Francisco, por su parte, teme aflojar a último momento. En su familia todos sucumbieron al terror: su padre y hermano en la tortura, su madre y hermanas al sentirse desamparadas. Lo presionarán hasta el último segundo. Antes de hundir la antorcha en la paja seca que amontonan bajo los leños le gritarán que ceda, que salve su alma.
Le mueven un hombro. ¿Ha estado soñando? Varias linternas arden en el miserable calabozo y sus llamas lamen el techo de adobe. Desde la horizontalidad de su lecho cree estar enfrentado por una apretada multitud. Se incorpora con esfuerzo, parpadea. Comprimiéndose unos a otros hay soldados con sus alabardas, sacerdotes y entre ellos el cansado dominico. Súbitamente esos cuerpos numerosos y fornidos que apenas caben en la mazmorra abren un hueco. Francisco se frota las órbitas legañosas y, cuando saca las manos de su cara, ve el rostro metálico del inquisidor Andrés Juan Gaitán. Adhiere su espalda a la pared y recoge las piernas: no tiene fuerzas para pararse, ni hay lugar. El inquisidor le esquiva la mirada y desenrolla unos pliegos. Lenta y victoriosamente le lee la sentencia. Francisco no se mueve; no intenta responder, ni comentar, ni rogar: sus ojos apuntan rectamente a los del inquisidor, que no se despegan de las letras. Termina, enrolla el papel y se da vuelta para no verle el rostro a su víctima. Busca entre los hombres apretujados al fraile dominico y le susurra una orden.
La cueva se vacía. Francisco murmura:
– ¡Dios mío!, sucede.
Ya no verá insinuarse el amanecer por los tres agujeros del muro: en unas horas vendrán a sacado definitivamente., Toca el borde del colchón que lo acompañó casi trece años y vuelve a preguntarse si le alcanzarán las fuerzas para seguir defendiendo su derecho hasta la culminación del Auto. Se deja caer sobre el poyo. El candil que le han dejado emite una luz que por primera vez aprecia: es suave y rosada. Los muros irregulares están llenos de dibujos; las formas, incluso en este cubículo tan pequeño, son infinitas. Por uno de los tres agujeros aparecen los ojos de una rata. Ni siquiera viene a despedirlo: sólo a enterarse de su partida. De repente lo asalta un alud de recuerdos: las ratas en el convento de Córdoba, las ratas en el convento de Lima, el director espiritual Santiago de la Cruz y el aprendizaje del catecismo, las biografías de santos, la confirmación, la enorme Biblia de la capilla, su primera flagelación, el abrazo de los torsos desnudos, la aparición del negro Luis con el instrumental del padre y la llave española (¡la llave española!, ¿dónde estará?).
Cruje la puerta y dos negros adelantan una bandeja.
– El almuerzo -dicen.
¿Almuerzo? ¿A esta hora de la noche? El dominico lo invita a rezar y a comer. Francisco entiende: los condenados a la hoguera son piadosamente agasajados con un banquete. Es una cortesía macabra, pero más elocuente que la burocrática lectura de la sentencia. Le ofrecen una comida de príncipe. El dominico alza la voz para atravesar su sordera y le cuenta -anhela llegar al escondido corazón- que el Santo Oficio ha contratado hace tres días a un pastelero para que secretamente preparase la última colación.
– Secreto -murmura Francisco-, siempre el secreto, para que sea impune la arbitrariedad.
Se incorpora y camina los pocos pasos que caben en la mazmorra. El fraile se encoge para darle lugar, quiere complacerlo, ayudarlo y ser agradable. Vuelve a mostrarle la bandeja.
– Coma -Francisco invita al sacerdote.
– Dios mío, Dios mío -implora el fraile-, ¿cómo hacerle entender que van a quemarlo vivo, que sus pies serán mordidos por los tizones y sus caderas azotadas por las llamaradas y su rostro despellejado, triturado, asado? ¿Cómo hacerle comprender que es una víctima de una trampa del demonio y que padecerá el suplicio de la hoguera para desembocar en el interminable suplicio del infierno?
