– Es un santo, es un santo -repetía Martín mientras se esmeraba por mantener en el aire los muñones y cubrirlos con sustancias emolientes.
– Es casi un suicidio -Francisco se sentía descompuesto.
– No -porfiaba Martín-. Es un sacrificio del cuerpo para la purificación del alma.
– Podía quedarse sin cuerpo. Si no se desmayaba hubiera seguido con los antebrazos, con los hombros, con la cabeza. Más sacrificio, más. ¿Así te gusta?
Martín lo miró azorado.
– ¡Qué dices, judío imbécil! ¡Este santo fraile estar oyéndote!
– Está casi muerto.
– Dios lo bendijo con el desmayo oportuno. ¿No te das cuenta? -por primera vez en sus ojos relampagueó la cólera-. Cállate ya. Y ayúdame a vendarlo.
Francisco desenrolló la tela y dio vueltas en torno a la mano quemada. Trabajaron en tenso silencio. Después acomodaron el cuerpo de tal forma que su cabeza quedase algo elevada.
Martín miró fijamente a Francisco. Estaba lagrimeando. La luz temblorosa hacía resplandecer su transpiración.
– ¿Qué te pasa?
Martín se mordió los labios, tragó saliva.
– Te pido que me perdones. No tengo derecho a ofenderte.
– Está bien.
– Perdóname.
– Te perdono.
– Gracias. Soy un perro mulato. Un pecador irredimible… -frenaba su inminente sollozo-. No tienes la culpa por tu sangre judía. Ni la proximidad de hombres como fray Manuel alejan mi proclividad al pecado.
– No seas tan duro contigo.
Martín le apretó la muñeca. Su rostro se apasionó:
– Ven a flagelarme -le propuso.
– No…
– Ven. Te lo suplico. Debes castigar mi destemplanza.
Por mis pecados murió el padre Albarracín. Por mis pecados se quemó fray Manuel.
Francisco apartó su muñeca. Le invadió un progresivo malestar. En su cerebro se mezclaban el vino de la taberna, el Scrutinio Scripturarum , la metamorfosis macabra de Isidro Miranda y el autocastigo de fray Manuel. Ahora Martín le pedía que se transformase en verdugo. Se pasó la manga por la frente y salió al patio betuminoso. Un conjunto de ojos lo detuvieron. Eran los frailes que se agrupaban para rezar por el accidentado. Intentó abrirse paso. No lo dejaron avanzar.
Súbitamente las tenazas mordieron su estómago. Una cinta de fuego le subió a la garganta y su vómito salpicó los hábitos que le rodeaban.
Las ratas de la solitaria celda se habían acostumbrado a las estancias de Francisco. Corrían por los tirantes y los muros para confirmar la posesión del territorio. Se columpiaban del techo cañizo o atravesaban como un relámpago el piso de tierra, pero no les importaba el cuerpo del estudiante. Incluso evitaban cruzar por encima de sus piernas o su cara como al principio.
No eran los roedores, por lo tanto, quienes esa noche le impidieron dormirse. Por el entramado de su fatiga colaban los cataclismos recientes. Las extremidades carbonizadas de Manuel Montes aún emitían humo; sus dedos eran garras negras con incrustaciones de sangre y marfil que salían de un cuerpo exánime al que rodeaba un coro de frailes plañideros. Entre las sotanas aparecían dos personajes artificiales con mantos antiguos cuyas bocas se movían como las de los muñecos articulados: evocaban las Sagradas Escrituras con amplio conocimiento, pero falta de lógica. Polemizaban. Mejor dicho: teatralizaban una polémica. Saulo -viejo y caduco- decía exactamente aquello que Pablo -joven e inteligente- podía refutar. Y cuando Pablo se dispersaba en un argumento débil, su adversario senil le ayudaba con otro para que volviese a darle golpes en la cabeza. El decrépito Saulo se esforzaba por perder con tantas ganas como el brillante Pablo por triunfar. Del Scrutinio Scripturarum , Francisco retornaba al pobre fray Manuel. ¿Y si se moría? ¿Quién se ocupará de reservarle este desolado cubículo? ¿Quién oficiaría de tutor ante las autoridades universitarias?
Mientras su cuerpo giraba en los vellones de un sueño escurridizo, en el ventanuco se fue instalando una luminiscencia opaca. Estaba en el centro de la noche y Francisco quedó prendido al cuadro como Moisés a la zarza ardiente. De ahí tenía que llegar una revelación. Entonces oyó la sibilancia de un vergazo y el quejido subsiguiente. No eran palabras, como las que escuchó Moisés, sino expresiones de una azotaina. Los golpes continuaron a ritmo parejo. El hermano Martín se hacía propinar la tercera tanda de golpes cerca de Francisco para que no hubieran dudas sobre el pecado que intentaba limpiar. Francisco, acorralado, de nuevo se tapaba las orejas para huir. Pero rebotaba contra las manos carbonizadas de fray Manuel y la engañosa polémica de Saulo y Pablo.
El hermano Martín gustaba someterse a una flagelación sistemática quincenal, además de las que se propinaba en los interregnos. Cuando terminaban las completas el convento se recogía en el silencio, se encerraba en su celda a rezar. Progresivamente su cuerpo y su alma se dividía en muchos pedazos, todos vivos y ardientes. Los ojos enrojecidos del mulato se convertían en botones extasiados, sus músculos en cuerdas tensas. Desnudaba su torso, corría hacia el muro la parihuela que usaba de lecho y servía en el convento para trasladar los cadáveres y descolgaba una cadena con ganchos de acero. Su mente pasaba a ser varios personajes. La penumbra, el aislamiento y los torbellinos interiores producían una fragmentación fantástica. Su brazo empuñaba la cadena y se transformaba en su padre. El brazo castigaba con rabia al engendro que pretendía ser un hijo. Le gritaba: «¡perro mulato!». Descargaba con ira sobre los hombros oscuros su decepción profunda. En vez de un descendiente blanco le apareció esta cucaracha. «¡Negro ridículo! ¡Idiota! ¡Asqueroso!» Las injurias fortalecían el brazo. Martín era Martín (doblegado y sufriente), pero al mismo tiempo era su padre (maravilloso y resentido). Sus hombros pertenecían a un réprobo, su brazo a un noble. De su boca salían los insultos y la sonrisa del poder. Por varios minutos funcionaba como el gentilhombre Juan de Porres a quien el rey de España había distinguido con misiones en las Indias.
