Al día siguiente de mi arribo a Santiago de Chile fui a visitar el único hospital. Tenía doce camas, algunas sábanas y tan sólo cinco bacinas que los enfermos compartían para orinar y defecar. Su instrumental se reducía a tres jeringas. Hablé con el barbero cirujano Juan Flamenco Rodríguez, quien me estimuló a presentarme para el cargo vacante de cirujano mayor. Dijo que había mucho trabajo y hacía falta un profesional con títulos. Juan Flamenco Rodríguez me guió por los recovecos del edificio y protestó ante la botica vacía: «Ni siquiera tenemos un herbolario.»
Entrevisté a las autoridades, exhibí mis diplomas de la Universidad de San Marcos, informé sobre experiencias en los hospitales del Callao y Lima e incluso ofrecí utilizar mi caja de instrumentos hasta que el hospital consiguiera su propia dotación. Me recibieron con alegría, con alivio. No se cansaban de repetir cuán providencial había sido mi llegada. Desde que el gobernador fundó un hospital en esta ciudad y otro en la sureña Concepción, la prioridad que nunca pudo ser satisfecha fue la de un profesional universitario. Yo sería el primer médico legítimo del país. Esta afectuosa recepción me dio fuerzas para soportar los desalientos del trámite, que son moneda corriente en todo el Virreinato.
En efecto, a mediados de 1618 tuvo lugar una sesión del Cabildo en la que se fijó por escrito que el hospital de Santiago necesitaba perentoriamente un médico; y se encargó al procurador general que empezara a reunir los fondos para afrontar mi sueldo. Aunque yo preguntara y apurase, recién ocho meses después volvió a discutirse la «urgencia» y aprobaron que sirviese en el hospital junto al barbero Juan Flamenco Rodríguez. Este notable envión al trámite no significaba, empero, su cierre: tenía que esperar la firma del gobernador. y el gobernador se pasaba la mayor parte del tiempo combatiendo a los indios araucanos en el Sur.
Juan Flamenco Rodríguez encogió los hombros.
– Sólo cabe esperar.
Después me guiñó:
– Usted no puede atender los enfermos del hospital hasta que el decreto esté en forma, pero puede darme consejos para ciertos casos difíciles.
Comencé a brindar mis servicios a los habitantes de la ciudad. Me respaldaba un diploma coruscante de sellos y firmas, las comadres difundieron mis méritos. Tuve la prudencia de callar críticas a los curanderos, clisteros y ensalmistas que ofrecían remedios maravillosos: aprendí a ejercer el silencio como una técnica esencial que merece incorporarse a la bella oración de Maimónides. En todas las poblaciones del Virreinato medran los embaucadores de la salud y su irresponsabilidad es tan grande que no tendrían escrúpulos en inventar ríos de calumnias en contra de mí. Mi condición de marrano (de personalidad encubierta, dividida y mentirosa) me ayudó a callar aun cuando espumaba indignación. Los pacientes crónicos atribuían su desgracia a los malos tratamientos y deseaban convertirme en cómplice de sus denuncias.
En agosto de 1619 -había transcurrido más de un año- el gobernador Lope de Ulloa firmó mi designación. ¡Albricias! ¿Podía ya hacerme cargo del hospital? No: era preciso que el documento llegase a Santiago. Fue firmado en Concepción y tardaría alrededor de una semana. Transcurrido ese lapso, la minuciosa administración necesitaba labrar el acta de nombramiento. Para que esto se cumpliera el expediente circuló por varios escritorios durante cinco meses adicionales. Pensé que convenía olvidar el decreto, el hospital y mi crepuscular entusiasmo.
A mediados de diciembre me anunciaron que estaba organizándose el acto de mi juramento. ¿Un acto especial? Sí, especial. Un acto aparatoso. Un espectáculo , como diría mi condiscípulo Joaquín del Pilar. La tardanza de los últimos días tuvo más relación con los avatares del espectáculo que con los requerimientos de la salud pública. Para la ceremonia fueron convocados el Cabildo, la Justicia y el Regimiento con ropa de etiqueta; se distribuyeron los asientos de alto espaldar. Solemnemente, los funcionarios tomaron ubicación bajo los estandartes del Rey y la muy noble ciudad de Santiago de Chile. Se contemplaron unos a otros con orgullo, desprecio y envidia, según los sitios. Después un oficial leyó el largo decreto. El gobernador mandaba que el Cabildo, la Justicia y el Regimiento de la ciudad, así como sus demás personajes y moradores, reconocieran el digno cargo. Me sorprendió la importancia que le atribuía porque ordenaba, textualmente, que se me «guarden y hagan guardar todos los honores, gracias, mercedes, preeminencias y libertades, prerrogativas e inmunidades que por razón de dicho oficio debéis haber y gozar, sin que os falte cosa alguna».
Juan Flamenco Rodríguez se alisó los bigotes, sonrió con malicia y dijo que me había reservado algunos casos difíciles.
En la celda del convento agustino de Santiago, Francisco trata de darse fuerzas invocando los hermosos años que pasó en esta ciudad. Recuerda su llegada en 1617, tras la muerte de su padre y el clima persecutorio que se había desencadenado en Lima tras el ataque de los holandeses. Recuerda su primera visita al pequeño hospital, el largo trámite de su designación, el pomposo juramento y la camaradería con Juan Flamenco Rodríguez.
Le molestan los grillos. Desea que lo interroguen, que lo amonesten de una vez. Quiere enfrentarlos. Pero el Santo Oficio es paciente, metódico. Demoledor.
