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Trabajé junto a Téllez el resto de la semana y el domingo me fui con Ruibérriz de Torres a las carreras, pensé que ahora ya podía premiarlo por sus gestiones, saldar mi deuda con él y contarle lo que me había ocurrido con una desconocida más de un mes antes, a él le divertiría la historia, meramente le divertiría, en cierto sentido la envidiaría: de ser suyo el relato lo habría proclamado a los cuatro vientos desde el principio y habría sido una narración a mitad de camino entre lo macabro y jocoso, lo bufo y lo tenebroso, la muerte horrible y la muerte ridicula, lo que al suceder no es grosero ni elevado ni gracioso ni triste puede ser cualquiera de estas cosas cuando se cuenta, el mundo depende de sus relatores y también de los que oyen el cuento y lo condicionan a veces, yo mismo no me habría atrevido a contarle el mío a Ruibérriz de manera distinta de la que empleé mientras transcurrían las dos primeras carreras de poca monta, es decir, en tono tenebroso y jocoso, interrumpiéndonos sin problemas para observar las rectas finales con nuestros prismáticos, yendo de las gradas al paddock y del paddock al bar y de allí a las apuestas y de nuevo a las gradas, nada se cuenta dos veces de la misma forma ni con las mismas palabras, ni siquiera el relator es único para todas las veces, aunque sea el mismo. Se lo conté distraídamente y también con aspaviento para que lo apreciara, se lo conté en dos patadas, a Ruibérriz no podía contarle un encantamiento. 'No jodas', decía de vez en cuando, '¿la tía se te quedó en el sitio?' Sí, para él era eso y no podía ser otra cosa, la tía se me había quedado en el sitio. 'Y encima no llegaste a mojar, hay que joderse', dijo un poco divertido por mi mala pata. Y era verdad que no había mojado, y quizá era mala pata. '¿Y era hija de Téllez Orati? No jodas', dijo también, recuerdo. Él me fue escuchando con una mezcla de hilaridad y estremecimiento, como cuando leemos en los periódicos sobre la desgracia inevitablemente risible de alguien desconocido que muere en calcetines o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista, o comiendo pescado y atravesado por una espina como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos, la muerte como representación o como espectáculo del que se da noticia, así hablé yo de mi muerta caminando por el hipódromo al que tanto había acudido Téllez cuando no era tan viejo, ante las taquillas de apuestas y en el bar y en el paddock y de pie en las gradas con prismáticos ante los ojos, los caballos cada vez más envueltos en una niebla creciente, fue un mes de niebla en Madrid a casi todas horas como no había habido en el siglo, hubo más accidentes de tráfico y retrasos en el aeropuerto, los caballos corrían como si no tuvieran patas, veíamos pasar sus cuerpos y espectrales cabezas disputándose la llegada como si fueran piezas de los tiovivos de nuestra infancia, no tenían patas nuestros primeros caballos sino una barra longitudinal que los atravesaba, y a ella nos agarrábamos mientras cabalgábamos en círculo sin movernos del sitio, cada vez más de prisa como en una carrera sobre el turf o la hierba, cada vez con más vértigo hasta que se rayaba la música y nos desaceleraban. El mes recién comenzado traía nieblas, el anterior había traído tormentas. Ruibérriz llevaba una gabardina con el cinturón fuertemente anudado como las llevan los presumidos, yo llevaba la mía suelta, los dos con rígidos guantes de cuero, parecíamos dos guardaespaldas. En ningún momento él borraba el estallido de su dentadura, mostraba la parte interior de sus labios al volver el superior hacia arriba con su risa disoluta, miraba displicentemente las primeras pruebas sin importancia, oteaba a su alrededor en busca de presas o de conocidos a los que saludar o sacar algo, también mientras yo le contaba, se había echado mucha colonia. No le conté lo último, no le hablé de la hermana ni de lo que preveía, mi deuda quedaba saldada con la narración de la muerte y del polvo que no llegó a serlo. Luego le comuniqué que había terminado el discurso el día anterior, le entregué una copia, al fin y al cabo él participaría de la exigua ganancia, estaba por ver cuándo cobraríamos, yo había actuado en su nombre.

– ¿Qué, cómo te ha salido? -me preguntó al tiempo que lo doblaba de mala manera y se lo guardaba en un bolsillo de la gabardina sin echarle el menor vistazo.

– Bah, igual que los de los otros, igual de aburrido e inane, nadie le hará ningún caso esta vez tampoco, cuando Only You lo suelte. Téllez me ha obligado a comportarme y a ser muy convencional, me ha atado corto, y la verdad es que tampoco ha tenido que cambiarme gran cosa, yo no me había atrevido a mucho. Ya sabes, el usufructuario del trabajo se te acaba imponiendo, o la imagen que tienes de él cuando es pública, a la hora de escribir no hay quien la mueva.