También se convertía en el rudo negrero que cazaba piezas humanas en el África y les impedía la fuga aplastando sus espaldas con zurras. Como ésta. Tenía que destruir el peligroso amor por la libertad y pisotear los ímpetus de rebeldía. Martín captaba esos rescoldos en su interior. Había que apagados a vergazo limpio. «¡Toma, negro desobediente! ¡Aguántate ésta negro bandido!» Era un monstruo que debía lamer las sandalias de quienes estaban arriba. Su espalda se abría en tajos; las gotas de sangre salpicaban las paredes.
Cuando el brazo robusto de su padre y de los negreros conseguía tumbarlo, cesaba la paliza. Martín jadeaba en el suelo. Los salvajes que habitaban su sangre quedaron heridos o muertos, como él. Pero su espíritu se sentía aliviado. Tras recobrar aliento en unos minutos, se agarraba de la mesa o la parihuela y trepaba sobre sus rodillas hasta incorporarse. Colgaba la cadena y cubría sus hombros lastimados con una sarga gruesa. Salía al patio. El aire fresco de la noche le regalaba una caricia. Junto al aljibe las ranas hacían vibrar castañuelas. Martín se arrastraba entre las tinieblas hacia la sala capitular. Podía hacer el camino con los ojos cerrados. Abría la puerta, sigilosamente: no despertaría a los frailes, que estaban lejos. Se arrodillaba ante la imagen de Cristo y descansaba, meditaba.
En su mente se ordenaban trabajosamente los fragmentos en ignición. Su brazo podía ser el de los soldados que flagelaron la divina piel. Imitar a Jesús es bueno y purificador. lmitatio Christi : actuar con impotencia, dejarse maltratar. Llenaba su alma con el ejemplo supremo de Nuestro Señor y retornaba lentamente a su celda. Sus ojos en trance volvían a refulgir. Arrancaba la tela de sus hombros y hacía saltar los coágulos. Empuñaba la cadena, reiniciaba la disciplina. A los insultos anteriores solía añadir, con dolor intensísimo, «¡Bastardo hijo de puta!». De pronto Martín era su madre. Caía de rodillas. La cadena se enrollaba en su cuello; luego giraba en el aire y de nuevo laceraba los hombros. La negra panameña que fue arrastrada por el gentilhombre y parió un mulato gritaba ahogada: «¡misericordia, Señor!, ¡misericordia!». Tuvo el privilegio de ser fecundada por un elegido del Rey y largó al mundo un feto de tinta. Martín también era su raza: los negros cazados en tierras remotas y atados como animales, sometidos al hambre, la sed y luego hundidos en las bodegas irrespirables de los barcos. Allí morían, entre los excrementos y las lombrices que se pegoteaban a sus heridas. Y entonces se los arrojaba al mar. Sus cadáveres formaron un tapiz submarino entre África y las Indias. Martín gritaba «¡misericordia, Señor!, ¡misericordia!» desde su desamparo abismal. No había un fray Bartolomé de Las Casas que pleitease por ellos. Ni siquiera un hombre milagroso como Francisco Solano les dedicó un sermón. Bajo la lluvia de cadenazos era Cristo y Cristo era una multitud de negros desvalidos, y la multitud de negros giraba mareada en la celda clamando piedad. Tanto dolor tenía que rozar, aunque más no fuera, un peldaño del trono celeste.
El brazo severo se debilitaba. Sin aire y sin fuerza, se abandonaba boca abajo sobre la parihuela: era un cadáver como los que se transportan sobre los duros travesaños. Se adormecía por unas horas.
La flagelación sistemática, empero, incluía cada tanto una tercera etapa. Cuando la misteriosa luminosidad se fijaba a su ventanuco -como esa noche lo hizo en el de Francisco-, una aguja le atravesaba el entrecejo. Descendía del vehículo fúnebre y recogía unas varas de membrillo. Se asomaba a la puerta para verificar la ausencia de curiosos. La atmósfera ya estaba fría y los contornos parecían revestidos por un musgo de escarcha. Recorría los vericuetos familiares del convento rumbo al muro. Por una de sus fallas hacía pasar al indio que había contratado. Era un hombre bajo, de espaldas anchas y rostro taciturno. Pertenecía a la otra multitud despreciada. Martín, un siervo del Señor, le ofrecía el símbolo de un desquite. Quien representaba a los extranjeros, al Rey y a Jesucristo (en ese orden ascendente), permitiría ser castigado por quien representaba a los nativos, el Inca destronado y la idolatría extirpada. Un inferior indio recordaría al superior clérigo que no debe vanagloriarse, y que el ofendido puede ofender. Se miraban fugazmente. Parecían cubiertos por una película de estaño. En ceremonia cargada de un significado atroz, procedía a entregarle las varas de membrillo como un general derrotado rinde su espada. El indio recibía el arma en silencio, rígido como una imagen de iglesia. Martín se desnudaba el torso y levantaba un brazo. Era la señal. Entonces el indio se convertía en el representante de millones.