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– A ellas no las quiero involucrar, no tengo derecho.

– ¿Por qué a mí?

– Porque perteneces al pueblo de Israel. Tienes la sangre de Débora, Judith, Ester, María.

– No, no.

– He leído la Biblia varias veces. Escúchame, por favor. Allí dice claramente, insistentemente, que no se deben hacer ni adorar imágenes. Quien así procede, ofende a Dios.

– No es cierto.

– También dice la Biblia que Dios es único y nos quieren imponer que Dios es tres.

– Así dice el Evangelio. Y el Evangelio dice la verdad.

– Ni siquiera lo dice el Evangelio, Isabel. ¡Si por lo menos acataran el Evangelio!

Se soltó. Corrió hacia la alquería. Su falda se enredaba en los arbustos.

– ¿Acaso son bienaventurados los dulces, porque ellos heredarán la tierra? -la perseguí a los gritos-. ¿Son bienaventurados los afligidos, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que tienen hambre y sed de justicia? Escúchame -jadeaba-: ¿son acaso bienaventurados los pacificadores?, ¿son bienaventurados los perseguidos como nuestro padre? Niegan al mismo Jesús, Isabel -la seguí con el índice en alto-. Jesús dijo: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas; no he venido a abolirlos, sino a perfeccionados.» Y ahora dicen que esa Ley está muerta.

Se detuvo de golpe. Su cara arrasada por las lágrimas era un brasero de reproches.

– Me quieres confundir… -jadeaba también-. Te inspira el diablo. No quiero saber nada, absolutamente nada de la ley muerta de Moisés.

– ¿La ley de Dios, quieres decir? ¿Está muerta la ley de Dios?

– Yo creo en la de Jesucristo.

– ¿Cuál?, ¿la que dicen que es de Jesucristo? ¿La de las cárceles?, ¿la delación?, ¿las torturas?, ¿las hogueras?

Reanudó la disparada.

– ¿No te das cuenta de que los inquisidores son como los paganos?

Tropezaba. No dejaba de llorar. Yo continuaba hablándole estentóreamente: recitaba versículos, comparaba las profecías con la actualidad. Mis palabras le caían como látigos. Encogía un hombro, bajaba la cabeza, me ahuyentaba con las manos. Y seguía corriendo. Era una criatura despavorida que necesitaba guarecerse de mi granizada implacable.

Se encerró en su cuarto. Permanecí agitado ante su puerta y oí su llanto: no había consuelo. Esperé antes de llamar. Pero no llamé. Salí a dar una vuelta. Fui duro -pensé-, y enfático. No tuve en cuenta su naturaleza delicada, sus temores, ni la fuerza de las enseñanzas que le inculcaron. Fue sometida a un lavado espiritual que borró su amor al padre o que convirtió ese amor en lo contrario. Mi apasionamiento equivocó el camino. Debí actuar con más prudencia, hacer un circunloquio prolongado y darle tiempo para digerir las piedras una a una.

Caminé con agobio hasta que me envolvió la noche. El cielo estrellado despertó las luciérnagas de la llanura que por doquier guiñaban como invitaciones concupiscentes. ¿Eran un alfabeto? Desde chico me obsesionaba la idea. Atrapé un insecto en mi puño; por entre las ranuras de los dedos filtraba su verdosa luminosidad; sus patitas rasparon desesperadamente mi piel. Lo dejé en libertad; debía reunirse con su multitudinaria familia y proseguir la fiesta. No le importaba mi desolación.

Al día siguiente Isabel me esquivó con terquedad y hasta evitó saludarme. Estaba amarillenta, demacrada. Encontré bajo la puerta de mi pieza una hoja que decía simplemente: «Quiero volver.»

Recién cuando anochece y la ciudad se vacía, los oficiales penetran en Lima con el prisionero. Francisco identifica las calles a pesar de la oscuridad. Reconoce en seguida la temible plaza de la Inquisición y el augusto edificio con la frase Domine Exurge et Judica Causa Tuam. Avanzan hacia un siniestro paredón y se detienen ante el pórtico que vigilan dos soldados: es la vivienda del alcalde cuyos fondos -se sabía- comunican con las cárceles secretas. Le ordenan desmontar. Después le ordenan cruzar el pórtico.

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Cometí el error de atribuir a mi hermana sentimientos que sólo latían en mi pecho. Mis expresiones golpearon más duro que el látigo y la malherí. A pesar de los años transcurridos, ella no había superado los sucesivos mazazos que recibió nuestra familia. Nadie la había ayudado a ver en nuestra desgracia otra cosa que un castigo y no toleraba ser castigada de nuevo. Judaizar, para ella, era absurdo y malo: era pactar con el demonio. Por lo tanto, mi boca ya no era mía y las palabras que yo pronunciaba no venían de mi corazón. No podía ser. Después de aquella tarde la descubrí mirándome como a un desconocido. Cuando mis ojos atrapaban los suyos, huían espantados.

De vuelta en casa descubrí un papel bajo la puerta de mi alcoba. Reconocí su caligrafía y tuve la jubilosa presunción de que me había comprendido y deseaba reanudar el diálogo. De una zancada alcancé la silla y me apoltroné para disfrutar su mensaje, el nacimiento de una hermandad plena. Pero no tardé en decepcionarme: rogaba que abandonase mi locura, que por el amor de Dios me apartara de los ruines pensamientos. En ningún caso había de Creer lo que yo decía (ni siquiera se atrevía a mencionar las palabras que generaban su pavor).

