– ¿El doctor Francisco Maldonado da Silva?
– Sí, fray Martín.
El comisario ignora la inoportuna familiaridad.
– ¿Jura por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y por esta santa cruz, decir la verdad?
Francisco lo mira a los ojos y descerraja la más inesperada de las respuestas.
Durante los trayectos nocturnos estaba prohibido usar velas porque podían encender las maderas y los juncos de los vehículos. En cambio se mantenía prendida una linterna junto al peón que bostezaba sobre su petaca. El zangoloteo permitía descansar cuando se acomodaba a un ritmo estable, pero a menudo sobrevenían fuertes sacudidas; en el camino abundaban piedras y huellas. En ocasiones el vehículo quedaba trabado y el peón descendía, reclamaba colaboración, oponía troncos y ramas secas, ordenaba empujar y azuzaba a los bueyes para que la rueda saliese del pozo. Nadie dormía de un tirón.
Mientras, las voces de la noche concedían noticias parciales sobre su misterio. El silbido de las cigarras era acuchillado por el grito de una lechuza; el chirrido de las ruedas apenas ocultaba el clamor de fieras. Oscuros jabalíes se desplazaban en busca de víctimas. Reptaban las serpientes, corrían las vizcachas, se amontonaban las nutrias y disparaban las liebres. Los bueyes tiraban del yugo a paso regular y en derredor la fauna invisible atacaba, huía, devoraba. No se descartaba otra eventualidad: los crueles Indios del Chaco.
A la madrugada refrescaba mucho. Con un ojo Francisco solía espiar el sonrosado despertar del horizonte mientras en lo alto todavía colgaba la luna. Pronto empezaría a formarse el rodeo. Se repetiría el programa: desuncir bueyes, engrasar mazas, prender el fogón, ir a orinar y defecar, llenar con agua las botijas y los grandes cuernos que se ataban al arzón de las monturas. Se reanudaría la marcha por unas horas, hasta las diez, cuando el sol desenfrenado ultrajase los campos. Entonces se hada lo mismo que ayer y mañana. Muda de animales, reparaciones, almuerzo y siesta. Luego reinicio de la marcha hasta que el horizonte segregase la púrpura. Rodeo, fogón, cena. Se continuada si la noche era serena y los baquianos podían ver el camino. La caravana de veinte carretas y con valiosas tropillas marchaba cada vez más cansada.
Un mediodía acamparon en un pequeño bosque de quebrachos, el último del trayecto. Decían que su madera era incorruptible. Su dureza agotaba las hachas. Era la madera más vigorosa del mundo.
Empezó a llover y los peones armaron una carpa para seguir cocinando. Por la tarde volvió a llover. Los bueyes continuaron su marcha pisando firme en el lodazal. Sus cueros mojados resplandecían. Nada los asustaba: peor fue el cruce del río. Al rato, la lluvia ya era recuerdo. Y lo seda hasta el fin del viaje.
El paisaje árido acabó por imponerse. Aumentó el calor y el polvo. Por las tardes solía levantarse viento; su silbido llegó a ser torturante. Los animales silvestres correteaban por las extensiones peladas en busca de los matorrales que servían de escondite. El escaso verde que los había acompañado al principio se marchitó en ámbar y cinc. Estaban próximas las misteriosas salinas. Según las aves de rapiña que sobrevolaban con hambre, la caravana parecía detenida. Los bueyes eran simples figuras de cerámica en el inconmensurable yermo. Respiraban arenisca. Francisco preguntó si podían extraviarse y rondar para siempre en esa planicie hostil. Dijeron que no, pero su pregunta generó malestar.
Había que racionar el agua. Al frente se extendía una blancura ósea. Con sólo mirada dolían los ojos. Los bueyes también se blanquearon. Ingresaron en una pista de sal. El atardecer encendió fugazmente los espinosos contornos de las matas. La noche se enfrió con rapidez. El viento arañaba, daba voces. Francisco se cubrió la cabeza. En la pesadilla se filtró algo. Su manta era gruesa y tardó en conectarse. Al despertar intuyó a su padre correr hacia los caballos seguido por Diego y Luis. Bajó al piso de sal y su madre le aferró el brazo.
– ¡No vayas!
El muchacho vio entonces un par de esclavos tendidos. Sus cuerpos inmóviles contrastaban con la superficie lactescente. Al costado se dilataba un charco rojo.
– Lo mataron anoche -dijo Aldonza.
– ¿Por qué?
Meneó la cabeza.
– Para probar, supongo. Estaban junto a la carreta con nuestras cosas.
Francisco liberó su brazo y se acercó a los cadáveres. Yacían boca abajo, con heridas en la espalda. Los habrían asesinado mientras dormían o mientras vigilaban. Fray Isidro permanecía de pie junto a ellos y hacía girar el rosario. Los peones murmuraban alborotados, perplejos.
– ¡Asesinos hijos de puta! ¡Los colgaremos! -juraron unos comerciantes.
«Mi padre traerá a los ladrones y serán ajusticiados aquí mismo», conjeturó el muchacho. Si no hay árboles, oficiará de picota el techo de una carreta. Así contó Lucas que se hacía en los viajes. Y era cierto: un comerciante ya estaba ofreciendo su soga a un mulato para que la probase. El mulato sonrió apenas y trepó hasta la picana de la carreta. La ató con habilidad y con placer.
– Papá traerá a los ladrones -murmuró acercándose a su madre.
