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Prometido, dice, miente Minaya, imaginando de antemano el modo en que contará estas cosas a Inés y las palabras que hubiera usado Solana en los manuscritos para describir la conversación y la escena. Todas las cosas, pensaba entonces, han sido ya escritas, y sólo importan en la medida en que puedo contarlas a Inés para incitar en sus ojos un brillo de apetecido misterio. Igual que ella, en ciertas noches clandestinas, se abraza desnuda a su cuerpo, que nunca deja de desearla, para contarle un libro o una película o el breve sueño que ha tenido mientras él fumaba en la oscuridad y no la sabía dormida, así Minaya quiere decirle lo que ahora sabe, el orgullo de Utrera, y su rabia oculta, el orgullo y la rabia de mirar el cocherón vacío y sus manos inútiles y saber siempre, sin embargo, que ha agregado al mundo un solo rostro memorable, la forma única de los ojos y pómulos tapados, como por un velo, por rasgos que no les pertenecían, las líneas precisas de un rostro de muchacha dormida que sonríe en el interior de un sueño disgregado en la muerte. Vuelve a la casa desde donde vindicó su gloria sin otros testigos que una copa de coñac o un espejo escarchado, y algunas veces, cuando se dispone a abrir la puerta del callejón, se yergue sobre el extravío del alcohol y decide prolongar sus pasos hasta la plaza en sombras donde lo esperan el retrato de Mariana y la certeza de su orgullo con una lealtad incesante que sólo poseen las estatuas y los cuadros. De noche, para que nadie lo siga, como un avaro que desciende al sótano donde todas las noches cuenta y mira sus monedas y deja que se deslicen entre los dedos ávidos. Tropieza, enciende el mechero, no acierta a sostener la llama y a cobijarla del aire, palpa el granito que tan delicadamente pulió, reconoce cada ondulación y detiene el dedo índice en el breve círculo rehundido que hay en mitad de la frente. Oye unos pasos muy cerca, pero es demasiado tarde cuando se incorpora porque alguien, una figura alta y familiar, lo ha visto arrodillado junto a la estatua. Al levantarse tan bruscamente la sangre se le agolpa en las sienes y una náusea de coñac le sube del estómago, pero le importa más la segura vergüenza, la obligación de fingir. Es ese joven, Minaya, el sobrino de Manuel; qué hace aquí, sino espiarme, en esta medianoche tan fría. -Ahora usted está pensando que yo también me había enamorado de Mariana. Espero que me creerá si le digo que no fue así. Era la clase de mujer que todo artista desea como modelo, pero nada más, al menos para mí, sobre todo si tiene usted en cuenta que iba a casarse con el hombre a cuya hospitalidad yo debía la vida. Yo no traiciono a mis amigos.-¿Y Solana?

Utrera guarda silencio: cuando vuelve a hablar elude los ojos de Minaya, premeditadamente grave, casi herido, como forzado contra su voluntad a dar un paso más allá de la discreción. «No se debe hablar mal de los muertos.» Al salir del taller, la claridad del mediodía deslumbra a Minaya en el jardín. De espaldas, en su sillón de mimbre, Manuel permanece en una quietud sólo desmentida por el humo del cigarrillo que sube azul hasta deshacerse en los racimos de glicinas.

