus labios entreabiertos. Parecía que temblaba de frío junto a un fuego apagado y que nunca iba a levantar la cabeza y a erguirse para volver hacia nosotros, que estábamos oscuramente agrupados ante la puerta del palomar como si un mandato no pronunciado o la línea de un círculo en cuyo centro exacto yacía la cabeza de Mariana nos prohibieran avanzar un solo paso hacia ella. Agrupados, inmóviles, cercados por un silencio en el que el llanto de Amalia latía contra nuestra conciencia unánime como la desgarradura de una herida, sólo nos disgregamos transitoriamente cuando Medina y el juez y un capitán de la Guardia de Asalto se abrieron paso entre nosotros para examinar el cuerpo de Mariana, y enseguida, como si el espacio por donde ellos pasaron nos hiciera vulnerables, nos agrupamos de nuevo para cerrarlo empujados sordamente por esa premura cobarde que reúne a una multitud rodeada por el miedo. Orlando, a mi lado, apretando mi mano, sin mirarme, sin mirar a Santiago, cuyos ojos todavía estaban aletargados por el sueño y acaso por el alcohol de la noche última, Utrera, que parpadeaba y tenía una respiración muy honda entrecortada a veces como por una punzada de dolor, doña Elvira, de perpetuo luto, fija no en Manuel ni en Mariana, sino en un lugar del aire donde no había nada, tal vez en la franja dorada y azul del cielo de mayo que delimitaba el rectángulo vacío de la ventana o en el tejado por donde unos guardias avanzaban a gatas buscando algo entre las tejas rotas, Amalia, que lloraba a gritos y se retorcía las manos grandes y rojas con las que a veces se arañaba el pelo o se limpiaba los ojos y la boca en un gesto sumario. Recuerdo su llanto largo como el gemido de un perro y el modo en que le temblaban a Manuel los hombros y las rodillas cuando Medina lo ayudó a levantarse y lo apartó hacia nosotros, llevándolo como a un sonámbulo o a un ciego que de repente se hubiera quedado solo en las calles de una ciudad desconocida. Me acerqué a él, dije en voz baja su nombre, «Manuel, soy yo, Solana», con desesperada ternura, con inútil pudor, tomándolo del brazo, con una torpe y ciega piedad que iba destinada a él y a mí mismo y al vínculo nunca desmentido de aquella mutua conjura de lealtad que se inició hacía veinticinco años en el patio de una escuela donde vestíamos mandiles azules y había perdurado para cifrarse al final en el nombre de Mariana, pero él no me reconoció o no me vio, extraviado y solo, y siguió temblando como sacudido por una fiebre que le cegaba y le dilataba las pupilas y moviendo los labios como si murmurara algo, como si asintiera a la voz de alguien a quien no veía y lo llamaba.