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El viejo Lanza, condenado a morir por la enorme tristeza que le imponía la ocupación de su patria por militares, curas y estraperlistas. Es cierto que la ola sucia ya había remitido años atrás. Pero había aventado la aldea del viejo Lanza, su rincón, sus costumbres, tal vez su vaca, la maestra rural y sus nietos, sus esperanzas sin ambición.

Mientras elegía colores de bolígrafos en el negocio del viejo Lanza, hombre inmortal que en realidad se llamaba España Peregrina, le oí comentar dulcemente burlón:

«Este azul le puede servir para todo. Fue del cielo, después lo robaron los cabrones, después volvió al cielo. El de cada uno. ¿Cartas de amor? -empujaba las lapiceras con un índice que tenía más nicotina que piel-. No desprecie este rojo que fue engaño como la muleta de un torero. Otro vendrá. Nadie sabe si en el mundo hay más sangre que hambre.» Yo sabía que tiempo atrás existió un diario llamado El Liberal así como otro titulado El Socialista que salía de vez en cuando y lo editaba el boticario Barthe. Ahora sólo se publicaban ocho paginas del periódico La Voz del Cono Sur.

No sé si esta charla con Lanza sucedió el mismo día que marcó la fecha que deseo respetar y darle una fugaz eternidad. La fecha señala el día en que creí haberme aproximado a la verdad íntima, casi total, de otro ser humano. Algún día volveré a Lanza. Ahora copio, infiel, la historia que me contó el medico.

10 de diciembre

Durante mucho tiempo hice apuntes de mis entrevistas con Díaz Grey. Los guardaba junto con los demás en una gran carpeta color vino, acordonada, que le había comprado al viejo Lanza. Una noche pensé que no valía la pena mezclar esos apuntes con los otros. Porque mis charlas nocturnas con el médico formaban una serie muy larga de lo mismo. Chamamé o no, mujer alquilada o no, mis charlas con el médico se reducían, por mi parte, antes de la aparición del turco y del cambio aparente de mi vida, a escucharle historias. Me fui haciendo escéptico y casi incrédulo, a medida que el iba poniendo en palabras sus recuerdos, y confieso ahora que llegué a sospechar que aquel hombre mentía – fabulador admirable – o que se trataba de un caso de senilidad prematura.

Aquel Díaz Grey, medico forense de Santamaría, no podía pasar mucho de los cincuenta años.

Pero lo cierto es que sigo recordando, y a veces apunte, una larga teoría de noches y sucesos. Trato de encadenar y voy escribiendo:

Creo que su mayor orgullo fue sacudir la Santamaría pacata contribuyendo en forma clandestina a que el proxeneta danés, cuyo nombre me dijo y apunte y perdí, se instalara en esta ciudad «donde gobernaban viejas beatas, empresarios gordos y militares nunca asomados que protegían la reserva espiritual de Occidente». Enumero, lento y absorto, como quien trata de dar palabras a un sueño ya muy lejano.

En el Concejo de cinco miembros, dos de un partido llamado conservador -aunque nada había conservable-, dos de un partido llamado liberal, aunque nadie jamás se puso de acuerdo ni se preocupo de dar un significado creíble a ese termino. Ante la amenaza prostibularia los primeros gritaron no, jamás. Los otros, tal vez sólo por molestar, aceptaban la instalación en Santamaría, por razones higiénicas que nunca fueron explicitas, de un prostíbulo, o sea lenocinio, burdel, putaismo, lupanar, mancebía o cualquiera fuera el nombre que proporcionaron tantas dichas de varones, antes de que las bravas muchachas en flor o en fruto agotaran en las farmacias las reservas de píldoras.

Los sustantivos arriba enumerados fueron vociferados en el Concejo, en el Club social y en los hogares sin macula conocida. El diario El Liberal a pesar de su nombre fue sabio, ignore la disputa y conserve lectores de uno y otro signo.

Pero había otro concejal, contó Díaz Grey con una sonrisa misteriosa y de leve triunfo. Creo que fue la única vez en nuestro millar de entrevistas que le sospeche algo de vanidad. El tema me interesaba porque pensé que existía otro prostíbulo en Santamaría, la nueva o la vieja, además de la fila de mujeres a la intemperie asediando, frente al Chamamé . Bueno, si, había otro concejal, el quinto, que decía ser socialista como podía haber asegurado ser monárquico.

Los sanmarianos lo votaban una y otra vez con buen humor. Tenían, es normal, una fuerte repugnancia por la profesión política. El concejal número cinco insistía en presentar cada año un proyecto que autorizaba la instalación y uso de un prostíbulo en Santamaría, aun no dividida en nueva y vieja. Era, según el medico, boticario, obeso y pederasta. No recuerdo el nombre ni que destino tuvo.

Me contó el médico que después de muchos tanteos diplomáticos logro que Santamaría pudiera enorgullecerse y avergonzarse de estrenar un prostíbulo.

– A mí sólo me movió el aburrimiento y la curiosidad. Y recuerdo que en aquellos tiempos me dió por inventarme dolores reumáticos y compre un bastón. Es indudable que este casi renguear y andar golpeando todos los pisos debe tener algún significado para cualquier sicoanalista. Nunca lo supe y nunca me intereso.

Y después de la gran victoria prostibularia puedo escribir con exactitud que todo el resto es confusión literaria. Demasiadas historias, tantas pequeñas aventuras para un hombre sólo vegetando en soledades provincianas. Perdí apuntes o nunca los escribí, por desconfianza.