El tranvía baja despacio la ladera de Mágina hacia el Guadalquivir. Lejos, entre los olivos azules y las dunas de trigo o pardo barbecho, relumbra el río como una lámina de metal, de plata, del mismo vidrio lívido y azul que tiene el aire en el límite de la sierra. A medida que va descendiendo hacia el Guadalquivir, el tranvía avanza más rápido entre los olivares, cuyas largas hileras se abren como en abanicos de puntos de fuga sucesivos. De perfil junto a la ventanilla, Inés mira los olivares y las casas blancas que surgen por un instante como islas entre la geometría de sus espesuras, sosteniendo sobre sus rodillas una cesta de mimbre tapada con un lienzo a cuadros azules. Los olivos y la línea densa de chopos que anuncia el río, la lejana sierra con sus racimos de casas blancas colgadas de las laderas, son para Minaya como esos paisajes de montañas azules y curvados ríos que se vislumbran al fondo de ciertos retratos del Quatrocento donde una muchacha sonríe de perfil. Con aire casual acaricia la mano que reposa en la cesta, las manos, las rodillas de Inés, los tobillos juntos y la mirada que reconoce y aguarda una señal entre las adelfas y los olivos. «Después de la próxima curva, cuando lleguemos al río, está la casa donde yo nací.» La ondulada llanura vibra de verdes y platas y amarillos de jaramagos, y antes de que pueda verse el río desde las ventanillas un olor a cieno y agua umbría anuncia su vasta vecindad casi inmóvil. «Mira», Inés se incorpora, baja el cristal y señala una casa que hay al otro lado de un bosquecillo de granados y cipreses, «ése era el molino de mi abuelo, ahí fue donde yo nací». Pero la casa queda en seguida atrás, a penas entrevista, como el brillo inédito que surgió en los ojos de Inés cuando la miraban. Hubiera querido detenerse allí, y bajar con ella para adentrarse en la vereda que conduce a la casa entre las ramas de los granados, y reconocer la parra bajo cuya sombra le contaba su tío cuentos de viajes y el dormitorio donde todas las noches esperaba el sueño oyendo el paso del agua por la bóveda del molino y el viento lejano que estremecía los árboles y llevaba hacia Mágina hondas sirenas de trenes o de improbables buques. «De noche, para que me olvidara del miedo a la oscuridad, mi tío entraba en el dormitorio y se sentaba a mi lado, dejando las muletas sobre la cama. Me hacía escuchar el agua y el silbido de los trenes, y cuando se oía venir a alguno desde muy lejos me contaba que no era un tren, sino un barco que pasaba por el estrecho de Gibraltar.»

Hubiera querido conocer uno por uno todos los lugares e instantes de la vida de Inés, los días infantiles en el molino, los siete años en el internado para huérfanas, la casa donde ahora vivía y que ella nunca le dejaba visitar, convertirlo todo en una parte de su propia conciencia con la misma perentoria sed de pupilas y labios con que a veces la desnudaba y acariciaba y abría. Pero del mismo modo que el cuerpo de Inés emergía siempre como intocado y solo de los mutuos asedios, su pensamiento y sus recuerdos no se revelaban a Minaya sino en fogonazos de imágenes descabaladas que solían tener, porque aludían casi siempre a la infancia de la muchacha, el aire estático y el azaroso desorden de las estampas en colores. Inmóvil para la mirada durante un minuto, a pesar del tránsito del paisaje junto a la ventanilla del tranvía, la primera estampa se ha fijado ahora en las pupilas de Minaya: hacia 1956, una niña acuna a un muñeco de cartón a los pies del hombre tullido que la mira y fuma sentado bajo una parra, escarbando el suelo con sus muletas. «Ya estamos llegando», dice Inés. Al otro lado de las vías hay un cobertizo abandonado que en otro tiempo debió servir de estación, y más allá el río, su orilla de fango rojo y los terraplenes cubiertos de adelfas y cañaverales. «Preséntenle mis respetos a don Manuel», dice el revisor desde el estribo cuando el tranvía vuelve a ponerse en marcha. Cruzan el puente de piedra sobre las lentas aguas, y cuando llegan al otro lado Inés, volviéndose, le señala a Minaya la cima de la colina donde se tiende Mágina, parda y remota, alta de picudas torres, Mágina sola sobre la colina de vertederos y terraplenes, rasa en lo azul, como en las últimas acuarelas de Orlando.

Había sido Manuel quien le sugirió a Minaya que visitara «La Isla de Cuba», ofreciéndole a Inés como guía en su descenso, pero ahora, cuando miró otra vez la ciudad y el valle desde la explanada del cortijo, cuando estrechó la mano grande de Frasco, el casero, testigo de los últimos días y de la muerte de Solana, sintió que no le habían llevado allí ni la sugerencia de Manuel ni su propio deseo de conocimiento, sino el orden clandestino de los manuscritos hallados por él en el dormitorio nupcial, cuya última página estaba fechada el 30 de marzo de 1947, un día antes de que Jacinto Solana bajara a «La Isla de Cuba» en el trance de su penúltima huida, sabiendo acaso que nunca más iba a volver a Mágina. Como si avanzara sobre un papel en blanco donde la ausencia de toda palabra encubría una escritura invisible, Minaya subió a la zaga de Inés por la vereda abierta entre los olivos hasta llegar a la explanada donde estuvo tendido el cadáver de Jacinto Solana, frente al portón de la casa. «Pregúntale a Frasco», le había dicho Manuel, «él fue el último de nosotros que vio vivo a Solana».

