El sol arriba, la tierra abajo, y adelante mas tierra igual. De noche y todo alrededor, la pura oscuridad y el picoteo lustroso de las estrellas techando.
Atrás, uno que otro quejido de hombre en sueños y el griterío salteado de las chinas, que ahora que nadie se arrimaba a pedirles servicio, hacían ruido entre ellas para que se creyera que algún hombre había vuelto a solicitarlas.
Ya tendían miedo de que por no necesitarlas, una mañana los hombres les quitasen la carreta y los pingos y las dejen ahí para que se las lleven los salvajes si antes no las prendía fuego el sol o las helaba la primer noche del invierno que debía estar pronto a venir.
Pobres chinas: de tan montadas por milicos puebleros, debió habérseles hecho una doctrina el miedo al indio, y ni se les cruzaba el pensamiento de que en la toldería no la iban a pasar peor que carreteando siempre media legua o media hora atrás de la tropa.
Porque seguro los salvajes las solicitarían menos salteado y las obsequiarían mejor que estos que mas ganas tenían de llegar y juntarse con los que iban a volver a empezar, cuanto mas seguros estaban de no estar yendo hacia ninguna parte.
Huellas, jamás ni una pudieron encontrar.
¿Quién no tiene oídas historias de baquianos que encuentran huellas donde nadie las supo ver, y van marcándolas cortando yuyos mordisqueados por la hacienda de un rodeo, mostrando raíces pisoteadas por un potrillo de dos meses, y confirmándole al descreído que andan siempre en lo cierto anticipando cuando tendrían a la vista una res carneada por la tropa, o un rescoldo de leña de una fogatas y señalando lejos el sitio donde tendrían que aparecer esos montones de bosta en seguidilla que marcan el lugar donde pampas o cristianos estuvieron haciendo noche…?
No tenían baquiano. Habían pagado un baqueano que comprometió esperarlos en un puesto de la estancia de Duarte, atrás del bañado de Tortugas.
Pero cuando pasaron por el puesto encontraron a una india feísima con que tenía un solo diente arriba. Era la mujer del baqueano.
Parecía vieja. Temblaba toda por el miedo. Pero si había parido esos dos chicos, que decian ser los hijos hijos del baquiano, tan vieja no debía ser.
Cuando pudo hablar, dijo medio en castilla medio en pampa, que los que le pagaron al marido habían pasado muchos días antes, que el jefe era un coronel y que la comitiva de mas de cuatro manos -serian cuarenta- con carretas y mucho gauchaje a la rastra había rumbeado de prisa al sur porque hacían posta esa noche misma en los corrales de Buenos Aires.
Empezaron a creerle cuando les mostró un tirador con las monedas que había dejado el coronel: libras británicas y pesos fuerte con cuño de oro, mezcladas con muchos cobres del Paraguay y contos dorados del Imperio del Brasil.
Muerta de miedo, quería devolver el tirador y dejarles el mayor de los críos que les juró que ya era muy baqueano y hasta mejor peleador que el padre.
Contenta ella y triste el chico quedaron cuando nadie aceptó sacarle las monedas y todos se jactaron de que se las iban a arreglar sin baqueano.
Después, cuando se vio que ni uno era capaz de descubrir huellas ni de adivinar cosas conforme el estado del pasto, unos se lamentaron no haber traído al chico, y otros los consolaron hablando de que estaban mejor así, porque con tan mal ánimo ningún baqueano les iba a durar y a la primer desesperanza le iban a cargar la culpa de todo y ya estaría degollado, o tan enemistado que los iría arreando directo a donde olfateara que podía estar el malón.
De las mentadas marcas en el horizonte -el palo, el árbol, la lomada, el pastizal de un color diferente: todo lo que se enseña en la milicia- ni una vez alcanzaron a ver ejemplos en tantos días de marchar ilusionados con el punto de encuentro.
Casi seguro muchos habrán pensado en el viento. Y mas por el rencor que les quedó después del entusiasmo con el método del sol.
Sin exagerar ni un poco mas: aunque pensar, lo que se dice pensar, es algo que se le podía atribuir a pocos de los que tuvieron idea de volver a empezar, y casi a nadie entre los que se les fueron agregando, no es difícil que alguien también haya pensado en el viento.
Porque esta pampa te hace cavilador: será la forma de marchar, que a los pocos trancos acompasa a hombres, montas y animales de carga. O por el silencio de las paradas.
¿O por la tanta luz que palma y no bien se hace el oscuro, comés algo y te caés dormido hundiéndote ahí como cascote en la laguna…?
Cascotes no. Y mucho menos piedra: ni una se alcanzó a ver en tantos días de marcha. El suelo siempre igual: pasto y mas pasto. Y hurgando bajo el pasto, terrones negros y tan secos que no se entiende como se las compone el yuyal para guardar un verde tan fresco que se nota por el engorde de la monta y de la carne de reserva mas que con los ojos, que se acostumbran rápido a ver verde y todo puro verde hasta que el sol se esconde y no se ve mas nada.
