Supe que Abulcasis, el cirujano más grande de España, también fue cordobés de nacimiento, y reunió sus experiencias en una enciclopedia de treinta libros que pronto fue traducida del árabe al griego y latín. Me encandiló el reencuentro con Plinio, de quien sólo había captado sus narraciones fantásticas; era más que eso: era un empíreo de sabiduría. El pensamiento saltaba por encima de las barreras: los egregios padres y santos de la Iglesia alternaban con las ideas de moros, judíos y paganos.
A las clases no sólo asistían estudiantes, sino doctores, licenciados, bachilleres, clérigos y nobles. La lectura de los grandes textos constituía un acontecimiento solemne. En religioso silencio escuchábamos las frases que goteaban el oro de la verdad.
Es odioso reconocerlo -pensaba el iracundo inquisidor Andrés Juan Gaitán-, pero negarlo sería mentir. Los obispos del Virreinato no tienen simpatía por el Santo Oficio. Desde el comienzo nuestras relaciones fueron tensas. Y no por culpa del Santo Oficio, que llegó a estas tierras salvajes para poner orden en las costumbres disolutas y defender la fe.
El Señor, que lee en el interior de las almas, sabe que pienso con justicia al indignarme con el primer arzobispo de Lima, Jerónimo de Loaysa, porque no nos acogió amorosamente. Publicó un edicto nombrándose inquisidor ordinario. Quería retrotraer la sagrada guerra por la fe a los tiempos primitivos en los que aún no se había creado el Tribunal del Santo Oficio y eran ellos, los prelados, quienes se encargaban de perseguir las herejías. Con ese gesto evidenció que competía con nosotros y deseaba marginarnos.
Tampoco perdonaré a otro obispo, el del Cuzco, Sebastián de Lartaun, quien manifestó públicamente que le pertenecían los asuntos del Santo Oficio… Me hubiera gustado ponerle una antorcha en la lengua. Fue tan injusto y provocador que prendió a un comisario y lo afrentó encerrándolo engrillado en una mazmorra.
Ocurre que los obispos estaban acostumbrados a que todos los asuntos fueran de su jurisdicción y el Santo Oficio les cercena una cuota de poder. En algunos casos nos peleamos (lo reconozco horrorizado) como mercaderes por un cliente. ¡Qué indigno!
El hueso más duro de pelar es la competencia por nuestros propios funcionarios. ¡Quisiera descuartizar a los obispos que nos disputan incluso este campo! ¡Deberían arder como los marranos! ¿Puede haber algo más injusto y perjudicial? El Santo Oficio, para cumplir su sagrada misión, necesita colaboradores sacrificados y eficientes. Entre los más notables, por su distribución estratégica, están los comisarios. Conforman el brazo largo que puede atrapar en lugares inverosímiles a esos excrementos del demonio que son los herejes. Pero resulta que los comisarios, por su delicada función, deben ser clérigos y, en consecuencia, sujetos también al obispo. Pero ni el obispo ni su tribunal ordinario quieren entender que, desde el momento en que un clérigo pasa a integrar el Santo Oficio (tribunal extraordinario), queda incorporado a una legión superior. La legión superior, el Santo Oficio, tiene sobrados instrumentos para controlar, juzgar y castigar sus faltas, sin el concurso del nivel inferior. Pero no. Desconfían y perturban. Aprovechan cualquier error y artilugio para menoscabar nuestra autoridad.
Como si no fuera suficiente la antipatía de los obispos, también sufrimos la de las órdenes religiosas… Muchas veces hemos tenido que encomendar ciertas tareas a los miembros de las órdenes; lo hacemos para salvaguardar la religión verdadera. ¿Y qué dicen sus superiores? Que encomendamos las tareas sin consultados, y por ende, producimos escándalo y alboroto. Pero ¿cómo los vamos a consultar si las misiones, para ser eficientes, necesitan permanecer en secreto?
Las injurias no tienen límite. De ahí que muchas veces procedamos con violencia. Es el único lenguaje que atraviesa su sordera tenaz. El Santo Oficio es la mejor arma de Nuestro Señor Jesucristo y no vamos a permitir que se la ignore, margine y estropee. Por el contrario, redoblaremos nuestro celo y combatividad.
¿Era mi padre otra vez un sincero cristiano? ¿Había abandonado definitivamente sus prácticas judaizantes? ¿Aceptaba vestir el sambenito como una merecida sanción? En mis plegarias rogaba que así fuera. Sufrió demasiado. Necesitaba paz. Asistía a misa en ayunas para recibir en mejores condiciones la comunión. En la iglesia se arrodillaba, persignaba y permanecía aislado. Su sambenito facilitaba el aislamiento porque los demás fieles se apartaban de él, como si hediera. Era un réprobo que se consumía lentamente. Quizá en las alturas recibían con dulce sonrisa su dolor, pero en la tierra incrementaba el desprecio de los soldados de Roma soltaron carcajadas cuando Jesucristo cayó bajo el peso de la cruz y los parroquianos del Callao hubieran reído en pleno ofertorio si a mi padre le hubiese caído una viga sobre la nuca.
También asistía a las procesiones. No llevaba las andas (se lo hubiesen prohibido) ni se acercaba a las sagradas imágenes para evitar los empellones de rechazo. Se instalaba en la periferia de la multitud, aislado siempre, y movía los labios. Los familiares del Santo Oficio que desde escondidos ángulos se encargaban de su vigilancia no podrían formular críticas a su conducta.
