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Las armas y su función de matar se habían convertido, poco a poco, en una de sus definiciones literarias de la hombría y el coraje: por eso todos sus grandes héroes habían usado un arma y la habían disparado, y a veces contra otras personas. Él, sin embargo, que había matado miles de pájaros, infinidad de tiburones y agujas, y hasta rinocerontes, gacelas, impalas, búfalos, leones y cebras, jamás había matado a un hombre, a pesar de haber estado en tres guerras y otras escaramuzas. Muy desafortunado le resultó hacer circular la historia de que él mismo había lanzado una granada en el sótano donde se escondían unos miembros de la Gestapo que impedían el avance de su tropa de guerrilleros hacia París, pues debió desmentirse a sí mismo ante el Tribunal de Honor al cual lo llevaron los otros corresponsales de guerra, acusado de haber participado en acciones militares bajo la cobertura de periodista. ¿Por qué no sostuvo su mentira si apenas se arriesgaba a perder una credencial que, en realidad, poco le importaba? ¿Por qué declaró en su descargo que había mentido respecto a la granada y los nazis si con su testimonio el único perjudicado era su mito de hombre de acción y de guerra? Pero, sobre todo, ¿por qué no lanzó la granada y mató a aquellos hombres? Aún no lo sabías, muchacho, y te molesta no saberlo.

La lluvia intensa de la tarde había refrescado los árboles y el pasto. La temperatura era agradable, suavizada por la humedad, y, antes de bajar hasta el portón de salida donde Calixto hacía su guardia, se dirigió a la zona de la piscina y bordeó el estanque. Se detuvo ante las tumbas de los antecesores de Black Dog y trató de recordar algo del carácter de cada uno de ellos. Todos habían sido buenos perros, en especial Nerón, pero ninguno como Black Dog.

– Eres el mejor perro que jamás he tenido -le dijo al animal, que se había aproximado al verlo inclinado ante los montículos de tierra, coronados con una pequeña placa de madera que los identificaba.

Se negó a pensar más en la muerte y retomó su camino. Bordeó la piscina hacia la pérgola cubierta de enredaderas floridas donde estaban los vestidores, cuando una hoja seca cayó desde lo alto de un árbol y levantó unas ondas breves en la superficie del agua muerta. Bastó aquella leve ruptura de un equilibrio siempre precario para que brotara de las aguas la imagen fresca y reluciente de Adriana Ivancich nadando bajo la luz de la luna. Duro le había resultado convencerse de la necesidad de apartarse de aquella joven de la cual apenas podría esperar un placer pasajero y un largo sufrimiento: y aunque no era la primera vez que se enamoraba de la persona equivocada, la evidencia de que ahora el error sólo tenía relación con su edad y sus capacidades fue la primera advertencia grave de la proximidad agresiva de su vejez. Y si ya no podía amar, ni cazar, ni beber, ni pelear, casi ni escribir, ¿para qué servía la vida? Acarició el cañón reluciente de la Thompson y miró hacia el mundo silencioso que se extendía a sus pies. Y fue entonces cuando, al otro lado de la pérgola, brillando sobre una loza, la vio.

Cuando pudo discernir que no se trataba de un bombardeo ni de la llegada alevosa de un huracán, empezó a entender que era el segundo despertar tormentoso en apenas dos días.

– Oye, Conde, no tengo toda la mañana para estar en esto -gritaba la voz agresiva, los golpes seguían atronando desde la madera de la puerta.

Tres veces debió pensarlo, otras tres intentarlo, y al fin pudo ponerse de pie. Le dolía una rodilla, el cuello y la cintura. ¿Qué no te duele, Mario Conde?, se preguntó. La cabeza, se respondió agradecido después del registro mental al cual sometió a su pobre anatomía. Su cerebro, extrañamente funcional, le permitió recordar entonces que la noche anterior, cuando tocaban el réquiem por la botella de ron Santa Cruz, había llegado el Conejo con dos litros del alcolifán que fabricaba y vendía Pedro el Vikingo, del cual dieron buena cuenta, mientras devoraban los tamales dejados para el final de la comida, escuchaban la música de los Creedence, siempre de los Creedence, y, por insistencia de Carlos, hasta leyeron uno de los viejos cuentos hemingwayanos del Conde, donde se narraba la historia de un ajuste de cuentas que, de pronto, se convirtió en un nuevo ajuste de cuentas del Conde con sus viejas y más perdidas nostalgias literarias de hemingwayano cubano. Pero ya su resistencia etílica no debía de ser la misma de antes. ¡Qué cono iba a ser!, se dijo, mientras sorteaba los cajones de libros del último lote adquirido y recordaba otros amaneceres nada apacibles, después de noches mucho más turbulentas y húmedas. Por eso abrió la puerta y advirtió:

– Cállate cinco minutos. Cinco minutos. Déjame mear y hacer café.

El teniente Manuel Palacios, acostumbrado a escuchar aquel reclamo, guardó silencio. Con un cigarrillo sin encender entre los dedos observó con preocupación mercantil las cajas repletas de libros dispersas por toda la casa y siguió hacia la cocina. El Conde salió del baño con el pelo y el rostro mojados y preparó el café. Sin hablar, sin mirarse, los hombres esperaron la colada. El Conde se secó un poco la cara con el pullover agujereado con que había dormido y sirvió al fin dos tazas, una grande para él, otra pequeña para Manolo. Empezó a sorber el café caliente: cada trago que bañaba su boca, rodaba por su garganta y caía en la lejanía del estómago, despertaba alguna de sus pocas neuronas dispuestas a trabajar. Al fin encendió un cigarro y miró a su ex compañero.

