Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Luisa se echó otra vez en la cama cumplida su última obligación del día para la que prefirió incorporarse -es difícil comunicar una muerte tumbado, y consolar al viudo a distancia-, y miró la televisión largo rato hasta que le fue viniendo el inexplicable sueño, y entonces aún tuvo fuerzas para levantarse de nuevo y empezar a desnudarse sin mi ayuda ni la de nadie -cómo se puede dormir tras la muerte de un ser querido y sin embargo se acaba durmiendo siempre-: se acercó a la ventana y allí se quitó el jersey por encima de la cabeza, se llevó las manos a los costados cruzándolas y tiró de la camiseta hacia arriba hasta sacársela en un solo movimiento -dejando adivinar sus axilas durante un instante-, de tal manera que sólo las mangas vueltas le quedaron sobre los brazos o enganchadas a las muñecas. Su silueta permaneció así unos segundos como cansada por el esfuerzo o por la jornada -el gesto de desolación de quien no puede dejar de pensar y se desviste por partes para cavilar o abismarse entre prenda y prenda, y necesita pausas-, o como si sólo tras salir del jersey que había ido a quitarse tras los visillos hubiera mirado a través de ellos y hubiera visto algo o a alguien, tal vez a mí con mi taxi a mi espalda.

– Te está buscando -añadió cuando terminó de contarme los hechos que yo ignoraba o sólo había conjeturado-, y yo tendré que decirle que te he encontrado.

– Lo sé -dije, y entonces le mencioné las frases que había oído involuntariamente a la salida del cementerio, le confesé mi presencia allí aquella mañana en que la había visto a ella por primera vez y le hablé de las frases oídas a quienes para mí eran unos desconocidos según le dije: no me sentía capaz de darle yo la noticia si no estaba al tanto, prefería que se enterase como yo, por la cinta, aunque en realidad yo lo había escuchado en directo. '¿Se ha sabido algo del tío?', había preguntado un hombre que caminaba delante de mí, eso dije; y la mujer que iba a su lado había respondido: 'Nada. Pero no han hecho sino empezar, y por lo visto Eduardo está dispuesto a encontrarlo.' No eran enteramente desconocidos, Vicente e Inés sus nombres, de él había estado a punto de ser conyacente.

No quedaba nadie más en el restaurante, yo ya había pagado, los dueños fingían amablemente estar cerrando caja y echando cuentas. Habíamos comido cuanto nos habían puesto sin apenas reparar en ello, Luisa se llevó la servilleta a los labios una última vez maquinalmente, la había dejado sobre la mesa después del postre que ya quedaba lejano, no había querido café pero sí un licor de pera.

– Ya -dijo-, supongo que se enteró todo el mundo, menos mi padre, por suerte. Confío en que él no lo sepa nunca.

– Antes de que hables con tu cuñado quisiera que oyeras la cinta -le dije-. Hay algo en ella que quizá no sepas, y que él sin duda no sabe. De hecho me la llevé por eso. ¿Te importaría que pasáramos por mi casa un momento? Luego te acerco yo en un taxi. -Hice una pausa y añadí-: Ahora ya me conoces algo. -'Y mucho más vas quizá a conocerme', pensé.

Luisa me miró fijamente con el ceño fruncido como si hubiera oído mi pensamiento, parecían forcejear en ella la curiosidad y el cansancio y la desconfianza -contar cansa mucho-, las dos últimas cosas fueron más débiles. En verdad se parecía a Marta, también cuando no tenía el rostro distorsionado como en el entierro. Era más joven aunque será más vieja, quizá más guapa o menos inconforme con lo que le hubiera tocado en suerte. Dijo:

– Está bien, pero entonces vamonos ya, démonos prisa.

