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Francisco sintió deseos de preguntarle por qué Jesús se refería constantemente al Padre y los cristianos ignoraban su ejemplo refiriéndose sólo a Jesús, excepto en la oración del Padrenuestro. A veces Francisco quería pensar en el Padre, pero le surgía el temor de estar cometiendo pecado, porque eso equivalía a rozar la ley muerta de Moisés -como le señaló enfáticamente fray Bartolomé incluso el mismo Santiago.

Con el rostro severo tras haberse infligido los habituales azotes, Santiago agregó una hora más tarde:

– No confundas la gracia santificante con las gracias actuales -su voz era metálica y sus ojos duros-. La gracia santificante es permanente, es un auxilio sobrenatural que ilumina nuestro espíritu y supone la amistad con Dios. La gracia actual, en cambio, es transitoria: es el auxilio para practicar una virtud o para vencer una tentación. Yo acabo de recibir una gracia actual con unos azotes para romper el pensamiento pecaminoso que vino a mi mente. Pero en ningún momento he perdido la gracia santificante que recibí en el bautismo.

– Sí -parpadeó Francisco. Santiago lo miró con un destello rabioso.

– Repasa ahora todo lo que te he enseñado sobre la confirmación. Estamos sobre la fecha. No quiero que defraudes a nuestro obispo.

– Bueno.

– Nada de «bueno» -lo apuró-, Dime ya mismo: ¿qué es el sacramento de la confirmación?

Francisco trató de no inmutarse ante la gratuita hostilidad.

– Es un sacramento que imprime en nuestra alma el carácter de soldados de Cristo.

– ¿Cuál es su materia?

– El santo crisma, una mezcla de óleo y bálsamo.

– ¿Por qué el óleo?

– Se difunde suavemente y penetra en el cuerpo dejando una marca duradera; vigoriza los miembros. Los antiguos luchadores se ungían para fortalecerse -agregó con la esperanza de apaciguar a Santiago.

– ¿Por qué el bálsamo?

– Es un líquido fragante que preserva de la corrupción. Los antiguos «embalsamaban» los cadáveres.

– ¿Cuál es la forma de este sacramento?

– Las palabras que pronuncia el obispo: «Yo te signo con la señal de la cruz y te confirmo con el crisma de la salud.»

Francisco cayó de rodillas y elevó sus ojos al techo. Rogó a Nuestro Señor Jesucristo que le ayudase a recibir este sacramento con devoción y reverencia para convertirse en su valeroso soldado . Y que le diera fuerzas para que nunca lo tentasen las malditas herejías.

Santiago de la Cruz movió afirmativamente la cabeza. Dijo «amén» y salió.

37

– ¡Se muere fray Bartolomé Delgado! ¡Se muere! -un negro atravesó el patio en busca de auxilio. La servidumbre brotó como ranas después de la lluvia. Eran negros y mulatos cruzándose sin rumbo. Los sacerdotes tampoco sabían qué hacer. Lo encontraron en el umbral de su celda, tendido boca arriba y respirando dificultosamente. Tenía la cara más roja e hinchada que de costumbre.

Santiago de la Cruz palmeó los mofletes caídos.

– ¡Padre Bartolomé!

Sólo obtuvo estertores. Le levantó el borde de la sotana y secó la espuma de su boca. Le puso la cabeza de lado y su respiración se alivió.

– Traigan al cirujano Paredes.

Varios negros partieron a la carrera.

Francisco se acuclilló junto al comisario. Su galo entristecido le lamía la sien. Francisco apreció la lealtad del felino, pero no sentía pena por este hombre.

Alrededor del globuloso cuerpo se alzaron las plegarias. Si no ayudaban las fuerzas divinas, pronto dejaría de vivir. Pero Santiago de la Cruz no se limitó a la oración; algo debía hacer mientras llegaba Tomás Paredes. Supuso que convenía levantarle la cabeza con unas almohadas y mantenerlo de costado para que la mandíbula caída no le obstruyese la respiración.

