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Miré por última vez al obispo. Probablemente no recuperaría el conocimiento. Mi vida dependía ahora de su muerte.

Lo empujan a la bodega del galeón. La salitrosa humedad de los maderos le recuerda el viaje que había realizado hace diez años desde el Callao a Chile. Entonces vino huyendo de la caza de portugueses e hijos de portugueses que se expandía en Lima; su equipaje constaba de dos baúles llenos de libros, un diploma y en su corazón latía la expectativa de la libertad. Ahora regresa con grilletes en tobillos y muñecas, su equipaje contiene el producto de la confiscación patrimonial y en su pecho late la expectativa de una guerra.

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Hice una larga caminata hacia el Este, de cara al portento de la cordillera. Era Shabat , vestía ropas limpias y alternaba mis reflexiones con el recitado estimulante de los salmos. Ya habían enterrado pomposamente al obispo, pero -me preguntaba- ¿había hablado en algún instante de su prolongada agonía?; su antiguo papel de inquisidor ¿tuvo la suficiente potencia para sacarlo de la parálisis y hacerle balbucear la terrible denuncia? Lo acompañé con sentimientos contradictorios. Él mismo fue una encendida contradicción: se consideraba malo por haber sido bueno. En realidad fue malo en sus prédicas y homilías, pero fue tierno en las acciones. Un cascarrabias que ensordecía con su voz para que hubiera menos abuso e injusticia, que odiaba a los judíos pero se resistía a condenarlos, que se espantó al enterarse de mi fe, pero enmudeció para no pronunciar la frase que me enviaría derecho a la hoguera. ¡Qué retorcida es la piedad!… Al rato, sin embargo, volví a preguntarme si el obispo no atrajo a su boca la oreja de un sacerdote, si podía considerarme seguro.

¿Por qué torturaba mis propios sentidos? Tras recitar de memoria otros Salmos y gozar sus versículos erizados de fortaleza, llegué a la certidumbre de que mis temores se nutrían de la indefinición: yo era como un soldado que no estaba decidido a guerrear y, por lo tanto, no vestía bien la armadura ni empuñaba con decisión la espada; no observaba a mi enemigo con objetividad, sino rebajado. Así como un buen católico se vigoriza con la confirmación -porque asume en plenitud su identidad-, un judío debería vigorizarse con la asunción acabada de su pertenencia. Mi condición de marrano era devastadora: ¿cómo podía sostenerme si de continuo me negaba?, ¿cuánto tiempo los marranos seguiremos siendo marranos? Mis dudas eran la manifestación de mi fragilidad y mi fragilidad un merecido castigo por no atreverme a ser un soldado de mis convicciones. Sin embargo, había un sitio íntimo, con el que podía embestir hacia mi judaísmo cabal: mi cuerpo.

Me senté sobre una piedra. Alrededor se extendía el campo con aislados bosquecillos de cipreses. El aire perfumado me inspiró el recuerdo de otros versículos porque la poesía viril de los Salmos exalta los bienes de la Creación. Si sangro mucho -me dije- podré recurrir a la ligadura. La circuncisión fue practicada por Abraham cuando era anciano, casi. Fue practicada por tantas generaciones y no hubo problemas. ¿Me atrevería a realizarla yo mismo en mi propio cuerpo? Ordené los pasos técnicos como si la tuviese que llevar a cabo en otra persona: calculé el tiempo que insumiría la sección del prepucio, cortar el frenillo y liberar el glande de los restos membranosos.

Después volví a preguntarme si mi juicio funcionaba bien. Los marranos evitan la circuncisión. No obstante ha trascendido que en las cárceles secretas se descubrieron judaizantes circuncidados. El obispo sintetizó su espanto y su desdén con la palabra «circunciso» porque tal vez descubrió algunos en Cartagena. No me sentí disminuido cuando pronunció el insulto porque sonaba a la inversa: un reconocimiento del antiguo pacto con Dios. Quizá me sentí en falta porque no era un circunciso de verdad, quizá me hizo ver como nadie cuál era mi básica carencia. Si me circuncido -proseguí cavilando- pondré en mi cuerpo una marca indeleble. Las hesitaciones futuras tendrán un punto de referencia que no podré obviar. No habrá dudas sobre mi identidad. Tendré el mismo cuerpo que adquirió Abraham y luego fue el de Isaac, Jacob, José, Saúl y David. Me integraré de forma irreversible a la gran familia de mis antepasados. Seré uno de ellos, no uno que dice solamente serio.

El viaje desde el sureño puerto de Valparaíso hasta el Callao es más breve que en sentido inverso porque la corriente submarina que nace en el helado mar Austral empuja las naves hacia el Norte como si soplara continuamente las velas desde popa.

Francisco ha escuchado que llegarán en treinta días. No le sueltan los grilletes ni lo dejan asomarse a cubierta. ¿Temen que huya?, ¿que se arroje a las olas para refugiarse en el vientre de un monstruo marino como el profeta Jonás?.

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El sabor de la familia ampliada era intenso (y lo presentí breve). Mi esposa aparecía ante mis ojos con una hermosura creciente: la había deseado y esperado toda la vida con tanta precisión, que parecía inverosímil haberla encontrado. Me conmovía verla con Alba Elena en los brazos haciéndole cosquillas con la nariz. Sus deditos se prendían a mi corta barba o procuraban introducirse en mi boca; contraía los ojitos negros y cerraba los labios en forma de corazón. Catalina llegaba solícita con una bandeja y con mi hijita compartíamos el agua de zarza; sus dientes minúsculos no sólo mordían mis dedos, sino daban cuenta de las migas que le arrancaba al pan recién horneado. También sus tías Isabel y Felipa, así como su prima Ana, solían jugar con ella. Cuando logró dar los primeros pasos sin apoyo, todos quisimos hacerle repetir la prueba y mi pobre hija quedó agotada. Yo elegía su nombre: Alba significa amanecer, comienzo luminoso, pureza, optimismo. Me había casado con una mujer bella e inteligente, en Santiago ganaba prestigio, traje de Córdoba a mis dos hermanas y mi sobrinita, y hasta recuperé a la vieja Catalina que era como preservar una reliquia.