Pasaba casi todo el día en el hospital. No lo cansaba examinar pacientes, controlar sus medicinas, cambiar vendajes, consolar desesperados, anotar observaciones clínicas. Sus enfermos eran los únicos que lo recibían con amabilidad. El sambenito no los disponía mal, lo tomaban como la ropa del doctor. Su presencia no era un eructo del demonio, sino esperanza de salud. Muchas veces se sentaba junto a un enfermo grave y lo acompañaba en sus oraciones.
Le debo gran parte de mi formación médica. Lo acompañé y asistí en sus recorridas incesantes. Gustaba repetir un aforismo de Hipócrates que nadie acata: Hipócrates exigía usar los propios ojos, cosa que no ocurre casi. Y me daba un ejemplo tragicómico. Aristóteles sostuvo (vaya uno a saber por qué) que las mujeres tenían menos dientes que los varones. La Biblia, por su lado, nos cuenta que Adán perdió una costilla cuando el Señor creó a Eva. En consecuencia, las mujeres tienen menos dientes según Aristóteles y los varones menos costillas según la Biblia. A partir de este seudodogma surgieron discursos elegantes sobre la sublime compensación de dientes por costillas… A nadie se le ocurrió contar las costillas y los dientes de varios hombres y mujeres sanos. Si lo hubieran hecho sabrían que el defecto de Adán no es hereditario y que la boca examinada por Aristóteles no ha sido la de una mujer intacta.
Conversando sobre el mismo tema, dijo mi padre que al hechicero nunca se le ocurre que una herida cure sola. Supone que debe mediar el tratamiento y, cuando las cosas marchan mal, debe encontrar al enemigo responsable: un espíritu u otro hechicero. Quienes leen correctamente a Hipócrates y observan con atención, en cambio, se enteran de que muchas heridas, para curar más rápido, sólo necesitan que se las deje en paz. Esto se aprende en la clínica.
Mucho más adelante me habló del juramento hipocrático. No sospeché a dónde quería llegar. Era el más antiguo, dijo, el que impone dignidad a nuestra profesión. Pero no es el más correcto. Existe otro que él prefería y recitaba de cuando en cuando. Me aseguró que conmueve, que despierta, que dispone a emprender la tarea diaria con fuerza y lucidez. Hizo un silencio largo. Necesitaba prepararme. Pregunté a cuál juramento u oración se refería. Alzó sus profundos ojos negros, repentinamente agrandados y dijo con solemnidad:
– Maimónides [27] .
Si pretendió estremecerme, lo logró. Aunque hablábamos de medicina, elípticamente puso entre nosotros a un judío. Aunque no se trataba de religión, sino de ciencia.
Esa noche buscó unas hojas manuscritas en latín. Eran la famosa oración. En lugar del nombre Maimónides -que podía suscitar inconvenientes-, decía Doctor fidelis, Gloria orientis et lux occidentis.
Mientras yo lo leía, mi padre no retiró su mirada de mi cabeza.
Caminaron por la orilla del mar, alejándose del Callao y su ruidoso puerto. Ambos querían desprenderse de la vigilancia ubicua que los aherrojaba día y noche. En el hospital no podían hablar porque un barbero, el boticario, un fraile, un sirviente, podrían malinterpretarlos y pronunciar la frase que operaría como relación. Se pondría entonces en movimiento la maquinaria que rueda hacia un funcionario del Santo Oficio. La delación es una virtud; y don Diego era un penitenciado, un sospechoso vitalicio; como dice el refrán: «Quien peca una vez, peca dos.» El Tribunal apreciaría a quien se acercase para contar que dijo esto o aquello. Su vivienda tampoco era segura: en las casas de los penitenciados se instalaban orejas invisibles de gran poder. En la cárcel muchos reos decían haberlas logrado identificar.
Francisco conocía la playa: aquí había venido antes de reencontrarse con su padre; había necesitado hacerle una reverencia al océano e impregnarse de eternidad antes de poner a prueba su fortaleza espiritual.
Las olas se estiraban como lenguas. Dibujaban una línea ondulada, inestable. ¿Eran otro alfabeto de Dios? Quizá ese trazo móvil era el relato maravilloso de otra vida tan compleja como la que se desarrolla sobre la tierra. ¿No sería la inconmensurable loza azul de superficie marina el cielo de otra humanidad que respira agua y recibe el hundimiento de los barcos como blandas caídas de meteoritos?
Diego Núñez da Silva caminaba con esfuerzo. Sus pies habían quedado dañados definitivamente.
Llegaron hasta los acantilados: una muralla de rocas y canela construida por las olas en milenios. Don Diego se quitó el sambenito y lo enrolló prolijamente hasta convertirlo en un cilindro delgado. Lo afirmó bajo la axila. Desprovisto de esa prenda humillante, a Francisco le pareció más alto. El lejano Callao se convirtió en una cresta que, por momentos, desaparecía tras las anfractuosidades. Estaban libres. Sólo se oía el rodar de las aguas y los chillidos de las gaviotas. El cielo eternamente encapotado era una gruesa lámina de cinc. El viento le abrió la camisa a don Diego que disfrutó el amistoso masaje en torno al cuello. También le abrió tules íntimos. Pudo hablar de su miedo al dolor físico. Nadie lo escuchaba, sino Dios, Francisco y la naturaleza.
– Desde niño me ha aterrado el dolor, ¿sabes, Francisco? Crecí escondiéndome en sótanos y tejados cuando asaltaban el barrio judío de Lisboa; sufría palizas en la Universidad; presencié un Auto de Fe; envolví mi cabeza con mantas para no escuchar el clamor de quienes eran quemados vivos.