Los aldabonazos insistentes amenazaban voltear la puerta. Salté del lecho y avancé con las manos extendidas. La espesa noche desorientaba mis pasos. Abrí y una figura encapuchada, apenas visible, llenaba el vano.
– El obispo está grave -dijo jadeante, sin saludo previo.
– Ya voy -contesté.
Me vestí precipitadamente y recogí la petaca. Lo seguí a largos trancos. Las calles de Santiago de Chile estaban desiertas, débilmente plateadas por la luna. Antes de avistar la residencia episcopal vinieron a nuestro encuentro otros dos hombres.
– ¡Rápido! -exigieron.
Empezamos a correr. Un pequeño grupo que sostenía varias lámparas aguardaba ante el portal. Me condujeron directamente a la alcoba del prelado. Cada diez metros se hallaba apostado un fraile con un cirio encendido.
– Hágale una sangría, doctor. Es urgente. Se muere -suplicó su ayuda de cámara.
Me senté junto al enfermo. Pedí más luz. El temible obispo ciego de Santiago de Chile y ex inquisidor de Cartagena tenía la piel blanca como la funda de su almohada. Sus cabellos pobres y cenicientos estaban húmedos. Le tomé el pulso, que era débil y rápido. Toqué su frente fría. Tenía los ojos semiabiertos: en el lugar de las pupilas existía una mancha de cal. Este hombre indefenso fue la hélice que el último domingo arrojó llamaradas contra la feligresía encogida de miedo. Durante esa tempestad no hubiera podido imaginarlo en la cama, anémico, casi fulminado por sus propias amenazas.
– Ya ha sangrado mucho -expliqué tendiendo el mentón hacia la bacina.
– No es sangre de la vena -porfió.
– Es sangre. Sangre negra. Su pulso desaconseja otra extracción.
– ¿Qué hará, entonces?
– Le daremos leche. Y pondremos paños fríos en el abdomen -el ayudante de cámara no entendía; entonces añadí-: En cambio abrigaremos su pecho, brazos y piernas.
El ansioso ayudante gruñó, disconforme:
– Es un remedio demasiado cauteloso para un cuadro tan serio.
– Es verdad -contesté-; pero se hará como yo digo.
El hombre se inclinó ante la firmeza de mi voz y salió a transmitir mi orden. El viejo prelado empezó a buscar mi mano sobre la sábana.
– Bien, hijo -susurró con un esbozo de sonrisa-. Todavía saben obedecer.
– Están muy preocupados por su salud, Eminencia.
– También yo estoy harto de sangrías -apenas podía hablar.
– Ha tenido una hemorragia intestinal alta. No se justifica sacarle más sangre ahora.
– ¿CÓmo es una hemorragia intestinal? -preguntó con esfuerzo.
– Negra, muy negra.
– ¿Eliminé sangre negra, muy negra?
– Sí.
– Entonces me he purificado. Sangre negra, sangre mala -suspiró.
– Le aconsejo que no se fatigue, Eminencia.
– Más me fatigan… esos imbéciles -agregó con fastidio.
Su rostro era el de un hombre sometido a perpetuas pruebas. Irradiaba el carácter de una talla angulosa. Su frente estaba partida por un surco hondo en el que confluían cejas hirsutas. Tenía majestad. ¿Era éste el hombre que predicó con el rencor hirviendo? En la iglesia no había estado pálido como ahora, sino rojo de furia. Predicaba la humildad a los gritos y exigía más limosnas: cada uno de los fieles podía dar el triple, quíntuple. Amenazó con enfermedades, sequías y catástrofes por quedarse con las monedas que debían obrar con altruismo. Recordó que había mandado confeccionar una lista de los ricos para mencionarlos en sus oraciones, pero no los iba a mencionar para conseguirles una bendición, precisamente. Azotó a los cristianos de poca fe que maltratan a los indios y a los esclavos: son pecadores que no aman al prójimo y no entrarán en el reino de los cielos. El templo oscilaba como una nave en la tormenta.
Una chinche picó mi muñeca. La aplasté contra el piso. El prelado interpretó bien los ruidos.
– Acaba de matarme una amiga -susurró.
– Una chinche.
– Las únicas amigas santas.
– Si Su Eminencia no se ofendiera, le diría algo.
– Diga.
– Veo demasiadas chinches por abajo y por arriba de las sábanas. No le ayudarán en su convalecencia. Usted necesita reposo, distensión.
Parpadearon sus ojos opalescentes. Los labios delgados se movieron sin emitir sonido, buscando la respuesta adecuada.
– No permitiré que las saquen -afirmó con voz arenosa-. Muerden mi carne para limpiarme el alma. También son criaturas de Dios.
– No lo dejan descansar, Eminencia.
– Rompen mis sueños… ¿entiende? -agregó enojado.
No insistí. Le ayudé a beber la leche y mostré a su ayudante cómo aplicar los paños fríos en el abdomen mientras abrigaban el resto de su cuerpo.
No recidivó la hemorragia, felizmente. En mis sucesivas visitas fui registrando el progreso de su convalecencia. Apreciaba mi actitud como un gesto de autoridad profesional. De pronto una tarde preguntó a quemarropa si estaba dispuesto a casarme. Me sobresaltó: este hombre se ocupaba de todo. Tras mi sorpresa por lo intempestivo de su curiosidad, confesé que me gustaba la hija del gobernador interino.