Mi hermana Isabel se parecía mucho a mi madre: la dulzura de Aldonza, su delicadeza y abnegación me impresionaban. La sentí cerca. Inclusive me resultaba más fácil conversar con Isabel que con Felipa, tal vez porque el hábito interponía una barrera. La veía cotidianamente, compartíamos comidas y hasta los juegos con Alba Elena. En una oportunidad me quedé mirándola un largo rato. Se sorprendió.

– ¿Qué ocurre, Francisco?

– Nada. Pensaba.

– Mirándome? -sonrió-. Ahora debes contarme qué pensabas.

Golpeé el apoyabrazos de la butaca.

– En Córdoba, en Ibatín. En eso pensaba.

Miró hacia abajo. Los recuerdos la perturbaban mucho. Nunca preguntó por mi padre ni nuestro desaparecido hermano Diego. Lo poco que sabía se lo dije casi a la fuerza.

– Ahora estamos bien -se ensombreció-. Eres generoso, constituimos una hermosa familia, eres apreciado. No sirve mirar para atrás.

Apreté los labios. Vinieron a mi mente Marcos Brizuela y su esposa Dolores: constituían una hermosa familia hebrea. Eso me estaba vedado. Mi mujer era cristiana y nunca intentaría cuestionarle su fe. Pero mis hermanas eran hijas de un marrano; su padre, abuelos y tatarabuelos vivieron y murieron como judíos; ellas sí tenían un compromiso como yo.

Una tempestad zangolotea la nave. Chillan de dolor las cuadernas, los travesaños, los mástiles y una vela es arrancada por los chicotazos del viento. Francisco cae al charco que crece en la bodega. La tripulación corre de un extremo al otro. Las olas arrastran el galeón como un papel. Montañas de agua se derraman sobre cubierta y la barren con fuerza salvaje.

¿Será la voluntad de Dios que no llegue a Lima?, se pregunta Francisco. Vuelve a pensar en el profeta Jonás, su aventura y su grandiosa misión ante los poderosos de Nínive.

Durante varias horas nadie se ocupa de él: para eso está encadenado.

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Don Cristóbal de la Cerda dispuso viajar a Valparaíso para aguardar la llegada de un bergantín con funcionarios del Perú. Permanecería algunas semanas en la hermosa bahía como merecido descanso de su actividad judicial. Lo acompañarían su esposa y un buen surtido de criados. Esperaba darse una panzada con los extraordinarios frutos del mar que se recogían cerca de la costa y gozar de un paisaje incomparable, lejos de expedientes y presiones. Barrunté que había ganado mucho dinero y necesitaba congraciarse con los personajes que venían de Lima.

En un arranque de afecto soltó una invitación.

– ¿Vendrías con nosotros, Isabel?

– Pero ¿y mi hijita?

– La traes contigo.

– ¿Y Francisco?

– Ah, que diga él.

– No puedo abandonar el hospital por tantos días. Gracias, don Cristóbal.

– ¿Le disgusta que Isabel nos acompañe?

– De ningún modo. Isabel merece este regalo y Alba Elena disfrutará del mar.

– Sólo unas pocas semanas -aclaró don Cristóbal.

Fue nuestra primera separación: un preludio.

El oidor De la Cerda y Sotomayor contrató a un hidalgo para que buscase una casa amplia en Valparaíso. Luego despachó una caravana con alfombras; camas, frazadas, mesas, sillas, cojines, vajilla, candelabros e incluso talegas de harina, maíz, papas, azúcar y sal, decidido a no pasar privaciones y dar una adecuada bienvenida a los funcionarios que llegaban de un agotador viaje marino.

Partieron por la ruta del Oeste. Mi casa resonó vacía con un eco parecido al que me aterrorizó cuando dejamos Ibatín. Había muebles, sin embargo. Pero se instaló una ausencia. Las ausencias tienen voz, respiran, y asustan. La partida de Isabel y Alba Elena activó otras partidas que no fueron precisamente alegres. Me encerré en mi dormitorio. Mis pensamientos confluyeron raudamente en la apodíctica resolución. Una energía irrefrenable me ordenaba seguir adelante: corregir mi cuerpo para armonizar mi alma, cortar mi carne para consolidar mi espíritu. Me dividiré como lo hacía el hermano Martín en sus flagelaciones: mi mano será del cirujano y mi genital del paciente. Apretaré las mandíbulas para ahogar el dolor, en tanto el bisturí continuará firme. Tal vez una parte mía tendía a desfallecer, pero la otra deberá seguir trabajando hasta el final. La circuncisión es un rito que acusan de bárbaro, que expresa el gusto judío por la sangre: primero la sangre del prepucio, luego del semejante. La circuncisión -dijo un clérigo- estimula la crueldad. Ellos en cambio -pensé- no se circuncidan y eso les estimula el amor. Por eso nos persiguen, vituperan y queman en hogueras: para castigar debidamente nuestra crueldad… Pero este curso de ideas -reflexioné- ya no me gusta porque expresa resentimiento: lo alimenta la actitud de quienes nos odian. Prefiero, en cambio, solazarme con la perspectiva de una plena articulación con mis raíces.

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