– ¿Viste a Basura por allá fuera?

– Allá fuera no -dijo Manolo-, andaba por la esquina con una pandilla, detrás de una perra.

– Hace tres días que no veo a ese cabrón. Me he buscado el perro que me merezco: loco y singón.

– ¿Ya puedo hablar?

– Dale. Todo lo que te salga…

– Olvídate de la historia de Hemingway y sigue vendiendo libros. Lo que te traigo aquí es una bomba. Pero una bomba.

– ¿Qué pasó?

– El aguacero de ayer ayudó a Crespo y al Greco. Sacó esto de la tierra.

Sobre la mesa dejó caer la bolsa de nailon con una chapa dentro. La chapa tenía adheridos restos de cuero negro. Sobre la superficie oxidada del metal era posible entrever el relieve de unas líneas que formaban un escudo, unos números corroídos e irreconocibles y tres letras alarmantes: FBI.

– ¡Coñó! -debió admitir el Conde.

El teniente Palacios sonrió, suficiente.

– El tipo se bailó un federal.

– Esto no dice nada… -señaló el Conde la chapa, sin mucho ánimo,

– ¿Que no? Mira, esto aclara que el delirio de que el FBI lo perseguía no era por gusto. Hace años se sabe que lo perseguía de verdad y esto le pone la tapa al pomo, Conde. ¿No es una bomba?

Mario Conde apagó su cigarro y tomó el sobre con la chapa metálica.

– Esto quiere decir muchas cosas, pero no todas.

– Ya lo sé, ya lo sé. Hay que averiguar si algún agente del FBI desapareció en Cuba entre el 57 y el 60. Y si es posible, saber qué hacía aquí.

– ¿Vigilar a Hemingway? ¿Chantajearlo?

– Puede ser. Y si es…

– ¿Y si no fue él quien lo mató, Manolo?

– Pues que se joda. Pero con todas esas papeletas, el premio es suyo. La mierda va a sahrle por las orejas…

El Conde se levantó. Abrió la pila del fregadero y volvió a mojarse la cara y el pelo. Sirvió los restos del café y encendió otro cigarro. Pensó entonces que la mejor prueba de cuánto había disminuido su resistencia alcohólica fue haber sentido, mientras le leía al Flaco y al Conejo su viejo cuento hemingway ano, una corriente imprecisa y molesta capaz de poner a temblar sus hasta ese instante sólidos prejuicios contra el maestro, al cual tanto había admirado y por el que, después, se había creído traicionado.

– Déjame decirte una cosa, Manolo… No me quiero apurar, aunque tú sabes que me encantaría descubrir que hubiera sido él. Pero para matar a un hombre hace falta tener cojones, y ahora mismo no estoy seguro de que a él le alcanzaran para eso.

– ¿Y esa descarga, Conde? ¿Qué fue lo que tomaste ayer?

– No te me vayas por ahí… Yo no estoy seguro de que fuera él y eso es todo. Vamos a hacer una cosa: guarda esa placa tres días. Dame tres días.

– Ahora sí te volviste loco. Oye, todo el mundo sabe que Hemingway tenía un arsenal en su casa, y averigüé con el director del museo que a cada rato hacía una ronda por la finca con una pistola encima. Si te encuentras con un tipo una noche merodeando tu casa, el tipo se pone comemierda y tienes una pistola arriba…, lo de los cojones sobra. Oye, mejor olvídate de esta historia y vende libros y ponte a escribir a ver si alguna vez terminas una de esas novelas tuyas y te vuelves un escritor de verdad.

El Conde se puso de pie y miró por la ventana. Fuera hacía un día radiante y ya caluroso.

– Así que un escritor de verdad. Ahora soy de mentiritas, ¿no?

– No te hagas el susceptible, que tú me enriendes.

– Y tú también me entiendes a mí. Todavía no tienes las balas. No sabes con qué mataron al federal ese.

– Ya no hace falta.

El Conde sentía una extraña intranquilidad. Todos sus prejuicios y deseos de descubrir la culpabilidad de Hemingway habían caído en el pantano de su memoria y ahora los veía hundirse dramáticamente, ante la enervante certeza de que sus odios no podían ser más fuertes que su arcaico sentido de la justicia y la comprobación de que los libros y la figura de Hemingway, a pesar de todo, seguían siendo importantes para otras personas.

– Y acuérdate de que él se pasaba meses fuera de la finca. A lo mejor en ese tiempo…

– ¿Pero qué cono te pasa a ti? ¿Con qué se te ablandó el corazón de ayer para acá? Para empezar, yo no voy a decir que lo mató él: nada más que en Finca Vigía apareció un muerto y junto con el muerto, esto -y dejó caer una mano sobre la chapa.

– No seas tan policía, Manolo. Le van a caer arriba como buitres. Van a hacer de esta historia un caso político. Eso es lo que más me jode.

– Él sólito se lo buscó, ¿no? ¿Él no jugaba a ser guerrillero y a hablar bien de los comunistas? Como lo hacía él era muy fácil: guerrillero con cantimploras de whisky y ginebra en la cintura, comunista con un yate y dinero para vivir como le daba la gana. Ah, Conde, de los hijos de puta que viven como príncipes y hablan de justicia y de igualdad estoy ya hasta los timbales.

– Mira, Manolo -el Conde regresó a la silla y volvió a levantar el sobre con la chapa-, todo lo que tú dices es verdad y tú sabes que en eso pienso lo mismo que tú. Pero si ese muerto llevaba cuarenta años perdido, no pasa nada si tú guardas esta placa tres días. Manten el museo cerrado y déjame averiguar algunas cosas. Hazlo por mí, no por él… Es un favor.

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