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– No me hables de eso -dijo, en tono menor.

– Ella vuelve, Conde.

– Sí, porque tú lo dices…

– Estás mal herido, mi socio.

– Estoy muerto.

Carlos movió la cabeza. Lamentaba haber tocado el tema y buscó una salida eficiente.

– Oye, hoy estuve leyendo tus cuentos hemingwayanos. No son tan malos, Conde.

– ¿Y tú todavía tienes guardados esos papeles? Me dijiste que los ibas a botar…

– Pero no los boté y no te los voy a dar.

– Menos mal. Porque si los agarro, los destripo. Cada vez estoy más convencido de que Hemingway era una mierda de tipo. Para empezar, no tenía amigos…

– Y eso es grave.

– Gravísimo, Flaco. Tan grave como el hambre que tengo ahora. ¿Se puede saber dónde anda la Maga del Caldero?

– Fue a conseguir aceite de oliva extravirgen para la ensalada…

– Dispara -exigió el Conde.

– Pues mira, la vieja me dijo que hoy la cosa estaba floja. Creo que nada más va a hacer una cazuela de quimbombó con carne de puerco y jamón dentro, arroz blanco, frituras de malanga, ensalada de aguacate, berro y tomate, y de postre mermelada de guayaba con queso blanco…, ah, y va a calentar unos tamales en hoja que quedaron de ayer.

– ¿Cuántos tamales dejamos vivos?

– Como diez. Eran más de cuarenta, ¿no?

– ¿Dejamos diez? Estamos perdiendo facultades. Antes nos los jamábamos todos, ¿no? Lo jodido es que no tengo un medio para comprar un poco de ron, con la falta que me hace…

El flaco Carlos sonrió. Al Conde le gustaba verlo sonreír: era una de las pocas cosas que todavía le gustaban de la vida. El mundo se estaba deshaciendo, las gentes se cambiaban de partido, de sexo y hasta de raza mientras se iba deshaciendo el mundo, su propio país cada vez le resultaba más ajeno y desconocido, también mientras se iba deshaciendo, la gente se iba sin decir ni adiós, pero a pesar de los dolores y las pérdidas, el flaco Carlos conservaba intacta la capacidad de sonreír, y hasta de asegurar:

– Pero tú y yo no somos como Hemingway y sí tenemos amigos… Buenos amigos. Ve a mi cuarto y agarra el litro que está al lado de la grabadora. ¿Tú sabes quién me lo regaló? Candito el Rojo. Como es cristiano y ya no toma, me trajo el que le dieron por la libreta: un ron Santa Cruz que…

El Flaco dejó de hablar ante la evidencia de que su amigo ya no lo escuchaba. Como un desesperado Conde había entrado en la casa, de donde ya volvía con un pedazo de pan viejo entre los dientes, dos vasos en una mano y la botella de ron en la otra.

– ¿Sabes lo que acabo de descubrir? -dijo, sin soltar el pan.

– No, ¿qué cosa? -preguntó el Flaco mientras recibía su vaso.

– En la ventana del baño hay un blúmer de la vieja José… ¡Y que yo no haya visto el blúmer de Ava Gardner!

Observó la botella de Chianti como se mira a un enemigo: de su interior se negaba a salir el vino, y la copa también estaba vacía. Lentamente depositó en el suelo la copa y la botella y se reclinó otra vez en su butaca. Sintió la tentación de mirar el reloj, pero se contuvo. Sin ver la hora se lo quitó de la muñeca y lo dejó caer entre la copa y la botella, sobre la mullida alfombra de fibras filipinas. Por esa noche no habría más disciplinas ni limitaciones. Haría algunas de las cosas que le gustaba hacer y, para empezar, comenzó a disfrutar del enervante placer de pasarse la uña por la nariz, para desprenderse de la piel aquellas escamas blancas capaces de horrorizar a Miss Mary. Es un cáncer benigno, solía decir él, pues padecía de aquel cloas-ma melánico desde los tiempos en que se expuso demasiado al sol del trópico, mientras comandaba la expedición del Pilar en busca de los submarinos nazis que también infestaban las aguas cálidas del Caribe con su carga de odio y muerte.