Había trabajado hasta el sábado, toda la semana con Téllez cada vez más excitado y tomándose más confianzas, visitándome, corrigiéndome, inspeccionándome, aconsejándome, pavoneándose como conocedor de la psique noble del usufructuario. Estaba indudablemente distraído esos días, tenía un proyecto entre manos, responsabilidades de Estado, un hombre más joven que venía por las mañanas y se ponía a sus órdenes. A veces me interrumpía para hablar de otras cosas, de las noticias del periódico mortuorio que examinaba con detenimiento, de la catastrófica situación del país saqueado, de las ridiculeces y vanidades de sus colegas más célebres. Se fumaba una pipa en mi compañía o me robaba unos cuantos cigarrillos, los sostenía inexpertamente entre el pulgar y el índice como si fueran un pincel o una tiza, daba chupadas medrosas, se congestionaba un poco al tragarse el humo, pero lo encajaba. Se iba un rato a moler café a la cocina y a media mañana me obligaba a hacer un alto, se servía un oporto y me ponía a mí otro, con la copita en la mano releía en voz alta nuestras páginas ya concluidas y dadas por buenas, con el vino elocuente marcaba el ritmo, añadía una coma o bien la sustituía por un punto y coma, tenía preferencia por este signo, 'ayuda a respirar', decía, 'e impide perder el hilo'. El teléfono casi nunca sonaba, nadie lo requería, nadie lo buscaba, sólo de vez en cuando le oía hablar con su hija o su nuera, pero era más bien él quien las llamaba al trabajo con pretextos varios. Su existencia era precaria. El último día, el sábado, le hice llegar estando yo allí un buen centro de flores de Bourguignon, no se habría contentado con menos. Lo envié sin tarjeta ni mensaje de ninguna clase, sabía que eso lo intrigaría durante varios días -hasta que se le marchitaran-, le ayudaría a no echarme de menos cuando concluyera mi tarea y no volviera a aparecer por la casa, ni el domingo ni el lunes ni el martes ni ningún otro día. La criada arcaizante lo introdujo en el salón con su celofán y su tiesto, lo depositó en la alfombra y Téllez se levantó en seguida para mirarlo atónito como si fuera una bestia desconocida.

– Ábralo -le dijo a la criada en el mismo tono en que los emperadores romanos le dirían a un siervo 'Pruébalo' ante un manjar quizá envenenado. Y una vez retirados celofán y criada (desapareció ésta doblando el envoltorio cuidadosamente, para su aprovechamiento) dio dos o tres vueltas alrededor del centro mirándolo con tanta expectación como desconfianza-. Flores anónimas -decía-, ¿quién demonios me mandará a mí flores? Vuelva usted a mirar, Víctor, ¿seguro que no hay tarjeta por ningún lado? Mire bien entre los tallos. De lo más extraño, de lo más extraño. -Y se rascaba el mentón con la boquilla de la pipa apagada mientras yo buscaba tirado en el suelo lo que sabía que no hallaríamos. Las señaló con el índice como yo le había visto señalar su zapato en el cementerio, el pulgar de la otra mano colgado de la axila como si fuera una fusta. Iba a decir algo, pero estaba demasiado desconcertado, estaba entusiasmado. No se acercó a las flores en ningún momento, se sentó por fin muy pesadamente con su cuerpo bamboleante, las miraba sobre la alfombra como un prodigio, avanzando el tórax, su rostro como una gárgola-. No es mi cumpleaños, no es mi santo ni el aniversario de nada que yo recuerde -dijo-. Tampoco pueden ser de la Casa, aún no hemos entregado el discurso. A ver qué opinan Marta y Luisa, quizá se les ocurra algo, voy a llamar a Marta a contárselo, a veces no tiene clase hasta por la tarde y además hoy es sábado, seguramente estará en casa. -Llegó a hacer el ademán de levantarse para ir hasta el teléfono, pero lo interrumpió en el acto, volvió a dejarse caer sobre el sillón y reclinó la nuca sobre el respaldo como si una ola enorme lo hubiera aturdido o hubiera tenido una revelación que lo dejaba exhausto. O quizá es que se le nubló la vista y tuvo que alzarla para impedirlo. Se dio cuenta en seguida y se disculpó conmigo, no hacía falta-: No crea que estoy tan loco o desmemoriado -me dijo-, es sólo que cuesta acostumbrarse, ¿verdad? Cuesta comprender que ya no exista quien ha existido. -Se paró y añadió luego-: No sé por qué yo sigo existiendo cuando se han ido tantos. -No se permitió más. Se puso en pie de nuevo apoyándose mucho en los brazos del sillón para tomar impulso y dio una vuelta más en torno al centro de flores con pasos cautos. Siempre estaba vestido perfectamente en su casa, como si fuera a salir aunque no fuera a hacerlo, con corbata y chaleco y chaqueta y sin otro calzado que sus zapatos de calle, una mañana le había oído despotricar contra los pantalones de chándal tan repugnantes. 'No comprendo cómo los políticos se dejan retratar de esta guisa', había dicho. 'Más aún: no sé cómo se atreven a ponerse de esta guisa, aunque no fuera a verlos nadie. Y en verano van sin calcetines los muy groseros, es increíble el mal gusto.' Era pulcro y galano, tenía algo de mueble antiguo bien acabado y un poco ornado. Se llevó la pipa a la boca y añadió-: En fin, estas misteriosas flores, habrá que hacer investigaciones, tengo que agradecerlas. Volvamos al trabajo o no terminaremos hoy, amigo Víctor, y no me gusta incumplir promesas. -Y cogiéndome del brazo me condujo de vuelta al estudio contiguo lleno de libros y cuadros y abigarrado y aún vivo, donde yo estaba ya a punto de cerrar mi máquina portátil abierta durante una semana. No llamó a Luisa en aquel instante, lo haría más tarde, como a otras personas con un buen pretexto. Pensé que por lo menos tenía motivo para llegar hasta el lunes, iría a Palacio a entregar nuestra obra no perdurable, suya y mía y del Único y del nombre Ruibérriz, aunque probablemente allí no lo recibirían más que Seguróla y Segarra, el Solo no está disponible tan a menudo. Las existencias precarias dependen del día a día, o quizá son todas. Podría hacer conjeturas sobre las flores durante algunos más, la semana entera con suerte.

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