– ¿Qué hará el cirujano? -preguntó Francisco,

– Una sangría, seguramente; es lo primero que hacen en estos casos.

– No encontramos a Paredes -informó un negro con los pulmones en la boca.

– ¿Cómo?

– Partió hacia una hacienda -informó otro negro, también agitado y sudoroso.

Los clérigos se miraron vacilantes. Francisco pensó: «si estuviese papá». El gato lanzó un maullido: intuía catástrofe. Santiago observó la impotencia de sus hermanos y exclamó:

– Yo haré la sangría. Tráiganme un cuchillo de punta. Esta decisión interrumpió las letanías. Uno de los frailes gritó a un esclavo que trajera el cuchillo y el recipiente. Otro arremangó el gordo brazo de fray Bartolomé e instaló por debajo del codo la fuente de plata donde gotearía su sangre. Santiago de la Cruz arrimó una silla y se dispuso a abrirle la vena. El brazo de fray Bartolomé era elefantiásico. En el pliegue húmedo del codo se extendían líneas de suciedad. No había trazo de vena. El director espiritual calculó dónde encontraría el vaso y atravesó la piel. El enfermo se estremeció; su inconsciencia no era profunda; este signo generó optimismo. Pero la herida no fue acertada: brotó sangre insuficiente. Fray Santiago probó de nuevo. Ya tenía más coraje y clavó el acero con poca delicadeza. Buscó la vena huidiza por debajo de la piel, pero también falló. Transpiraba.

Ensayó por tercera vez. No sólo evidenciaba temeridad, sino cólera: el vaso sanguíneo debía ser gordo como el resto de ese cuerpo monumental y ofrecía demasiada resistencia. El cuchillo se introdujo por lo menos cinco centímetros tajeando a diestra y siniestra; cortó fibras musculares y tocó el hueso. Pero no consiguió perforar la vena. La sangre que brotaba de la herida era miserable. Santiago de la Cruz farfulló palabras que seguramente eran una oración, aunque sonaban a insultos. Agotado, devolvió el cuchillo.

– Imposible.

Francisco deseaba intervenir. Había observado sangrar a su madre, pero temía que Santiago se ofendiese y desplazara su irritación sobre él. El sucio codo tenía una incisión irregular bordeada por un manchón escarlata. El recipiente apenas había recibido unas pocas gotas. El enfermo inspiró hondo y expulsó un estertor alarmante.

– ¿Me deja probar?

Santiago de la Cruz lo miró con sorpresa. Después miró el rostro congestionado de fray Bartolomé e indicó que le pasaran el cuchillo. Francisco pidió agua y un corto lazo. Lavó el tobillo y ligó fuertemente unos centímetros por arriba. Así había procedido el cirujano cuando sangraba a la debilitada Aldonza. Acarició con sus pulpejos las diversas opciones y eligió la vena más ancha. Introdujo la punta del acero y le imprimió un giro. Un rotundo hilo de sangre oscura manó en seguida y cayó sonoramente en la palangana. Alrededor de Francisco estallaron como pompas los suspiros de alivio. El Señor había operado un milagro por intermedio de este huérfano. La sangre mala que estaba envenenando a fray Bartolomé salía en un chorro continuo. Su cabeza pronto se descongestionaría.

– ¡Tomás Paredes!

El cirujano ingresó al trote. Francisco se apartó cuidadosamente, sin soltar el pie bajo sangría. Paredes se acercó al enfermo.

– ¿Tú has hecho la incisión?

Examinó la herida desde un lado y desde el lado opuesto. Después miró el recipiente, lo movió un poco para estudiar la densidad de la sangre y el color de los bordes.

– ¡Mm…! ¿Quién te ha enseñado? ¿Tu padre?

– Lo he visto hacer.

– Muy bien -sonrió-. Muy bien, de veras.