En realidad, lo que horrorizaba a su mujer -y él lo sabía- era verlo ejecutar aquella operación de limpieza en público, a veces en la mesa servida. Mucho había luchado Miss Mary por adecentarlo y educarlo. Trató de que no vistiera ropas sucias, de que se bañara todos los días y usara calzoncillos al menos si iba a salir a la calle, intentó que no se peinara delante de las gentes para evitar el espectáculo provocado por su abundante caspa y que no lanzara insultos en la lengua de los indios ojibwas de Michigan. Y de modo especial le rogó que no se rascara con las uñas las escamas oscuras de la piel. Pero todo el esfuerzo había sido infructuoso, pues él insistía en resultar chocante y agresivo, para levantar una barrera más entre su personalidad conocida y el resto de los mortales, aunque lo de las escamas nada tenía que ver con sus viejas poses: era la exigencia de un placer surgido desde el inconsciente y por eso lo sorprendía en cualquier momento y lugar.

Su excusa favorita era que demasiadas pérdidas y dolores, algunos no calculados, le había costado ser conocido en todo el mundo por sus proezas y desplantes como para renunciar a ellos en favor de una urbanidad hipócrita y burguesa que tanto despreciaba. Casi trescientas cicatrices llevaba en su cuerpo -más de doscientas recibidas de un solo golpe, cuando lo alcanzó una granada en Fossalta, mientras trasladaba en sus hombros a un soldado herido- y de cada una de ellas podía contar una buena historia, ya no sabía si falsa o verdadera. Su misma cabeza, la última vez que se la rapó, parecía el mapa de un mundo de furia y ardor, marcado por terremotos, ríos y volcanes. De todas las heridas que le hubiera gustado exhibir, sólo una le faltaba: la cornada de un toro, de la cual estuvo realmente cerca en dos ocasiones. Lamentó haber tomado aquel rumbo en sus pensamientos, pues si de algo no quería acordarse era precisamente de los toros, y con ellos de su trabajo y de la maldita revisión de Muerte en la tarde, que se negaba a fluir por cauces amables, provocándole una enfermiza añoranza por aquellos días idos, cuando las cosas marchaban tan bien que él lograba reconstruir el campo y pasear por él, y andando entre los árboles salir a los claros del bosque, y subir por una cuesta hasta divisar las lomas, más allá de la ribera del lago. Entonces era posible pasar el brazo por la correa de la mochila, húmeda de sudor, y levantarla y pasar el otro brazo por la otra correa, repartiendo así el peso en la espalda, y sentir las agujas de los pinos debajo de los mocasines al echar a andar por la pendiente hacia el lago, y sentarse al final de la tarde en un claro del bosque y poner una sartén al fuego y hacer que el olor del bacon, friéndose en su propia grasa, se metiera por la nariz de un lector…

Con la presión de la angustia en el pecho decidió que era el momento de ponerse en marcha. Debían de ser más de las once y el vino hacía patente su efecto liberador, su traicionera capacidad de evocación. Se puso de pie y abrió la puerta. En la alfombra de la entrada lo esperaba Black Dog, fiel como un perro.

– Me dicen que no has comido y no lo puedo creer -se dirigió al animal, que ya movía la cola. Desde el día, más de trece años atrás, cuando siendo un cachorro lo había recogido en una calle de Cojímar, aquel perro negro, de pelo ensortijado ahora jaspeado con canas blancas, había establecido una amorosa relación de dependencia con su dueño, quien lo distinguía entre los demás perros de la finca-. Ven, vamos a resolver eso…

El animal pareció dudar de la invitación. Miss Mary no los dejaba pasar al interior de la casa, a la cual sí estaban invitados algunos de los gatos, especialmente los de la descendencia del difunto Boise, el gato al que más había amado en su larga relación con los felinos.