Cae de rodillas.
– ¡Sálvese! ¡Sálvese! -ruega.
Francisco fuga hacia su interior. Necesita rememorar los Salmos que nutren la esperanza. Debe mantenerse tranquilo para que no lo invada el temblor ni se quiebre a último momento. A medida que pasan los minutos, mientras los versículos lo animan, siente que le arañan los monstruos de la derrota. En un sentido crece su fuerza y en el otro su debilidad. «No repitas mi trayectoria», le recomendó su, padre. ¿La repite, acaso? Cree que no. Su padre denunció a otros judíos, se humilló ante los jueces y mintió su arrepentimiento. Mutiló su dignidad. No volvió a ser cristiano, ni hombre libre, ni judío digno: se transformó en un resto que tenía vergüenza. Ofrendó lo más sagrado de su ser a los opresores, para gloria del Santo Oficio y sólo retuvo el testimonio del vejamen. Ésa fue su trayectoria: miedo, sometimiento, claudicación.
Francisco aprieta los párpados para que no desborden las lágrimas.
La imagen de su padre vencido le produce una pena atroz. Pronuncia Salmos que contrarrestan la imagen doblegada y triste. «No repetiré tu trayectoria» se alienta. Pisa los umbrales del fin y no ha denunciado a nadie, no se quebró ante los jueces, no ha simulado arrepentimiento, no aporta un céntimo a la gloria de sus opresores.
El fraile reanuda el trabajo persuasivo, le acerca la bandeja con manjares, reza las poderosas oraciones.
A las cinco de la madrugada dos regimientos de infantería en uniforme de gala completaría su formación, uno en la plaza de Armas y el otro frente al palacio inquisitorial. Las altas puertas del Santo Oficio se abren para dejar entrar cuatro grandes cruces enlutadas con mangas negras, traídas de la catedral y acompañadas por un cortejo de clérigos, curas y sacristanes con sobrepellices. Los «caballeros honrados» que se han escogido para acompañar y seguir predicando a los reos la clemencia del Santo Oficio en su trayecto al Auto son distribuidos frente a las puertas de cada mazmorra. En el enrevesado laberinto empiezan a sonar trancas, chirriar puertas y estallar gritos. La firmeza de los frailes, soldados y caballeros debe contener la desesperación en alud. Por los corredores alumbrados con antorchas avanzan los cautivos hacia la capilla de los condenados. Allí se les brindará otra piadosa ocasión de escarmiento.
A Francisco le aferran los codos y lo obligan a levantarse. No alcanza a echar un último vistazo al agujero que lo albergó en el segmento final de su prisión. Lo conducen por el pasillo amenazante, trepa escalones, atraviesa puertas. Zumba el palabrerío ansioso del dominico que le repite imprecaciones a la oreja y le sacude el brazo. Los caballeros que lo vigilan miran hacia adelante, llenos del poder que significa conducir un humano a la muerte. Lo empujan hacia un grupo de oficiales sin soltado. De pronto se desliza un paño por su cabeza. Lo toca, lo mira: es el sambenito. Tiene un asqueroso color amarillo, llega apenas a las rodillas y es tan ancho como sus hombros; en la parte alta, sobre su pecho, han pintado unas aspas rojas en forma de X, lo cual simboliza que es un pecador extremo. En la parte inferior han pintado llamas que apuntan hacia arriba: elocuente confirmación de que será quemado vivo. Un oficial levanta un largo cono de cartón, la coroza sobre el que relucen torpes pinturas de cuernos, garras y colmillos que simbolizan al diablo, y de cuyo vértice cuelgan trenzas de brin en forma de serpientes. Con irreverencia se lo calzan en los cabellos. Francisco levanta automáticamente su puño para volteado, pero innumerables garfios le frustran la intentona. Se siente ridículo. Sólo falta que después, al pie de la hoguera, los soldados echen suertes por esas prendas infames como hicieron mil seiscientos años atrás con una túnica púrpura y una corona de espinas. Lo empujan de nuevo para ingresado en la doliente procesión que se dirige a la plaza.