Ya en una de las primeras noches, ya punto de dormirse, alguien hablaba de dar gracias al pasto porque si no ya habrían clavado guampa en la tierra, y cuando desde lo oscuro sonó una voz diciendo que a ese pasto lo regaba el rocío, y, aunque nadie había visto rocío y nunca un poncho amaneció mojado ni con ese olor a bicho que le vuelve al pelo de la vicuña con la humedad, se dijo que el hombre debía tener razón.
Varios se habían dormido. Se oía roncar de un lado y de otro, y después la cantilena del de la flota que había cantado por primera vez:
"los boniiiiiitos barcos del asia…
los boniiiiiitos barcos de aquí…
alguno me llevará lejos,
lejos, muy lejos de ti…
bon bon,bon bin
bonita no llores por mi…"
Cantaba para el solo: nadie lo quería oír. Pero en aquellos primeros dias de marcha después de resignarse a tantas cosas con tal de ir a juntarse con los que querían empezar otra vez, era mas fácil tolerarlo que encontrar voluntad de pedir que se calle, hasta cuando se ponía mas pesado, cambiaba de tonada y poniendo voz gruesa de africano repetía:
"que mal… que mal… que mal
que mal armé mi barco…
la proa parece un balcón…
a popa parece zapallo…
las velas parecen cartón…
y el mástil, el mástil…
que mal armé mi mástil…
parece rezarle al tifón
que venga que venga
que venga el temporal
y el barco malarmado
se vaya al carajo en el mar…"
Alguno ha de andar todavía vivo capaz de recordárselo mejor.
Tanto repitió el canto en esos primeros días de marcha que antes de que le quedara El Marino, los que no le sabían el verdadero nombre -Esteban- le decían "malarmado", y los mas puercos "el malarmeado".
Ahí en la peor la oscuridad cada cual sabía bien donde tenía su poncho porque lo que empezó como una fila tipo milicia, con cuerpos estirados a la par todo a lo largo de un potrero, los pies para el lado de los carros y la cabeza apuntando del lado del fogón, había terminado formando ese redondel, que era cada vez mas respetado y cada vez mas se parecía a un círculo dibujado, copia del horizonte igual que los tenía siempre en el medio, dando vueltas y vueltas, camino de borrachos.
Borrachos sin tomar. Por cansancio, por pampa y por desánimo: tres venenos peores que el peor aguardiente y que a cada quien le producía el peor efecto que su vida y los daños que debió haber hecho en su vida lo hicieron merecer.
En un lado, los mas juiciosos se resistían al sueño y no era fácil hacerseló reconocer pero igual que a éste que cuenta, algo del canto del marinero se les clavaba en la memoria, y anticipaban con la mente las repeticiones de palabras y estribillos de versos pensando que alguna vez, bajo un alero en un rancho, o haciendo noche en una tierra mas amistosa, tratarían de cantarlo.
Eso, a condición de que no hubiese presente alguno de los que ahí estaban cayéndose dormidos, para no llevarles un mal recuerdo.
Se sentía alguna puteada contra el marinero, y la voz zeceosa volviendo a empezar:
"no me gusta la carne
no me gusta los libros
me voy al mar, me voy al mar
no me gusta la gente
no me gustan las casas
me voy al mar, me voy al mar
ni esa hembra ni ese crío
ni el jardín ni la estufa
son para mi…¡ me voy al mar!
prefiero las tormentas
prefiero naufragar
porque ahogado en el fondo
sabré cantar sabré cantar"
– ¡Putas que los parió al marino…! ¡Se me pegó el cantito…!-Protestó un teniente chiquilín, como que hablaba para si, pero a la par de unos criollos que le habían hecho custodia en una avanzada.
Se contó que lo había dicho sin rabia y que con medias palabras les dio a entender que cada vez que montaba y aflojaba las riendas empezaba a sonarle dentro de la cabeza "mi boni, mi boni, mi boni".
Que el pingo, -el suyo o cualquier otro de remonta que ensillara para darle un respiro a su zaino- también parecía conocerlo y moverse marcando el paso del cantito. Y que ni trotando ni galopando -dicen que se quejaba- conseguía parara de sonarle dentro de la cabeza y en las patas del pingo.
Por maldad o por vergüenza, nadie lo quiso consolar y se murió mucho después, lanceado por la caballería del Imperio y sin saber que a muchos les estaba pasando igual, pero que no tenían las bolas colocadas como tendrían que estar para reconocer que a ellos también se les había metido.
Por ahí alguno, rezagado o medio alejado de la formación, se lo habrá dicho a su caballo en secreto. Pero reconocerlo era tan difícail como hablar de que no estaban haciendo mas que dar vueltas y vueltas al eje de la noria invisible del medio de la pampa. Estirando un cascarón de yuyos. Un pedazo apenas de la Ceación que dejó Dios nada mas que para que ellos y uno que otro araucano siguieran vivos, ignorantes de que ya había pasado el fin del mundo.