Su resistencia era la manifestación de su lucha. Preferí suponer que no habría tenido necesidad de escribirme si mis palabras no hubieran hecho impacto. Algo se había roto en ella, evidentemente. Lo conversado en los baños, aunque en forma atropellada, había operado como las trompetas de Jericó: bastaría que las hiciese sonar de nuevo -me entusiasmé- para que cayeran las murallas. Unté pues la pluma y comencé a escribir. Debía ser diáfano y preciso: alumbrar cada concepto con un racimo de bujías. Demostrarle que el demonio habitaba en la Inquisición, no en los perseguidos; en quienes silencian y asfixian, no en quienes piensan. Hablé de historia, mártires, sabios, obras bellas. Y la ardiente necesidad de articularnos con nuestras raíces. Le dije que trataba de ser cada vez más coherente: ayunaba, respetaba el sábado y oraba a Dios. Que incluso hacía un año había dejado de confesarme en la Compañía de Jesús -donde encontraba el mejor nivel intelectual- porque me bastaba confiar mis pecados directamente al Señor.

Releí las cinco hojas, corregí algunas frases y las doblé. Estaba satisfecho. Parecía un enamorado que había conseguido verter en un poema la fiebre de su pasión. Salí de mi aposento en busca de mi hermana. La encontré en el patio, aún amarillenta.

– Toma -le tendí los pliegos-: léelos con atención.

Alzó los ojos asustados. No se atrevió a recibir mi carta.

– Es una respuesta meditada -insistí con apariencia de tranquilidad.

Levanté su mano reticente, le abrí los dedos contraídos y los apreté en torno a los papeles.

– Reflexiona sobre lo que te he escrito. Y contéstame, por favor. Tómate tres días.

Sus ojos seguían atribulados. Le tuve lástima. Sufría. Y revelaba mucho miedo. Se alejó con la cabeza gacha, los codos adheridos al cuerpo, empequeñecida. Era como mi madre cuando cayó sobre ella el alud del infortunio. La seguí unos pasos, mi mano en el aire, deseoso de brindarle una caricia. Pero empezó a correr hacia el refugio de su cuarto. Ojalá que se serene -rogué- y lea una y otra vez mis francos conceptos. Ojalá se atreva a dialogar.

Volví a equivocarme. Isabel no estaba en condiciones de razonar con calma. La mera perspectiva de poner en cuestionamiento aquello que estaba consagrado la horrorizaba. No importaba qué le dijese: bastaba intuir mi rebeldía para que la ahorcase el pánico.

Se encerró -me enteré después, cuando era demasiado tarde- y empezó a llorar. Lloró sin consuelo. Entre hipos y mocos abrió mi carta. Leyó las primeras frases y, bruscamente, la abolló. No podía tolerar esas blasfemias. Siguió llorando hasta la hora de la comida. Se lavó la cara, dio una vuelta por el huerto y trató de disimular su aflicción. Entró en la cocina, ordenó a las criadas que fuesen a buscar hortalizas frescas y, cuando estuvo sola, extrajo de su ropa mi larga carta sin leer y la arrojó al fuego. Las llamas retorcieron los pliegos como extremidades de una efigie, se ennegrecieron y dejaron asomar unos puntitos de sangre. Isabel tuvo la alucinante impresión de haber quemado una pezuña de Belcebú.

No fue suficiente. Estaba aturdida. La pesadumbre le mordía el corazón. Yo le había dicho que de ella pendía mi vida o mi muerte. Fue una advertencia real, puse en sus manos mi destino: en sus manos débiles. ¿Por qué lo hice? Pregunta abismal… Era lo mismo que preguntarse ¿por qué Jesús entró en Jerusalén y se mostró públicamente si sabía que los romanos querían prenderlo? ¿Por qué dejó que Judas Iscariote saliera del Séder de Pésaj para buscar a los soldados? ¿Hablé con Isabel para que, indirectamente, me arrestara la Inquisición? ¿La empujé a convertirse en mi Judas Iscariote, en ese eslabón trágico que apura la llegada del combate decisivo? ¿Hice esto para que me llevasen ante los actuales Herodes, Caifás y Pilatos a fin de demostrarles que un judío oprimido reproduce mejor a Jesús que todos los inquisidores juntos?

Isabel rezó, dudó, se atormentó. Su saber era una brasa. Le urgía sacársela o dividirla con alguien. Recordaba mi advertencia: «de ti pende mi vida o mi muerte». Yo estaba en los brazos de la muerte -para ella-, y arrastraría a los demás. Salió en busca de Felipa. A mitad de camino se detuvo, se estrujó las manos, suspiró y dio media vuelta. Pero antes de llegar a casa volvió a girar. Al cabo de una hora mis dos hermanas sollozaban juntas porque una inconsolable desgracia había caído nuevamente sobre nuestra familia. Yo había sido contaminado por el veneno atroz.

– ¿Qué haremos? -suplicaba Isabel.

Felipa se paseó por la celda desgranando nerviosamente el rosario. Su voz ahogada por las lágrimas, enronquecida, dijo finalmente:

– Hay algo que no puedo eludir.

Isabel la miró temblando.

– Decírselo -anunció Felipa- a mi confesor.

Francisco echa una última mirada a la calle negra de la poderosa Ciudad de los Reyes, representante de una libertad falsa y esquiva.

Cruza el pórtico y desciende a los infiernos.

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