– ¿Qué significa?
– Es una letra del alfabeto hebreo: la shin .
– ¿Por qué esa letra?
– Porque es el comienzo de muchas palabras: Shemá , «escucha»; shalom , «paz». Pero, sobre todo, es la primera letra de la palabra shem , que significa «nombre». Y sobre todos los nombres existe el Shem , el «Nombre». Es decir, el inefable Nombre de Dios. El Shem , el Nombre, tiene infinito poder. Sobre eso han realizado muchos estudios los cabalistas.
– ¿Quiénes?
– Los cabalistas. Yate explicaré, Diego. Lo esencial, ahora, es que tengas conciencia de la decisión profunda que hemos tomado muchos judíos. La decisión de seguir existiendo, aunque sea mediante la conservación de unos pocos ritos y tradiciones.
Diego lo miraba confundido. No podía absorber ese aluvión de datos y argumentos; sólo podía asombrarse. Francisco tampoco entendía. Ambos estaban perplejos. Diego desde la cama y Francisco desde su escondite. Las palabras de su padre eran un terremoto.
– Pero' somos católicos -Diego se resistía a soltarse-. Somos bautizados. Yo hice mi confirmación. Vamos a la iglesia, confesamos. Somos católicos, ¿no?
– Sí, pero a la fuerza. Nada menos que San Agustín dijo algo como esto: «si somos arrastrados a Cristo, creemos sin desear creer, y sólo se cree cuando se llega a Cristo por el camino de la libertad, no de la violencia». A nosotros nos han aplicado y nos siguen aplicando la violencia. El efecto es trágico: aparentamos ser católicos por fuera para sobrevivir en la carne, y somos judíos por dentro para sobrevivir en el espíritu.
– Es terrible, papá.
– Lo es. Y lo ha sido para tu bisabuelo y para tu abuelo. Y lo es para mí. ¿Qué pretendemos? Simplemente, que nos dejen ser lo que somos.
– ¿Qué debería hacer para… para convertirme en judío?
Su padre rió suavemente.
– No necesitas hacer nada. Ya eres judío. ¿No oyes por ahí que nos califican de «cristianos nuevos»? Te contaré nuestra historia, hijo. Es una historia admirable, rica, dolorosa. Te explicaré la llamada ley de Moisés [9] , la que Dios entregó a nuestro viejo pueblo en el monte Sinaí. Te explicaré muchas tradiciones hermosas que confieren a esta vida dura una enorme dignidad.
Apoyó sus manos en las rodillas, para levantarse.
– Ahora descansa. Y no reveles a nadie nuestro secreto. A nadie.
Miró el vendaje, lo palpó suavemente y arregló las almohadas que elevaban la pierna.
Francisco permaneció en el piso, acurrucado, hasta que llamaron a almorzar.
La Academia de los naranjos funcionaba por las tardes, cuando cedía el calor de la siesta. Fray Isidro llegaba puntualmente y ocupaba su sitio junto a la amplia mesa de algarrobo instalada en el patio. Frotaba sus grandes ojos y se sacaba de la frente un ralo mechón de cabello gris. Acomodaba sus útiles y emitía el suspiro de una vejiga pinchada. Con paciencia aguardaba que sus alumnos tomaran ubicación.
Como cuadraba a la enseñanza, el maestro pretendía ser terrible -sus ojos le ayudaban-, pero no lograba ocultar su innata ternura. Simulaba enojarse cuando alguno se distraía. A veces le desbarataban el plan de clase. No solía darse por enterado, les hacía preguntas sencillas o mechaba con una anécdota para despertar su interés. Cuando le agotaban la paciencia -había que ser perseverante para conseguirlo- y no le quedaba otro recurso que azotar o irse, empezaba a imitar la voz de Isabel y Francisco. Después ya nadie se salvaba: ni la recatada madre, ni Diego, ni Felipa, ni Lucas, ni los vecinos ni siquiera el respetado padre. La primera vez que lo hizo paralizó de asombro. Era impactante que su seria y enjuta figura se transformara en bufón.