Fray Bartolomé parpadeó: una mariposa le sacudía las pestañas. Sus mejillas parecían menos oscuras.

– Es suficiente -evaluó el cirujano.

Abolló un trozo de venda y la aplicó sobre la herida del gordo tobillo.

– Sosténganlo así. Volveré para controlar y hacerle el vendaje definitivo. Mire, ya está despertando. ¡A ver, padre! ¡Abra grande los ojos! ¡Abra grande, le digo!

Dirigiéndose a Santiago de la Cruz, impartió las instrucciones adicionales:

– Preparen caldo de verduras con un sapo hervido. La piel del sapo tiene muchas sustancias benéficas. Que beba diez cucharadas ahora y otras tantas a la noche.

Una hora más tarde Francisco estaba nuevamente atornillado a su banco y repetía las preguntas y respuestas que debía saber de memoria un creyente próximo a recibir el sacramento de la confirmación.

38

El director espiritual le entregó una cuerda con nudos prolijamente enrolladas. Le prestaba su látigo personal como prueba de un paternal aprecio. La cuerda de color excremento tenía manchas oscuras: restos de la sangre que testimoniaban el brío de los azotes. Francisco debía aplicarse una severa disciplina esa noche para ingresar puro en la iglesia al día siguiente. Toda Córdoba se agitaba con la inminencia de la confirmación masiva.

Ya estaban llegando caravanas de los poblados circunvecinos, En los accesos de la ciudad y también en la plaza mayor acampaban indios, mestizos, mulatos, negros y zambos, tanto mujeres como varones, traídos por caciques, curas y doctrineros. Reinaba un clima de feria. Circulaban estandartes de órdenes religiosas que reeditaban el fervor de las procesiones. Los catequistas convocaban a su gente para contarla, vigilarla y reiterarle la enseñanza. Pese a su heterogeneidad, eran una réplica de los apóstoles antes de pentecostés: temerosos, ingenuos, miserables.

Francisco también esperaba en esa noche de vísperas. Las dudas que a menudo estremecían su pecho serían borradas cuando la materia del santo crisma y las palabras del obispo lo llenasen de gracia. Se aisló en su celda y encendió el pabilo. Empujó hacia un lado la mesa y la silla, enrolló la estera. Necesitaba espacio para hacerse saltar las impurezas. Se desnudó el torso. Tomó el látigo y, mientras lo desenrollaba, rezó un padrenuestro. Pensó en sus pecados, deseos, imprudencias, destemplanzas. Acudió a su mente el rostro de su padre, la llave de hierro y la biblioteca perdida. Ahí estaba Satanás con sus tentadores disfraces. Aferró la empuñadura y se aplicó un azote en la espalda. Se encorvó. «¡Aguántala, demonio! -exclamó sonriente. Para darse fuerzas rezó otro padrenuestro y desafió a Satanás-. ¡Preséntate de nuevo con tus trampas!», vio la enigmática grabación de la llave española. «¡Aguántate ésta!» Se descerrajó otro golpe. Su piel agredida abrió los poros. Le faltaba aire y palabras duras. Esas imágenes queridas le debilitaban el impulso. Tenía que humillarse, merecer el castigo. «¡Pecador! ¡Miserable!» Se dio el tercer golpe pero más blando que los anteriores. Caminó en el rectángulo de su celda con los ojos y el látigo caídos. Se reconocía indigno, cobarde, viciosos. Repetía «vicioso, vicioso». No era suficiente, no se enardecía bastante. «Cobarde.» Tampoco. «Indigno, hijo de hereje, eso, hijo de hereje, marrano inmundo, eso, marrano inmundo.» «¡Judío de mierda!» Y se aplicó un fuerte latigazo. Y otro. Y otro más. Consiguió desatar la locura y la íntima ferocidad. Silbaba la cuerda y su boca escupía injurias. Los hombros y la espalda se cruzaron de rayas.

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