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No hablé con ella, no di crédito a la noticia, no quise llamar a Celia rompiendo un silencio que se había instaurado a fuerza de tesón y paulatinamente y que convenía que aún durase más tiempo. Pero hablé con una amiga suya que solía verla y le comenté lo que había sabido a través de Ruibérriz. Iba a pedirle que indagara con Celia para localizar el posible motivo u origen de aquel infundio, pero no hizo falta. Antes de que pudiera pedírselo dijo lo mismo que yo había dicho y eso me hizo pensar que ni siquiera habría motivo ni origen: 'Pero qué estupidez y qué mala sangre, la gente no sabe qué inventar, desde luego hay que tener mala idea, pobre Celia.' Le pedí entonces que no le mencionara mi llamada, pero supongo que fue una petición inútil, las alianzas de las amigas prevalecen siempre, se cuentan todo lo que es de interés para una u otra, aunque quizá en esta ocasión no fuera a contárselo finalmente, no por mí, sino para ahorrarle el disgusto. En todo caso me quedé tranquilo, no hice más al respecto, no le di más vueltas.

Y ahora estaba allí parado con el semáforo cerrado de nuevo, mirando hacia los árboles torcidos de la Castellana -aún la fronda en otoño, los árboles quizá torcidos por las tormentas de décadas- y a la puta que hacía guardia ante el edificio rosado y verde de una compañía aseguradora, y admitiendo de pronto una situación hipotética mientras escudriñaba a aquella mujer cuyo nombre me pareció que era Celia Ruiz Comendador: y la hipótesis sobrevenida era que si la información hubiera sido cierta y Ruibérriz hubiera visto con sus propios ojos a Celia prostituida una noche, habría sido capaz de alquilarla para esa noche y de haberlo hecho desenfadada y festivamente. Sólo después le habría venido una preocupación tan sincera como insincera, a Ruibérriz nada le parece muy grave ni nada le importa mucho, o acaso es que ve la vida como sólo comedia. Y si ella era ella y coincidía el nombre -porque el rostro no basta, envejece y se maquilla y cambia-; y si siendo ella ella la había contratado Ruibérriz y había pasado una noche con Celia, entonces se habría establecido entre los dos hombres -entre él y yo, entre nosotros- ese parentesco que nuestras lenguas ya no reflejan y sí alguna muerta. Cuando sé de infidelidades sexuales o asisto a cambios de pareja o a segundas nupcias -también cuando veo en las calles putas al pasar en mi coche o en taxi o andando- siempre me acuerdo de mi época de estudiante de Filología Inglesa, en la que aprendí la existencia de un verbo abolido y antiguo, un verbo anglosajón que no ha pervivido y que además no recuerdo exactamente cuál era, lo oí mencionar una vez al profesor en clase y se me grabó para siempre su significado, que tengo en cuenta, pero no su forma. Ese verbo designa la relación o parentesco adquiridos por dos o más hombres que han yacido o se han acostado con la misma mujer, aunque sea en diferentes épocas y con los diferentes rostros de esa mujer con el mismo nombre en todas sus épocas. Lo más probable es que el verbo llevara el prefijo ge-, que originalmente significaba 'juntos' y en anglosajón indica a veces camaradería o conjunción o acompañamiento, como en algún sustantivo que no he olvidado, ge-fera, 'compañero de viaje', o ge-sweostor, 'hermanas'. Supongo que sería algo parecido a nuestros prefijos 'co-', 'com-' o 'con-' que aparecen tan a menudo, en 'copartícipe' y 'comensal' y 'conmilitón' y 'compinche' y 'cómplice' y 'cónyuge' y en tantas otras palabras, y ese verbo desaparecido que ya no recuerdo tal vez fuera ge-licgan, puesto que licgan quiere decir 'yacer' y la traducción e idea serían por tanto las de 'conyacer', o bien 'cofollar' si el vocablo fuese más rudo. Aunque puede que lo que transmitiera esta idea no fuera un verbo sino un sustantivo, tal vez ge-bryd-guma, que sería 'connovio', o quizá ge-for-liger, 'cofornicación', quién sabe, y me temo que nunca volveré a saberlo, ya que cuando quise confirmar la memoria y recobrar la palabra además de la idea y llamé a mi antiguo profesor para preguntarle, me dijo que no se acordaba; consulté en mi vieja gramática anglosajona y no encontré nada en ella ni en el glosario adjunto, tal vez lo inventó mi recuerdo; y así me limité a conjeturar estas posibilidades que tengo presentes cuando se da el caso. Pero existiera o no, este verbo o nombre medieval era de cualquier manera útil e interesante y también vertiginoso, y esa sensación de vértigo fue la que sentí al ver a la puta y pensar que si se llamaba Celia Ruiz Comendador me habría emparentado anglosajonamente con muchos hombres además de con Ruibérriz de Torres según la hipótesis. Ese parentesco o vínculo lo ignoramos muchas veces los hombres como las mujeres, y su manifestación más tangible y visible es la enfermedad, a la que están más expuestos los que vienen luego, más cuanto más tarde o más luego, quizá por eso las vírgenes fueron tan apreciadas en tiempos ya algo remotos. Y ese parentesco que tampoco se elige puede ser molesto o vejatorio u odioso cuando se sospecha o conoce, tenerlo lleva con frecuencia a la gente a detestarse y aun a matarse, es raro y a la vez común, acaso era un vínculo principalmente de odio el que designaba el verbo y por esa razón no ha sobrevivido en la lengua heredera ni en otras, un nexo de rivalidad y malestar y celos y gotas de sangre, una red con estribaciones o afluentes múltiples que podrían llevarse hasta el infinito y que ya no queremos denominar o albergar en la lengua aunque sí la concebimos con el pensamiento y los hechos, también un fastidioso recordatorio, los conyacentes o cofolladores; si bien lo contrario es asimismo posible y hay quien sabe que ciertas asociaciones sexuales por mujer o por hombre interpuestos dan prestigio y ennoblecen a quienes las establecen o contraen o adquieren, a los que vienen luego, que reciben tanto la enfermedad como el aura, seguramente más hoy que en ninguna otra época o más públicamente, yo no me sentí ennoblecido según la hipótesis, pero.yo había venido antes en esa hipótesis.

