Contrajo el rostro y sacudió la espalda doblada. Francisco se levantó, se quitó la capa y rodeó con ella los hombros anchos de su padre. ¡Cómo quería a este hombre! ¡Cuánto le dolía verlo sufrir! Su padre le agradeció con unas palmaditas en la mano, después se frotó rudamente las órbitas mojadas.
– En la siguiente sesión fui acostado nuevamente para el suplicio del fuego -prosiguió en voz muy baja, casi inaudible-. La manteca en los pies me produjo una convulsión, Francisco. Enloquecía. El inquisidor fue preciso esta vez.
»-Tu hijo Diego ha judaizado; lo sabemos. Testifícalo -susurró a mi oreja.
»-¡Es un pobre retrasado mental! -gemí-. Es un inocente.
»-¿Ha judaizado?
»-Ni sabe qué es judaizar, es un tonto -seguí mintiendo; en ese instante no se me ocurría otro recurso.
»-¿Ha judaizado? Testifica esto con un sí -su boca enrojecía mi oreja.
»-No sabe nada -sollocé.
»-¿Ha judaizado?
»-Es como si no hubiera, porque, ¡es tonto! -grité-. ¡Es inocente! ¡Es idiota!
»-Entonces ha judaizado. Retiren el brasero.
»La pluma del notario rasgó en el papel las frases confirmatorias. El inquisidor sabía que bastaba una ranura para que se abriera el torrente. Yo había testificado en contra de mi propio hijo, también pecador. Trataría de salvarlo, por supuesto, pero en mi discurso torpe aparecían los datos que transformaron la sospecha en certeza.
»No podía sentirme más despedazado. La brusca suspensión de la tortura no me aportó alivio, sino pavor. Era la prueba de que habían conseguido lo que se proponían, y que yo había condenado al pobre Diego. Perdí entonces las últimas amarras: era una basura que flotaba en el abismo. No había ya nada que hacer, ni defender, ni rescatar. Nada. El Santo Oficio, en cambio, aprovechaba en ese momento su infinita ventaja: la basura que era yo obtendría la misericordia de algo real y poderoso si me entregaba en sus brazos. Debía cancelar toda resistencia y toda discreción: debía confesar hasta las heces.
– ¿Lo… hiciste? -dudó Francisco. Don Diego asintió.
– Lo hice -inhaló una profunda bocanada de aire-. Yo era cadáver; mi alma se había despegado, enloquecida, y vaya a saber por dónde penaba. Conté que había instruido a Diego en el judaísmo. Conté la verdad: se había herido un tobillo y aproveché el clima íntimo para explicarle quiénes éramos. Conté que Diego se sorprendió, se asustó, no era fácil aceptar que uno desciende de judíos.
»-¿Qué más? -me preguntaron.
»-Le prometí enseñarle nuestra historia, tradiciones, festividades -confesé-. Lo hice en Ibatín y continué enseñándole en Córdoba.
»-¿Qué más? -insistieron.
Don Diego se inclinó hacia adelante y borró con la mano los dibujos que fue haciendo en la arena mientras reconstruía su viaje al infierno.
– Lo que ahora no puedo borrar -cambió de tono y meneó la cabeza blanca- es aquel lejano momento: cuando en la penumbra, en Ibatín, expliqué por primera vez al pobre Diego que teníamos sangre judía. ¡Qué cara puso! Creo que lo asaltó la premonición de su tragedia.
Francisco asintió.
– Hace tantos años… No me pude contener, entonces. Estábamos solos en su cuarto. Completamente solos. Él, con su pierna vendada; yo, sentado a su vera. En penumbras. En silencio sobrecogedor, casi sagrado.
Francisco giró la cabeza y recorrió con mucha lástima los pliegues de ese rostro cortajeado por arrugas.
– No, papá. No estaban solos.
Don Diego se sobresaltó.
– ¿Qué quieres decir?
– Yo fui testigo.
– Pero… -tartajeó el padre- ¡eras muy pequeño!
– Y curioso. Los espié desde las sombras.
– ¡Francisquito!… -se le anudó la garganta al evocar la criatura que había sido-. Me ofrecías la bandeja de bronce con higos y granadas. Me reclamabas cuentos e historias -se quitó la capa que puso en sus hombros y se la devolvió-. Toma: estás desabrigado.
– Quédatela; por favor, papá.
Recordaron la tarde en que abrió el estuche forrado en terciopelo rojo y les explicó el maravilloso magnificado de la llave española. Recordaron las clases en el patio de los naranjos. El viaje a Córdoba y el robo de su cofre con libros en medio de las salinas. Recordaron el escaso tiempo que vivieron juntos en Córdoba, en la casa que les había dejado la familia de Juan José Brizuela. Y después recordaron los brutales arrestos.
– Me ilusioné, Francisco. La desesperación hace que uno se mienta a sí mismo -lamentó su padre-. En la mazmorra, después de confesar, es decir entregarme a los «clementes» brazos del Santo Oficio, supuse que el pobre Diego y yo recuperaríamos la libertad. Actué como indicaba mi abogado «defensor». Imploré con lágrimas la misericordia de la Inquisición. Expresé mi arrepentimiento. Abjuré repetidas veces de mi inmundo pecado. Insistí en que deseaba vivir y morir en la fe católica. Rogué ser admitido a reconciliación. Pedí por mi hijo, a quien llevé por la mala senda, aprovechándome vilmente de su corta edad y su débil entendimiento. Quería vivir para enmendarlo, enseñarle a comportarse como buen católico, ser merecedor de la gracia divina y convertirme en un soldado de Jesucristo. Dije e hice todo eso, Francisco. Nunca me quebré tanto.