Ella volvió a restregarse los ojos: arenisca salada, o lágrimas, o cólera.
– Papá iba adelante. Es valiente -quiso animada.
– Impulsivo -dijo ella-. No debió ir; es peligroso.
Miró a su hijo y agregó:
Son criminales. ¿No has visto qué le hicieron a estos pobres infelices?
Francisco depositó su mirada sobre los cuerpos inertes, despojados del espíritu.
– Tu padre es médico, no soldado.
La negra Catalina le ofreció un tazón de chocolate.
– Yo sé qué lo enardeció -acariciaba el tazón con ambas manos-. Lo llamaron para auxiliar a los heridos. No pudo hacer nada porque estaban muertos, pero advirtió que habían caído junto a la carreta que transportaba nuestras cosas. Descubrió que faltaba un arcón -bebió un largo sorbo-. No cualquier arcón… para él.
El jefe del convoy ordenó enterrar los cadáveres. Eligió el lugar y dos esclavos empezaron a cavar la fosa. No salía tierra, sino sal. Blanca sal con estrías oscuras que se amontonaba a un costado. Pronto encontraron una veta de agua, una especie de leche sucia. Una palada arrojó a los aires una comadreja muerta que cayó pesadamente. Había estado enterrada vaya saber cuánto tiempo en el mismo sitio que ocuparían los dos hombres. Se conservaba entera, asquerosamente entera bajo el envoltorio de sal que enjabelgaba su raída pelambre. Levantaron los cadáveres y los depositaron sobre unos cueros de vaca. Después alzaron los extremos de los cueros y con su mortuoria carga los deslizaron al fondo de la tumba. Otros cueros oficiaron de tapa. El blando ataúd fue cubierto rápidamente con las paladas mientras fray Isidro comandaba el recitado de las letanías. Sobre el montículo se clavaron dos cruces.
El sol horneaba la temible planicie. Su aliento incandescente era reforzado por esporádicas brisas de agobio. Yacían en una siesta paralizante. Los labios secos debían aguantar el estricto racionamiento de agua. Esa tarde había que partir de cualquier modo -decían- porque de lo contrario una tumba de dos sería la de la caravana íntegra. «Los jinetes nos darán alcance», tranquilizó uno de los capataces mientras ordenaba a los peones que cosecharan hojas carnosas de un cactus. Las gordas y espinosas hojas regalaron un moderado refresco.
A las tres empezaron los preparativos para continuar la marcha. En el horizonte bailotearon unos puntos. Aldonza los señaló alborozada. No eran el espejismo que promete agua y vegetación. Eran los jinetes. Parecían volar a escasa distancia de la plancha salitrosa. Los cascos levantaban globos azulinos. ¿Dónde estaban los ladrones? ¿Los habrían matado y abandonado a los buitres? La improvisada horca esperaba. En pocos minutos se oyó el galope.
Ingresaron en el rodeo blancos de sal. Diego Núñez da Silva, ronco, apenas podía hablar. Le ofrecieron media jarra de agua a cada uno. Entrecortadamente deshilvanaron su informe. No dieron alcance a los asesinos. No. Les llevaban demasiada ventaja. Habían partido por lo menos una hora antes de que se descubriera su crimen. Las huellas que dejaron parecían confiables al principio, después no. Se separaron para despistar. Eran tres hombres por lo menos. Abandonaron el arcón en su huida: les decepcionó su contenido -sonrió don Diego-. «Nunca estas salinas leyeron tanto…» Fueron arrojando los libros al suelo a medida que hurgaban en su interior. Despreciaron la primera capa de volúmenes con la esperanza de encontrar abajo de ella los géneros valiosos o las joyas, luego se libraron de la segunda capa. Y así.
Fray Isidro hizo una mueca: pensaba en aquel impertinente con picazón en el traste y la bragueta que esperó hacerse rico de un solo golpe. Ya estaría pergeñando otro asalto, no sólo con codicia, sino con rabia. El mulato desató la soga y, encogiéndose de hombros, la devolvió al enojado comerciante.
Algunos libros se quebraron en la caída, otros perdieron hojas, contó Diego Núñez da Silva, quien los recogió con unción, como a niños heridos. Sus compañeros se impacientaban, querían alcanzar a los ladrones. Para el médico, en cambio, era más urgente recoger esa hilera de tomos desparramados como basura. Los levantaba, los cerraba, acariciaba y guardaba en la talega. Estaba reparando una profanación. Para los otros estaba perdiendo el tiempo. Discutieron y amenazaron con dejado solo, y la mayoría lo hizo, pero al rato volvieron sobre sus huellas: no era posible alcanzar a los delincuentes. Entonces lo ayudaron a completar la absurda recolección. Por lo menos no regresarían a la caravana con las manos vacías.
– ¿Jura por el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, y por esta cruz, decir la verdad? -repite el comisario Martín de Salvatierra.
Francisco lo mira a los ojos. Esta escena ya había abrasado sus pesadillas: los funcionarios del Santo Oficio ordenan y él contesta; ellos exigen y él concede. Aprieta los puños. Las muñecas se le han ulcerado bajo las argollas de hierro. Siente que lo observan desde las alturas.
– Perdón… -carraspea.
Los frailes parpadean.
– ¿Qué ocurre?
– Juraré decir la verdad.
– Hágalo, pues.
Francisco les sigue sosteniendo la mirada.
– Pero no así.
Al notario se le vuelca el tintero. Uno de sus sirvientes se apresura en ayudarle.