A principios de febrero llegó temprano, apenas concluyó la misa. Era la primera vez que venía a esa hora. No traía útiles de enseñanza. Una exagerada palidez confería a sus ojos insoportable dureza. Pidió reunirse con el licenciado. «Perentoriamente», exclamó. Francisco aprovechó para contarle que había conseguido traducir otro verso de Horacio: se lo podía mostrar ahora. El religioso forzó una sonrisa y lo empujó suavemente hacia un lado.
– Tengo que hablar con tu padre.
– Sí, mi padre ya viene -insistió-; leo mientras esperamos, quiero decirle.
El fraile no estaba con ganas de concentrarse. Aldonza lo invitó al recibidor y le ofreció chocolate. Agradeció el convite, pero ni bebió, y ni siquiera se sentó. Cuando apareció el médico se abalanzó prácticamente sobre él. Lo aferró del brazo y susurró unas palabras a la oreja. Ambos se alejaron hacia el fondo de la casa. La atmósfera se había tensado.
El fraile movía las manos con inusual nerviosismo. El alboroto de los pájaros en el naranjal di sonaba con la angustia que envolvía al anciano maestro. Diego Núñez da Silva lo escuchaba con pasmo.
Al regresar, Aldonza volvió a ofrecerle chocolate, pero el religioso se excusó con un gesto y salió rápidamente, cabizbajo, apretando con ambas manos el crucifijo.
La apacible mañana estalló en movimientos. Aldonza -instruida lacónicamente por su marido- ordenó preparar arcones, cofres y cajas: limpiarlos, distribuirlos, después guardar en ellos, cuidadosamente, todos los objetos. «¿Han oído? Todos los objetos. Desarmen los muebles grandes y átenlos de tal forma que ocupen el menor espacio posible.»
Núñez da Silva salió a visitar los enfermos, tal como lo hacía cada mañana, y retornó para el almuerzo. Cuando se sentaron a la mesa distribuyó el pan, aguardó que sirvieran el guisado y dijo que les transmitiría una importante noticia:
– Dejamos esta ciudad.
No podía ser otro el motivo de la súbita locura que corría por los dormitorios, el comedor, el patio, el recibidor, la cocina. ¿Por qué nos vamos?, ¿por qué tanto apuro? El padre comía lentamente, como de costumbre (¿o comía así con esfuerzo, para transmitir serenidad?). Untaba la salsa de su plato mientras explicaba que este cambio sería beneficioso para la familia: hacía mucho que él lo estaba planificando, casi esperando (¿mintió?). Llegó la oportunidad: esta noche partía un convoy hacia el Sur y convenía aprovecharlo.
– ¡¿Esta noche?! -exclamaron al unísono Isabel y Felipa.
– Además -agregó con énfasis, decidido a bloquear el pánico-, nos gustará el nuevo hogar: nos mudarnos a Córdoba.
– ¿Córdoba? -repitió Francisco, asombrado.
– Así es. Una pequeña y deliciosa población rodeada por suaves serranías y cruzada por un río apacible. Más tranquila que esta San Miguel de Tucumán amenazada por la jungla, los calchaquíes y las crecientes. Viviremos mejor.
Francisco preguntó si se parecía a la Córdoba de sus antepasados. Respondió que sí, por eso su fundador le había impuesto el nombre.
Felipa preguntó cuánto duraría el viaje.
– Unos quince días.
Isabel no escuchaba. Con el mentón hundido sobre el pecho, se sacudía en forma rítmica y contenida. Su madre le rodeó los hombros. Entre hipos y desborde de lágrimas carraspeó:
– ¿Por qué… por qué nos vamos? Esto es una huida.
Aldonza le secó las mejillas, dulcemente, y le cerraba los labios.