La mujer dio tres o cuatro pasos expectantes e incrédulos hacia la calzada al verme allí parado con el semáforo otra vez abierto y con el motor en marcha (no podía verme con mi sensación de vértigo), sin duda pensó que debía acercarse un poco y dejarse contemplar mejor para decidirme, quizá no había hecho aún en toda la noche de aquel martes frío una sola visita a un piso ni a un coche, sus pasos y sus visitas destinados a no dejar huella en nadie, o a superponerse en su memoria confusa y fatalista y frágil. Y entonces me pareció excesivo -cómo decir, humillante- hacer que fuera ella quien tuviera que pisar la calzada y aproximarse a mi ventanilla arriesgándose. Vi que no venía nadie por mi derecha y arrimé el coche a la acera dejando atrás la parada de autobuses bajo la que se cobijarían ella o sus compañeras alternas cuando lloviera -el 16 y el 61-, doblando ya un poco por el lateral de la Castellana, parándome en la misma esquina; y antes de comprobar que era esa mi maniobra ella se apresuró en sus pasos y levantó un brazo para retenerme con tan sólo el gesto, como temerosa de perder a un cliente por su indecisión o su orgullo o como si su costumbre fuera la de llamar así a taxis. No apagué el motor todavía, aún no sabía si cruzaría cuatro o más palabras con ella ni si la invitaría a subir al coche, no sólo dependía del nombre. Vi acercarse sus piernas fuertes y brillantes de seda y bajé la ventanilla de mi derecha automáticamente. Entonces ella se inclinó para verme la cara y hablar conmigo, se inclinó y apoyó en seguida un codo sobre la ventanilla bajada, quizá un truco para que no pueda uno volver a subirla precipitadamente si se arrepiente de su movimiento. Me miró y no parpadeó, como si nunca me hubiera visto, sólo me pareció que contenía el aliento: si era Celia estaba quizá preparando la primera frase o respuesta y también el tono de voz deformado, o la dicción distinta de la habitual, ganaba tiempo. El rostro era el rostro de Celia que conozco tan bien y a la vez no lo era, quiero decir que llevaba un peinado artificialmente asalvajado impensable en ella, con recreados rizos y mechas rubiáceas, y su maquillaje nunca se lo había visto, los labios pintados de color sanguina, se dibujaban más de la cuenta, los ojos con pestañas innegablemente postizas y pintado y alargado el rabillo, haciéndolos esos trazos más rasgados y más apremiantes. Tampoco su ropa era ropa de Celia, la falda demasiado corta, el body demasiado ajustado, sólo la gabardina podía ser suya porque al verla con más luz y de cerca vi que no era gabardina sino un impermeable como los que llevaba ella a veces, también los zapatos de tacón muy alto podían haber sido de Celia las noches en que salíamos a alguna fiesta. Con el codo apoyado en mi ventanilla lanzó un par de rápidas ojeadas hacia su derecha, controlaba a otras dos putas que ahora veíamos ambos desde la esquina subidas a los escalones de un portal noble de la Castellana, seguramente aguardaban el resultado de nuestra transacción, tendrían una oportunidad si no llegaba a buen término, eso creerían. Una de ellas miraba hacia arriba, hacia los árboles de la avenida o paseo -la fronda-, como si la atrajera el leve vaivén inarmónico de las ramas o más bien de las hojas, había sólo brisa y nubes. Eran menos guapas o menos vistosas, en la distancia.

'Sube', dije yo, y abrí la puerta obligándola a apartarse de la ventanilla un momento. No sabía bien cómo dirigirme a ella, de modo que le dije lo que le habría dicho a Celia si me la hubiera encentrado sola en la calle a esas horas. Yo era el conductor o el hombre de manos tan grandes y dedos torpes y duros sobre el volante -mis dedos son como teclas- que la invitaba a subir al coche desde mi asiento con la puerta abierta, yo era el que decía lo que debía hacerse y el que daba las órdenes, no así con Celia. Pero aún no, aún la transacción no estaba hecha.

'Eh, espera, espera. ¿A dónde vamos y con qué cargamento?', dijo ella dando un paso atrás -arrastró el tacón- y apoyando un puño en la cadera. Oí ruido de pulseras cuando hizo ese gesto, Celia hacía ese ruido a veces, aunque más seco, no tantas pulseras o más ceñidas.

'Vamos a dar una vuelta por aquí cerca para empezar; y voy bien cargado, descuida. A ver, elige, así estarás más simpática', contesté yo, y saqué unos cuantos billetes variados del bolsillo del pantalón, llevaba bastante efectivo. No habría el menor problema en ese aspecto, eso es lo que quise decirle y así lo entendió ella. A la vez que extendía la mano con los billetes como una baraja pensé que estaba cometiendo una imprudencia si no era Celia: era como invitarla a robarme de alguna forma -quizá lo que llaman el beso del sueño-, queremos quedarnos con cuanto vemos que existe y está a nuestro alcance. Pero se parecía demasiado a Celia para desconfiar tan pronto y decidir que no era ella. Más bien era ella, incluso si no lo era.

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