Volvió a dibujar signos en la arena.
– Me comunicaron que también abjuraba mi hijo. Pero ambos debíamos aguardar el próximo Auto de Fe para recuperar la libertad. Nuestro mantenimiento en la cárcel no era problemático porque se pagaba con los bienes que oportunamente me habían confiscado. Era duro seguir esperando sin una fecha en el horizonte. Yo caminaba con ayuda de muletas. No me dejaron ver a Diego. A pesar de mi mansedumbre, con frecuencia volvían a lastimar mis muñecas y tobillos con los grilletes de hierro para recordarme que seguía preso y que mi falta había sido muy grave.
Abrumado, Francisco se levantó, caminó hasta el borde del mar y se arremangó los pantalones. Avanzó en el agua hasta que le llegó a las rodillas. Se lavó la cara y permaneció absorto en la rectitud del horizonte. Las gotas salobres y frías resbalaban por su piel. No sólo escuchaba el deseado relato de su padre: lo sufría. Regresó junto al encanecido médico, le acomodó la capa sobre los hombros y volvió a sentarse a su lado.
– ¿Cómo fue el Auto de Fe, papá?
Don Diego arrojó un trozo de conchilla hacia el festón de espuma y se reconcentró. Faltaba expulsar este hueso de su garganta.
– El día anterior al Auto de Fe vinieron a leerte la sentencia. Recibí en mi estrecha mazmorra a oficiales y clérigos que hacían cortejo al inquisidor, quien traía en la mano grandes pliegos. Su cara parcialmente iluminada por la luz vacilante de un blandón estaba ausente. Me comunicó fríamente la sentencia. El abogado defensor me hundió su codo en el tórax y tuve que caer de rodillas y agradecer la clemencia del Señor y del justo Tribunal. Las horas que faltaban para el inminente Auto debían ser consagradas a la oración. Me acompañó un piadoso dominico. Ese tiempo se parecía al velatorio de un muerto. Antes del amanecer sonaron hierros, gritos, tacos y escudos. Me pusieron este sambenito -lo acarició-. Fíjate: una prenda tan ordinaria que reúne tanto desprecio. Apenas un escapulario de lana, ancho como el cuerpo, que llega sólo hasta las rodillas; su cortedad lo diferencia del que usan los frailes, claro. Su color amarillo debe relacionarse con algo feo y sucio, porque evoca la condición judía. Felizmente carece de pinturas en forma de llamas: yo no era un condenado a la hoguera. Cuando reunieron a los penitenciados para iniciar la marcha hacia el Auto de Fe, vi a tu hermano Diego con otro sambenito igual. ¿Te imaginas mi turbación? Lo miré con ganas de abrazarlo, besarlo, y pedirle perdón. Necesitaba pedirle perdón. Pero tu hermano Diego, Francisco, no quería mi perdón. Desvió los ojos. La cárcel y la tortura lo alejaron de mí para siempre. Le pusieron una vela verde en la mano y procedieron de la misma forma conmigo. Nos ordenaron avanzar por los lúgubres corredores. Pegado a mi hombro caminaba el fraile dominico insistiendo en sus plegarias. Yo no dejé de mirar a Diego, quien parecía huir de mí, con susto y vergüenza.
Se interrumpió. Las brasas del recuerdo le secaban los pulmones y necesitaba inspirar grandes bocanadas de aire.
– Cruzamos las altas puertas del Santo Oficio rumbo a la plaza de la Inquisición. Fuimos recibidos en la calle con hiriente júbilo. Éramos monstruos que poníamos color a la rutina. En torno desfilaban caballeros y órdenes religiosas con gran boato. Estaban las compañías armadas del virrey; hacían ruido los arcabuceros; delante de la Audiencia iban los maceros de la Corona; entre los funcionarios caminaban los pajes. Nos hicieron caminar delante del palacio, como animales exóticos, para que nos disfrutara la virreina oculta tras las celosías. No sé por qué el acto se demoraba mucho y los condenados desfallecíamos. Parece que se había producido un enredo de protocolo. Finalmente fuimos conducidos al patíbulo. Éramos criaturas lamentables, atrozmente cómicas. En la cabeza llevábamos un cucurucho de cartón pintado y en la mano una vela verde. De pie, atravesados por las miradas despreciativas de la muchedumbre, debíamos escuchar los largos sermones. Y tras los sermones, las pormenorizadas sentencias. Cada reo era tratado en forma separada. Los relajados pasaban al brazo secular para que éste les diera muerte con horca y luego hoguera, o directamente hoguera. Los penitenciados éramos castigados públicamente: algunos con azotes, otros con diversas condenas: salvábamos la vida gracias al arrepentimiento. Yo fui penado a confiscación de bienes, sambenito, castigos espirituales y cárcel por seis años. La sentencia de mi hijo fue menor: confiscación de bienes, hábito por un año, penitencias espirituales y seis meses de reclusión absoluta en un monasterio para su reeducación. Luego me avisaron que, por pedido del virrey Montesclaros y la bondad de los ilustrísimos inquisidores, debía radicarme en el Callao y trabajar en su hospital portuario. De esta forma, Francisco -hizo una irónica mueca-, recuperé mi libertad y me hicieron volver a la religión del amor.
En el convento de Lima crecía la atmósfera sepulcral. La dolencia del prior Lucas Albarracín alteraba todas las actividades. El doctor Alfonso Cuevas, tras otro exordio florido, había pronunciado la horrible palabra: «gangrena». Se aproximaba el instante de la medida heroica a la que había hecho referencia en visitas anteriores. Se multiplicaron las preces, letanías, misas y flagelaciones para que el cielo le devolviera la salud.