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– ¡Vías de agua en el codaste que no hay quien pueda, no hay quien pueda, no hay quien pueda… Reparar…! -Canturreaba otro.

– ¡Veráis cuando la nave encalle y tengáis que abandonalle…! -Decía alguien mas y parecía la amenaza de un fraile loco.

– Hasta la rocas, hasta las rocas os lleva el mar… -Era lo único que sabía decir el domador chileno de voz finita. Y siempre lo repetía.

– ¡Que hasta las rocas arrastre la corriente al marinante y hasta las bolas se entierre entre las olas el que le cante…! -Ese era otro chileno, medio borracho pero buen payador.

Y pocos acertaban con la gramática arrevesada del marino. Si hasta se podía oír:

– O hacerois encallar en la costa o dejarseis llevaros por las corrientes hasta que las rompientes de las rocas del mar le naufragareis…

Y así seguían hasta que el mazorquero, o alguien con mas idea y condiciones de imitador, copiaba una de las frases que mas le gustaba lucir al marino:

– ¡Hasta que una tormenta desarbole ñamave y la escoree tanto que las olas se desmadren direictiño a la bodega y el hombre sepa que todo se termina, no se hará carne en nadie la veracidad del canto del marinero en estos tiempos de urbe toda alumbrada a gas y puro ferrocarril y güinchisters de repetición…!

El marino nunca había nombrado güinchisters ni reilgüeis.

Al fusil él lo llamaba "rifle" como los godos. Y a lo que ahora empezaba a nombrarse "trenes" le desconfiaba tanto que si una vez los mentó, les habrá dicho "convoys" a la manera de sureños y brasileiros.

Pero el mazorquero, como la media docena de doctores y bardos que siempre andaban revolotéandolo, estaba envenenado contra las máquinas y no desperdiciaba la ocasión para decir lo suyo antes de cerrar con un alarido que parecía en verdad grito de mazorquero y despertaba al mas cansado:

– ¡Oid carajos…! ¡Escuchad ahora al hombre y no vayáis a creer que lo que habréis de oír es bolazo venido de dichos que cuentan los sabaleros de la boca del Río Reconquista…!

Sabaleros son los que viven en ranchos horcajados en postes de sauce en las orillas del zanjón del puerto.

Zarpan de noche en sus falúas para tirar la red y levantar su pesca: sábalos rechonchos cebados con las sobras que la correntada arrastra desde los mataderos. Al sábalo lo venden para hacer jabón de gelatina y velas finas a las perfumerías y parece mentira que los franceses pidan para hacer sus velitas sin olor algo tan hediondo como la pescadera que cargan esas carretas de sábalo, que, de mañana, cuando suben la barranca de El Retiro, hasta el mercado de la Victoria llega el olor a sábalo podrido, no importa el lado para el que vaya el viento.

Pero mas que de la pesca, el sabalero hace su plata por los chelines que junta en el fondeadero cuando llega una temporada de carga.

Basta que entre un barco británico para que salga el sabalero a darle servicio y así se pasa días rema que te tema parado en la falúa y cantando shangós de negros para darse ánimos y no quedarse dormido mientras carga, descarga o le hace alcahueterías a la oficialidad.

Boga parado mirando adelante como postillón de carroza y en épocas de carga se lo ve ir y venir día y noche con las falúa atosigada de ferretería británica y cajas con ajuares de contrabando para las tiendas.

Si lo arrastra a una leva, el sabalero entra al cuartel contando como propia cualquier historia que le sintió decir a un marinero o a un peón de muelles que como él mismo nunca tripuló nada mas allá de los playones de Quilmes, o de la Banda Oriental del Uruguay en el mejor de los casos.

Bastaba que mentasen los sabaleros para que el marino saltara a corregir y arrancara de nuevo con su cantilena de la flota.

Y entonces sí mas de uno, deseoso de dormir y encarpado hasta la coronilla bajo su poncho, habrá pedido al cielo que se muriera de una vez, o que se murieran todos de una vez para no escuchar mas y hundirse por fin en el fondo de algún pozo sin ruido.

Muerto, por milagro, hasta el momento, nadie había muerto.

Y que se muera, mas que a ninguno se le debió desear al cordobés que perdió un tobiano, el potro que el fraile de Mercedes donó para que le entregase como prenda al cacique si se daba la necesidad de apaciguarlo.

– No maten pampas, no se dejen matar por un malón, esténse siempre bien lejecitos de la indiada… Y si les cruzan sean mas amistosos que ellos y van a ver que se los ganan… -Dijo el de sotana y se entendió que quería decir que cuidasen la pólvora que el Señor la creó para apurar al infierno a los herejes de Cristo y al Sanguinario Hispánico y no para asesinar salvajes que, según él, eran los inocentes mas preferidos de Dios.

Buen domador, el cordobés venía encargado de cuidar los pingos de remonta, pero chuzándolo para mostrarle a una china el corcoveo del potro, en una distracción le permitió escapar. La caballada estuvo arisca toda la jornada y pasaron muchos días y al desmontar y reunir los pingos antes de hacer noche seguía sintiéndose la falta de ese brillo nervioso del tobiano del cura.