Yo me sabía y me sé de memoria esa cinta, para ella era la primera escucha. No quiso beber nada en casa, le pedí que aguardara en el salón un momento mientras yo me cambiaba por fin en mi alcoba de zapatos y calcetines, un alivio incomparable. Se sentó en el sillón que yo suelo ocupar para leer y para fumar cuando pienso, se sentó en el borde dejando el abrigo de cualquier manera sobre uno de sus brazos, como quien ya quiere irse nada más llegar a donde ha llegado. Estaba así sentada en el borde desde el principio, pero aún se irguió más hacia fuera -como si se erizara- cuando oyó la primera voz estable y apresurada y monótona que decía: '¿Marta? Marta, ¿estás ahí? Antes se ha cortado, ¿no? ¿Oye?' Hubo una pausa y un chasquido de contrariedad de la lengua. '¿Oye? ¿A qué juegas? ¿No estás? Pero si acabo de llamar y has descolgado, ¿no? Cógelo, mierda'; y cuando esa voz que afeitaba y martirizaba concluyó su mensaje yo interrumpí el avance de la grabación y ella dijo, informándome pero también para sus adentros:

– Ese es Vicente Mena, un amigo; bueno, y antiguo novio de mi hermana, estuvo con él una temporada antes de conocer a Eduardo, luego han seguido siendo amigos, se ven a menudo los cuatro, él y su mujer, Inés, y Eduardo y Marta. No tenía ni idea de esto, jamás me habló Marta de esto, de que hubieran vuelto a verse de este modo, qué hombre más desagradable. -Guardó silencio un momento. Se le había escapado un presente de indicativo, 'se ven a menudo los cuatro', tardamos en acostumbrarnos a utilizar los tiempos pretéritos con los muertos cercanos, no vemos pronto la diferencia. Se frotaba la sien con un dedo, añadió pensativa-: Quién sabe si no lo interrumpieron nunca del todo, qué disparate.

– ¿Qué guardia es esa, de su mujer? -le pregunté yo para satisfacer una curiosidad secundaria, quizá no podría hacerlo con las principales que me iban surgiendo-. ¿A qué se dedica ella?

– No estoy segura, yo no los conozco mucho, me parece que trabaja en un juzgado -contestó Luisa, y entonces hice avanzar la cinta con su segundo mensaje que se oía ya empezado, '… nada', decía la voz de mujer que ahora sí reconocí como la de Luisa porque ahora la había oído más, durante una velada entera y en diferentes tonos, 'mañana sin falta me llamas y me lo cuentas todo de arriba a abajo', y Luisa cerró los ojos para decir-: Esa soy yo, cuando le devolví el mensaje que me había dejado aquella tarde hablándome de su inminente encuentro contigo. Cuánto tiempo ha pasado.

Interrumpí la cinta.

– ¿Cómo es que en cambio te habló de eso?

– Ah, bueno, las cosas no le iban muy bien con Eduardo, tenía sus fantasías más que sus realidades, o eso creía yo hasta este momento: Vicente Mena, a estas alturas, qué disparate -repitió con incredulidad y desagrado- Por otra parte siempre nos lo hemos contado todo, o casi todo, a lo mejor sólo me contaba las fantasías y se callaba las realidades. -'Yo soy fantasía', pensé, 'o lo era antes de llegar a Conde de la Cimera. Y quizá luego también, quizá fui un íncubo y un fantasma, y lo sigo siendo'-. Aunque eso no tiene mucho sentido, no nos juzgábamos, ni siquiera nos aconsejábamos, sólo nos escuchábamos. Hay personas que a uno siempre le parece bien lo que hacen, se está de su parte, eso es todo. -Luisa se frotaba la sien sin darse cuenta. 'Marta, dile a Eduardo que es incorrecto decir "mensaje", hay que decir "recado"', la voz del viejo que terminaba compadeciéndose con coquetería, 'povero me', decía-. Ese es mi padre, pobre de él en verdad, pobre de él -dijo Luisa-. Se llevaba muy bien con Marta, ella le hacía más caso que yo, le escuchaba los relatos de sus riñas caducas con sus colegas y de sus pequeñas intrigas y privilegios de corte. Él le habría hablado de ti en seguida, varias veces al día, para él es un acontecimiento tener a alguien trabajando en la casa durante unos días; por eso habrá querido que te conociéramos, para que luego lo imagináramos mejor en tu compañía y pudiéramos opinar cuando nos contase. Bueno, a mí, no a Eduardo. -Pero ella no se daba cuenta de que eso habría sido imposible, que Téllez le hubiera hablado de mí a Marta, porque yo nunca habría querido conocer a Téllez si Marta no hubiera muerto. 'Marta, soy Ferrán', fue lo que vino a continuación, y de este recado Luisa no dijo nada, no contenía ninguna novedad para ella, lo oyó en silencio y yo no paré la cinta y llegó el siguiente o su final tan sólo, la voz que decía: '… Así que haremos lo que tú digas, lo que tú quieras. Decide tú.' Ahora ya estaba seguro de que no era la misma de antes y por tanto no la de Luisa, aunque las voces de las mujeres se parecen más que las de los hombres. Luisa me pidió que retrocediera para oírla otra vez, y después dijo-: No sé quién es, no reconozco esa voz, creo que ni siquiera la conozco. No la he oído nunca.