Se balancean las altas cruces con los trapos negros flotantes, rodeados por copioso número de clérigos. Siguen los penitenciados por delitos menores: hechiceras, bígamos, blasfemos, solicitadores. Cada uno cercado por una guardia que les impedirá hablar a nadie. Después marchan los judaizantes, el plato fuerte de esta ocasión. Todos llevan sambenitos. Son decenas y están ordenados con lógica de suspenso: los judaizantes que se han arrepentido pronto marchan adelante con sogas gruesas en la garganta. Quienes se han arrepentido tarde y serán relajados (ejecutados) vienen atrás con una cruz verde en la mano. Las antorchas y los cirios zigzaguean en la plaza llena y sacan reflejos a los escudos. Una hemorragia en el oriente anuncia el bostezo del amanecer. Francisco toma conciencia de que sale de su último encierro: nunca más lo aislarán entre cuatro paredes. El aire oscuro de la madrugada le refresca las mejillas. Ha imaginado muchas veces este instante; le resulta familiar y tenebroso. A pocos pasos reconoce al viejo médico Tomé Cuaresma, encorvado por el sambenito y la coroza pintarrajeados con llamas, víboras y dragones. Francisco devuelve la cruz que le han puesto en la mano.
– Debe llevarla -le ordenan. Niega con la cabeza.
El oficial le abre los dedos y exige que obedezca. Francisco le cruza la mirada como un sable.
– No.
– ¡Irá rebelde! -se alarma el dominico-. ¡No empeore su situación, por su bien!
Francisco se niega a sostener la cruz verde.
– La dejo caer -anuncia.
El fraile la recoge en sus manos y la besa [56] .
Detrás de la procesión 'avanza el portero del Santo Oficio a caballo, con un cofre de plata cerrado donde están guardadas las sentencias. Lo siguen el secretario, también montado en un corcel con gualdrapa de terciopelo verde. Continúan el alguacil mayor y otros solemnes funcionarios. Las calles se van iluminando con la llegada del día; reina una contenida exaltación. Las puertas, balcones y terrazas se colman. El río de gente que acompaña a la hilera de pecadores es un monstruo muy ancho y largo, que se desliza perezosamente hacia la plaza Mayor ceñido por los muros de las casas. Las cruces, cirios y velas se bambolean durante la dificultosa marcha hasta que el caudal se abre parcialmente en las proximidades del cadalso. Los frailes y caballeros encargados de controlar a los cautivos los hacen subir en orden, ubicándolos en los largos tablones que les están reservados. El rumor de la multitud aumenta gradualmente, a medida que ve emerger a las abyectas víctimas. Crece de modo franco al subir los judíos con corozas y sambenitos pintados con llamas y ya es escandaloso el abucheo cuando surge un hombre de larga cabellera que ni siquiera ha tenido la piedad de llevar una cruz verde en la mano.
Los caballeros con bastones negros que exhiben las armas de Santo Domingo golpean los hombros de la gente para restablecer el orden que exige la sacralidad del Auto. En el tablado central ya se han sentado los inquisidores y el virrey. Castro del Castillo contempla satisfecho el dosel de brocato con flecadura dorada que mandó instalar a último momento, y en cuyo cielo ondula una imagen del Espíritu Santo que significa «el espíritu de Dios gobierna las acciones del Santo Oficio». Al virrey se le han provisto tres cojines de fina tela color ámbar, dos para los pies y uno para el asiento, en tanto que los inquisidores disponen de una almohada de terciopelo. Castro del Castillo tuvo la cortesía de adornar el balcón de la virreina con pendones, oriflamas alegres, tapices y amplio dosel amarillo. Todo en derredor, hasta donde se pierde la vista, es un enjambre de personas. Los memoriosos insisten en que nunca hubo en Lima un Auto de Fe tan concurrido.