– Ven, vamos, que la loca no está…

Y chasqueó los dedos para que el animal lo siguiera. Tímidamente al principio, más confiado después, el perro avanzó tras él hasta la cocina. Armado con un cuchillo, comenzó a lasquear el jamón serrano colocado en su soporte. Sabía que Black Dog era testarudo y capaz de negarse a comer cualquier cosa, excepto una lasca de jamón serrano. Varias lascas lanzó al aire. Una a una el perro las atrapó y las fue deglutiendo sin apenas masticar.

– Vaya, vaya, el viejo Black Dog todavía caza al vuelo. Así estamos mejor, ¿no?… Enseguida nos vamos.

Fue hasta el baño de su habitación y se abrió la portañuela. El chorro de orina demoró en salir y, al hacerlo, le provocó la sensación de estar expulsando arena caliente. Sin sacudirse apenas guardó el miembro flácido y caminó hasta su mesa de trabajo. De la gaveta superior, donde también guardaba recibos y cheques, tomó el revólver calibre 22 que siempre lo acompañaba en sus recorridos por la finca. Para envolver el arma había escogido un blúrner negro que Ava Gardner olvidó en la casa. El blúmer y el revólver, unidos, le servían para recordar que hubo tiempos mejores, en los cuales meaba con un chorro potente y cristalino. Del suelo levantó la linterna de tres pilas y probó su funcionamiento. Cuando ya salía del cuarto, una imprevisible premonición lo hizo regresar y tomar del estante de las armas de caza la ametralladora Thompson que lo acompañaba desde 1935 y que solía utilizar para matar tiburones. Tres días antes la había limpiado y siempre olvidaba devolverla a su sitio, en el segundo piso de la torre. Era un arma del mismo modelo que la usada por Harry Morgan en Tener y no tener, y por Eddy, el amigo y cocinero de Thomas Hudson en Islas en el Golfo. Acarició la culata breve, sintió el frío agradable del cañón, y le colocó un cargador completo, como si fuera a la guerra.

Black Dog lo esperaba en el salón. Lo recibió con ladridos de júbilo, exigiéndole prisa. Su mayor alegría era sentirse cerca de su dueño en aquellos patrullajes de los cuales solían estar excluidos los otros dos perros de la finca y, por supuesto, todos los gatos.

– Eres un gran perro -le dijo al animal-. Un gran y buen perro.

Salió por la puerta auxiliar de la sala, abierta hacia la terraza del aljibe construido con azulejos portugueses por el dueño original de la finca. Mientras avanzaba en busca del sendero de la piscina, disfrutó la sensación de saberse armado y protegido. Hacía mucho tiempo que no disparaba la Thompson, quizás desde los días en que con los productores de la película sobre El viejo y el mar salió a la corriente del Golfo en busca de una aguja gigante y la usó para ahuyentar a los tiburones. Y ahora no sabía por qué había decidido llevarla en su inocuo recorrido de esa noche, sin imaginar que por el resto de su vida se repetiría aquella pregunta, hasta convertirla en una dolorosa obsesión. Quizás cargó con la ametralladora porque hacía días pensaba en ella y siempre posponía su regreso al almacén de las armas; quizás porque era el arma preferida de Gregory, el más tozudo de sus hijos, del cual apenas tenía noticias desde la muerte de su madre, la amable Pauline; o tal vez porque, desde niño, había sentido una atracción sanguínea por las armas: era algo colocado más allá de todo cálculo, pues comenzó a hacerse patente cuando a los diez años su abuelo Hemingway le había regalado una pequeña escopeta calibre 12, de un solo cañón, que él siempre recordaba como el mejor de los obsequios recibidos en su existencia. Disparar y matar se habían convertido desde entonces en uno de sus actos predilectos, algo casi necesario, a pesar de la máxima paterna de que sólo se mata para comer. Muy pronto olvidó, por supuesto, aquella regla, cuyo dramatismo debió de haber entendido el día en que su padre lo obligó a masticar la carne correosa del puerco espín al cual había disparado por el simple placer de disparar.

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