– Entonces no sabes a quién le habla, si a Deán o a Marta.

– No puedo saberlo.

– Ahora vengo yo, este soy yo -me apresuré a anunciar antes de que diera comienzo aquel mensaje o recado que me avergonzaba, también incompleto: '… si te va bien podemos quedar el lunes o el martes. Si no, habría ya que dejarlo para la otra semana, desde el miércoles estoy copado.' Cómo podía haber dicho 'estoy copado' igual que un farsante, volví a pensar con descontento, todo cortejo resulta ruin si se lo ve desde fuera o se lo recuerda, yo ahora lo veía desde fuera y lo recordaba, y lo que es peor, quizá estaba cortejando de nuevo, por lo que mis palabras y mi actitud de ahora no podía verlas desde fuera ni desde dentro ni recordarlas, a veces medimos cada vocablo según nuestras intenciones desconocidas. 'Cuánto tiempo ha pasado.' No detuve la cinta, Luisa dejó pasar mi voz deferente sin comentarios, y luego vino otra vez el zumbido eléctrico: 'Eduardo, hola, soy yo. Oye, que no me esperéis para empezar a cenar', hasta que pidió que le dejaran un poco de jamón y se despidió toscamente: 'Vale pues, hasta luego', dijo.

– Ese es también Vicente Mena -dijo Luisa-, salen a menudo los cuatro, o con más gente. Y volvió a emplear el presente de indicativo que desde hacía más de un mes era impropio. Paré la grabación y le dije:

– Queda uno más. Escucha.

Y entonces salió ese llanto estridente y continuo e indisimulable que está reñido con la palabra y aun con el pensamiento porque los impide o excluye más que sustituirlos -los traba-, la voz aflictiva que sólo acertaba a hacer inteligible esto: '… por favor… por favor… por favor…', y lo decía no tanto como imploración verdadera que confía en causar un efecto cuanto como conjuro, como palabras rituales y supersticiosas sin significado que salvan o hacen desaparecer la amenaza, un llanto impúdico y casi maligno, no tan distinto de aquel otro más sobrio de la mujer fantasma que maldecía con sus pálidos labios como si estuviera leyendo en voz baja y por cuyas mejillas corrían lágrimas: 'Esa desdichada Ana, tu mujer, que nunca durmió una hora tranquila contigo, llena ahora tu sueño de perturbaciones'. Y fue sólo al oírlo entonces por enésima vez pero por primera vez con alguien al lado que también lo oía cuando se me ocurrió que esa voz de niño o de mujer infantilizada podía ser la de la propia Marta, quién sabe, quizá había llamado a Deán hacía tiempo siendo ella la que estaba de viaje y le había suplicado en su ausencia -o tal vez él estaba en la casa junto al teléfono oyéndola llorar y sin descolgarlo-, le había dejado en el contestador su ruego en medio del llanto, o incorporado al llanto como si fuera tan sólo una más de sus tonalidades, le había grabado su pena que ahora escuchaban su hermana y un desconocido -quizá el marido inconstante y brumoso que aún no había llegado para esa hermana-, como Celia me dejó a mí una vez tres mensajes seguidos y al final del último no podía articular ni alentar apenas. Y no me atreví a devolvérselo entonces, era mejor que no hubiera nada.

37
{"b":"88137","o":1}