A Francisco le irritó la falta de seso de su hermana. Y le irritó su falta de interés por la legendaria ciudad de sus antepasados. Al mismo tiempo, comprendía que ella tenía razón, que dejaban para siempre Ibatín y que lo hacían con demasiado apuro. Se le anudó la garganta.
Felipa también se puso a llorar. El único que permanecía calmo era Diego. ¿Qué sabía Diego? Desde su accidente empezó a mantener largas charlas con el padre; lo acompañaba en sus recorridas médicas; de noche leían juntos en el cuarto privado. ¿Qué sabía, pues, Diego?
– ¿Por qué no nos vamos con el próximo convoy? -Francisco pretendió ofrecer la propuesta que aliviaría a todos.
El padre no respondió frontal mente y pidió que trajesen más guisado. Francisco se sintió ofendido por la escasa atención que otorgaba a su sugerencia. Solicitó la ayuda de Aldonza con los ojos, pero ella no dijo una frase en ese almuerzo. Con su habitual sumisión, acataba y reproducía la voluntad de su marido. A las objeciones las sepultaba en su pecho. Y ya tenía muchas, ahítas de dolor.
La siesta fue breve e incómoda. El desorden ya había invadido todos los meandros. Los acontecimientos rodaban. Lastimaban. Francisco aprendió desde esa tierna edad que se puede mover una familia y su patrimonio íntegro en una jornada, así como despedirse del vecindario, departir explicaciones para calmar su curiosidad infinita y contratar un albacea para que se encargase de cobrar el dinero que adeudaban a su padre. Este precoz ejercicio -vivido entonces con inocencia- le fue útil años después, cuando tuvo que huir de Lima y de Santiago de Chile con la amenaza pisándole los talones.
Al atardecer llegó una carreta. Se instaló ante la puerta de calle. Sobre las gigantescas ruedas se elevaba la impresionante caja revestida de cuero. Un par de bueyes uncidos al yugo hacían resonar los trompetazos de sus hocicos. Varios peones se acoplaron a la servidumbre y empezó el desfile de arcas y muebles que fue engullendo esa ballena de los caminos. Aldonza, con indisimulable tensión, imploraba que levantasen con cuidado ese escritorio y depositasen con dulzura aquel cofre, que no golpearan los bordes torneados del armario y ataran bien los apoyabrazos de unas sillas. Varias mesas, calderas, almohadones, recuerdos, frazadas, ollas, camas, jergones, ropa, candelabros, alfombras, lágrimas, bacinillas, petacas y vasijas caminaron aceleradamente desde el interior de la casa al interior de la carreta.
Los cuartos quedaron vacíos y lóbregos. La voz resonaba triste en su interior. Francisco habló con el eco, ese nuevo e invisible habitante que en seguida se instaló en cada uno de los aposentos. Unas cuantas velas desparramadas iluminaron la última noche en la que nadie dormiría porque no quedaban en el piso ni las esteras de junco. El padre se ocupó de apagarlas una por una, como si concluyera una ceremonia. La casa era un muerto que abandonaban respetuosamente, y con una indefinible opresión.
Cuando lados parecían dormir (nadie dormía), don Diego salió al patio. A través de la fronda descendía una tenue luminosidad. Permaneció quieto en medio de sus queridos naranjos, mirando hacia sus ramas, sus escondidos frutos y su lenta respiración. Formaban un toldo vegetal enigmático a través de cuyo tejido parpadeaban estrellas. Se concentró en una muy brillante. Y le confió sus temores. Después pronunció, en voz muy baja, salmos que elogian la belleza de la noche y el perfume de las plantas. Por último, confió a la atenta estrella su deseo de volver: había soñado instalarse aquí para siempre. No era, por lo visto, la voluntad del Señor. Caminó hacia uno de los árboles y apoyó su espalda. Se inmovilizó para absorber la humedad. Llevó hacia su sangre las hojas y las ramas, el aroma y la frescura, como si trasladase un templo de materia a su espíritu, para hacerla portátil. Rogó a Dios que no lo atrapasen en el camino.