El primer día de abril de 1947, al amanecer, Jacinto Solana tuvo la tentación de subir al cementerio para buscar la fosa común donde habían enterrado a su padre. Sin decir a nadie su propósito salió muy temprano para que no pudieran verlo cuando cruzara la plaza del general Orduña, pero no advirtió su error ni recordó la enfática fiesta que se celebraba hasta que un grito le hizo levantar la cabeza cuando pasaba junto a la iglesia de la Trinidad. Ante la fachada, en lo más alto de la escalinata barroca, había tres mástiles y tres banderas y una especie de pebetero encendido junto al que montaban guardia cinco hombres de uniforme azul y botas deslumbrantes que lo miraban desde arriba con los brazos cruzados. Uno de ellos llamó a Solana complaciéndose en repetir su nombre y sus dos apellidos y lo insultó con previsible frialdad, señalando las banderas con un ademán no del todo colérico mientras desenfundaba la pistola. «Levanta el brazo, y canta bien alto, que te oigamos.» Los ojos fijos en el suelo, la mano alzada y cobarde y estremecida por un temblor que no era de miedo, sino de una vergüenza abisal y futura, Jacinto Solana oyó desde lo más oscuro de su conciencia su propia voz cantando el himno de quienes le apuntaban con la misma claridad hiriente con que escuchaba la risa y los usuales insultos. «Aquella mañana me asomé a su habitación y vi que estaba guardando sus cosas en la misma maleta que había traído de la cárcel», dijo Manuel. «Quería irse de Mágina, sin decirme a dónde, y sin saberlo tampoco, porque no había ningún sitio a donde pudiera ir. Entonces le dije que se fuera una temporada a " La Isla de Cuba", al menos hasta que terminara su libro. Algunas veces, de niños, nos íbamos allí desde la huerta de su padre, montados en la yegua blanca, para bañarnos en el río. Se marchó aquella misma tarde, yo mismo lo llevé a la estación del tranvía. Nunca más volví a verlo.» Beatus Ille, piensa Minaya, con una melancolía que no le pertenece del todo, súbita y general, indiferente como el paisaje de olivos que se prolonga hasta el desvanecido azul y las estribaciones de la sierra. Inés ha entrado en la casa llamando a Frasco, y cuando su voz deja de oírse Minaya queda perdido transitoriamente en la soledad de los lugares desconocidos y vacíos, que siempre se le antoja definitiva. Frente a la casa hay una breve elevación sembrada de almendros de donde viene una brisa con olor a tierra húmeda, subida acaso desde el río. Frasco apareció entonces entre los almendros, con una azada sucia de barro al hombro y un ancho sombrero de paja que le tapaba la cara. Se oían rozar ásperamente las perneras de su pantalón contra los jaramagos, y por el brío de su paso y la tensión muscular que se adivinaba en su manera de sostener la azada Minaya hubiera dicho que no era un anciano, sino un hombre de cuarenta años quien se le acercaba. Caminaron juntos hacia la casa, conversando al azar sobre la lluvia reciente, sobre la enfermedad de Manuel, sobre el tiempo lejano en que aquella finca, que había sido la mejor de todo el término de Mágina, llegó a tener diez mil olivos. Pero eso fue mucho antes de la guerra, precisó Frasco, que aún recordaba la visita de Alfonso XIII con su traje de sportman y sus altas polainas de cazador y el polvo que levantaron en el camino los automóviles del séquito. Sentados en el zaguán, junto a la mesa de madera desnuda, miraron en silencio a Inés mientras les servía la comida. En el zaguán, en toda la planta baja de la casa, reinaba una penumbra húmeda como aliento de pozo que hacía relucir las piedras del pavimento, gastadas como guijarros.

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