Un vagar sin sentido comprensible por las arenas que rodeaban una casa, un infantil empeño en enterrar un anillo que debió estar unido a una historia amorosa y difunta; meses de drogas prescriptas y usadas por tres o cuatro personas que se fugan disfrazadas, sumergidas en la estupidez de cantos, músicas y sudores hediondos de un carnaval ya añoso; un adolescente empeñado en dar sepultura cristiana a un chivo maloliente; un promotor de lucha libre, viejo campeón ya vencido por combates, y el tiempo que resulta vencedor de un muchacho mucho más fuerte y joven sin que pueda explicarse por qué; y basta para mí.

De todo lo que fue recordando el doctor me reservé, como cosa tan querida que la hice mía, la imposible historia de una muchacha que por despecho…

Es algo hermoso y no quiero tocarlo con dedos fatigados y temblones. Será mañana si Dios quiere.

Había olvidado el nombre de la muchacha o quise olvidarlo porque presentí que no me serviría. No tuve que esperar mucho tiempo para saber que era necesario llamarla, por ejemplo y ya para siempre, Anamaría.

Solo nombrándola así me seria posible verla, acompañar sus movimientos, visitar con ella y su dolor calles, negocios, parajes sanmarianos. El destino la había golpeado, le escamoteó el hombre querido, al casi esposo, hundiéndolo con su yate en un mar cualquiera y de nombre ignorado, dejándole, tal vez con sarcasmo, nada más que la tristeza sin resignación. sólo aquel vestido de novia que se fue despojando de miles de vísperas felices. El vestido que permaneció para insinuarle el más profundo sentido de la palabra irremediable.

Ahora la tengo, toda ella Anamaría, y la coloco por días o meses boca arriba en la cama. Pero en vano, siempre en vano. Es un cuadro y yo dispongo. Coloco el vestido colgado sobre el espejo de un gran ropero. Los tules y encajes velan impasibles caricias desconsoladas, y la gran desesperación que obliga a permanecer horizontales. Como si oprimiera el cuerpo de la muchacha, no se cuanto tiempo, hasta que aceptara la imposibilidad de corregir los pasados. Hasta que la demencia, irresistible y lenta, fuera trepando por el cuerpo extendido para arrebatármela, hacerla suya y convencerla de que era necesario ponerse el vestido blanco y recorrer, fantasmal y grotesca, calles y callejas de Santamaría.

13 de diciembre

Siempre pareció una perdida de tiempo hacer apuntes de los dos viajes que me llevaron y me trajeron del islote verde sobre, tal vez, el más traído de los ríos. También puede ser que lo haya hecho tiempo atrás. Pero hoy no tengo ganas de revisar apuntes viejos de muchos meses. Tampoco se porque me da por recordar y dedicarles más líneas que presumo no pasaran de algunas frases escuchadas con tanta indiferencia como mal humor.

Durante el viaje hasta el aeropuerto clandestino de los contrabandistas, pequeño aeropuerto por todo sanmariano conocido, y antes de instalarnos en la avioneta del profesor Paley, inconfundible por las letras y números pintados cerca de la trompa, el turco me fue diciendo más o menos:

– Para mí, que no pasa de susto. Todo se arregla pero no se sabe cuándo. Entretanto hay que no estar. Teman a ese milico con galones justo donde debía estar. Instrucciones claras. Cada vez que llegaba la hora señalada del camión él tenía que tirarse un pedo y alejarse persiguiéndolo. Nunca lo pudo alcanzar.

«Tanto si lo encontraba o no, había pasado tiempo suficiente para que el camión siguiera viaje sin que a nadie le diera por curiosear. Pero que hace el muy idiota. Cada ausencia le valía un millón. Limpito, sin impuestos. Y al muy cretino le da por los restoranes más caros, por vestirse como si fuera el mismísimo Príncipe de Gales. Desparramar fichas en el casino y convertirse en el rey de la milonga. Todo eso era más que descuido, hedía como provocación. Todo el mundo supo y comento. Y, claro, los milicos de arriba y muy arriba tuvieron que decir basta, no fuera que los salpicara a ellos. Aunque bien empapados estuvieron siempre. Y el imbecil, separado de cargo y vaya a saberse en que región remota estará dirigiendo un trafico de carretas y triciclos.

»Pero yo estoy limpio y si me lo estoy apartando de la chamusquina es a pedido del doctor, al que le debo grandes favores y respeto.

»Ahora permítame que pare el coche y le cuente un sucedido ya muy viejo. Nada tengo de loco, aunque ustéd piense que esta necesidad de contar aquello sea cosa de loco. Se trata no más de un recuerdo y a veces pienso que si me muero sin decirlo también se muere el recuerdo y para siempre. Se lo trasmito y me parece que es una manera de que esa tontería permanezca un poquito más. ustéd es libre de ayudar contándolo a otra persona. Claro que el mío se ira deformando pero siempre algo queda.»

Encendí un cigarrillo, el coche quieto contra una cuneta, y me preparé para escuchar una atrocidad, una vergüenza.

– Usted sabrá -empezó el turco- que los pueblos de todos los países no usan nombres científicos cuando se refieren a los órganos sexuales de macho o hembra. Para mi historia sólo interesan los de las mujeres. En Estados Unidos, por lo menos en Nueva York, se dice conejo o conejito o gatito, nombres con ternura aunque me desconcierte un poco cuando pienso en orejas. Y así. En España es cono, en Francia con, en Argentina concha, cajeta o papo según las regiones. Mi historia sucede en la provincia de un país tropical al que habían emigrado mis padres cuando yo era niño, país al que no pienso volver nunca. Allí el nombre es, o era, cotorra.

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