Y quien por recordar al potro y su pelo lujoso y quien otro por acordarse del fraile, todos habrán rezado alguna vez pidiendo que el cordobés se desnuque en una rodada o que le caiga encima del cielo una de esas piedras que pasan de noche ardiendo y van a dar al valle de los cometas entre las sierras de Tandil.

Hasta dormido se le deseó la muerte. Y a nadie le pareció que la espantada fue una tontera de momento, ni un accidente que a quienquera le puede llegar a ocurrir. Pura maldad, pensaban todos.

En cambio bastaba que el marinero cerrara la boca o que se apartara a la vanguardia cuando las bestias olisqueaban salvajes cerca, para que nadie le deseara daño y todos lo respetaran, igual que cuando estaba dormido, manso.

Era uno de esos que, haciendo, convence mas que con cualquier cosa que se le oiga decir, pero como nadie puede cerrarse las orejas basta que abra la boca para que la gente sople y busque verle la cara a otros para mirarse compadeciendo lo que van a tener que aguantar.

Pero la vez que se le oyó gritar:

– ¡Por el sol…!

Y mas cuando para explicarlo refirió que hasta el pirata menos disciplinado sabía que viendo de dónde salió el sol bastaba orzar o derivar conforme al viento para rumbear al lado contrario del horizonte y así ganar el oeste, que en el Mar Sur siempre va a dar a tierra firme, los que entendieron dijeron sí. Y los mas cavilosos se dieron a pensar que, de tarde, mirando el punto por donde baje el sol, tendrían noticia justa de cuanto se fueron desviando por no tener en esa pampa nada hacia lo que enfilar y por las propias distracciones que comete el hombre cuando anda medio desorientado.

No sé si se comprende, pero esa noche a todos les resultó tan atinado que les nació como una gratitud con el marino, mas no por eso iban a dejar de escaparle cuando amenazaba empezar la cantilena, ni dejarían de festejar a los que se burlaban, que cada día eran mas y que el hombre escuchaba como si se rieran de otro.

Aunque pensándolo mejor, si por las risotadas entendió que lo estaban burlando, no es de descartar que se diera por contento con que sus dichos se repitan y que cada quien lo tome como quiera tomarlo, puesto que para eso debió haberlos repetido tanto.

Mirar de dónde sale el sol: quien mas, quien menos, todos se habrán dormido reprochándose por qué esa idea no se les cruzó por la cabeza a ellos.

Pero por cuerdo que sea el hombre, él propone las cosas y es siempre la desgracia lo que termina disponiéndolas.

Así en los pueblos como en la pampa, o al menos en esos lados de la pampa y en el tiempo contado desde la noche en que el marinero gritó la idea del sol, y hasta cuando ya nadie mas la quiso recordar, el sol nunca nació desde ninguna parte.

Amanecer en esa pampa quería decir ver de repente que el cielo negro se iluminaba y que bien alto arriba se le formaba como una cúpula de fuego anaranjado.

Por ahí debía andar ubicado el sol, pero tan lejos, y a tal distancia del piso del horizonte, que para averiguar por donde había empezado a levantarse, un hombre iba a tener que aguantarse quieto todo el tiempo, mirándose la sombra y clavando una cañita cada media hora para después seguir con un solo ojo la línea de cañas o de estacas, que, si había una lógica en todo eso, tendría que acabar apuntando justo al sitio donde debió haber iniciado su recorrida el sol.

Venía a ser una cuestión de paciencia: justo a esa altura de la marcha cuando a cualquiera se le podía pedir de todo menos paciencia.

Al principio se habló de tener hormiga y la tropa se dió a decir que tenía hormigas, pero después uno habló de que tenía lagartijas, vino otro que por gracioso lo agrandó mas y dijo que él tenía una culebra, otro figuró que el tenía serpientes yarará y al final varios terminaron diciendo que sentían potros cimarrones galopándoles. Cada quien lo agrandaba como podía buscando la forma mas graciosa para decir que sentían un movimiento incontrolable de algo animal, justo en ese lugar, en el culo.

Venia la luz y ni matear buscaban. Pensaban nada mas que en arrancar y avanzar y ni tiempo se daban para discutir desde cual rumbo habían venido a dar al sitio donde les tocó hacer noche: saltaba uno y señalaba un lugar con su rebenque, y en cuanto terminaba de ensillar y alzar las cosas, todos apuntaban para ese lado sin que nadie se lo discutiera. Por instinto, los caballos caracoleaban, resoplaban y sacudían las crines tascando el freno y dándose ímpetus para salir galopando en esa misma dirección.

El plan de sol, para los que pudieron entenderlo, decía que cuando el sol se pusiera el lugar mismo donde lo viesen desaparecer, iría a enseñar la corrección, o sea, lo cuánto se habían venido desviando del rumbo a lo largo del día.

Pero tal como salía el sol también la noche bajaba de repente, como si además del sol, a todo lo que había sido luz y camino se lo hubiera tragado aquel vacío de la pampa.

Ese vacío que mas de uno pensó que iba a terminar chupándoselos a todos.

Y no de a uno en uno: a todos de una vez, tal como venía haciendo con el sol y como el día menos pensado estaba por hacer con el verano, con las chatas cargadas de cajas de fusiles y munición que siempre se demoraban y con todas las cosas, menos con esa tierra de pasto tan igual legua a legua y semana tras semana, que era imposible calcular como podrían hacerla desaparecer.

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