Pero Deán tampoco cayó en la tentación ahora, no dijo nada de esto sino que se quedó callado o volvió a musitar inaudiblemente durante bastantes segundos como si contara hasta veinte esta vez y respondió luego con su parsimonia y su voz mohosa, o era con la infinita paciencia que debemos a los seres queridos de nuestros muertos:
– Mire, Juan, a usted se le ha metido entre ceja y ceja que yo tengo la culpa de lo que ha ocurrido. Está bien, puede ser, a lo mejor tengo parte de culpa y además no habrá forma de que lo convenza de lo contrario. Yo le puedo enseñar mi billete de avión, mis facturas del hotel y de restaurantes y de mis compras en Londres, pero si usted prefiere creer que ni siquiera estuve allí y eso le sirve de algo, adelante, créalo, no va a cambiar nada, sólo que su estima por mí será menor todavía, no es grave, es probable que dejemos de tratarnos pronto, apenas nos va a quedar vínculo ahora. Nada es grave en lo que a mí se refiere. Yo no sé dónde puso Marta el papel con mis señas, tal vez se lo echó al bolso y luego lo perdió en la calle, tal vez se voló con la ventana abierta y lo barrieron los barrenderos del suelo, no puedo saberlo. Yo sé que se lo dejé, pero no puedo demostrárselo y no tiene por qué creerme, es verdad que a mi amigo Ferrán olvidé dejárselas. Pero tiene razón en una cosa: no voy a olvidar esas horas a que usted se refiere. Hay cosas que uno debe saber de inmediato para no andar por el mundo ni un solo minuto en una creencia tan equivocada que el mundo es otro por ellas. No es admisible pensar que todo sigue como estaba cuando todo está ya alterado o ha dado un vuelco, y es verdad que el periodo durante el que se permaneció en el error se nos hace luego insoportable. Qué tonto fui, pensamos, y en realidad eso no debería dolemos tanto. Vivir en el engaño o ser engañado es fácil, y aún más, es nuestra condición natural: nadie está libre de ello y nadie es tonto por ello, no deberíamos oponernos mucho ni debería amargarnos. Sin embargo nos parece intolerable, cuando por fin sabemos. Lo que nos cuesta, lo malo, es que el tiempo en el que creímos lo que no era queda convertido en algo extraño, flotante o ficticio, en una especie de encantamiento o sueño que debe ser suprimido de nuestro recuerdo; de repente es como si ese periodo no lo hubiéramos vivido del todo, ¿verdad?, como si tuviéramos que volver a contarnos la historia o a releer un libro, y entonces pensamos que nos habríamos comportado de distinta manera o habríamos empleado de otro modo ese tiempo que pasa a pertenecer al limbo. Eso puede desesperarnos. Y además ese tiempo a veces no se queda en el limbo, sino en el infierno. ('Es más bien como cuando de niños íbamos al cine de programa doble y sesión continua', pensé, 'y entrábamos en la sala a oscuras con una película a medias que veíamos hasta su final deduciendo lo que habría pasado antes, qué habría llevado a los personajes a la situación tan grave en que los encontrábamos, qué ofensas se habrían hecho para ser enemigos y odiarse; luego nos ponían otra, y sólo después, al comenzar el nuevo pase de la primera y ver el inicio que nos faltaba, comprendíamos que lo que habíamos imaginado no tenía ningún fundamento ni se correspondía con la mitad perdida. Y entonces teníamos que borrar de nuestra cabeza no sólo lo imaginado, sino también lo que habíamos visto con nuestros propios ojos según esas adivinaciones, una película inexistente o por lo menos tergiversada. Ahora que ya no hay cines así nos ocurre lo mismo a menudo cuando ponemos la televisión al azar, sólo que ahí no nos ofrecen luego otra vez el principio y nos quedamos sólo con nuestra visión parcial, supuesta e imaginaria aunque asistamos al desenlace, qué entendería Only You de la historia de Poins y Falstaff y los Enriques de Lancaster, el rey y el príncipe, con qué extraña interpretación o cuento se quedaría que lo dejó tan impresionado durante su noche de insomnio aislada. Yo en cambio no vi el principio ni el fin de MacMurray y Stanwyck ni oí sus diálogos, sólo los vi en fantasmales subtítulos durante mi noche en vela y sin hacerles caso, tenía que atender a mi propia historia empezada.') -Deán respiró hondo como para tomar aliento, o bien para apaciguarlo un poco tras su leve vehemencia a la que se había dejado arrastrar desde su inicial parsimonia, como si sus consideraciones le hubieran servido de antídoto contra su ira, o de sustitutivo-. Así que tiene razón al pensar que ese día va a repetírseme, esté tranquilo -dijo-. No se crea, ya lo hace.
Téllez fumaba su pipa en silencio y ahora le sostenía la mirada a su yerno, que no se la aguantó una vez que dejó de hablar: miró hacia un lado con sus ojos asiáticos buscando al maítre para pedirle la cuenta -le hizo el gesto de escribir inequívoco-, como si con ello quisiera poner término a la compañía o por lo menos pasar ya a otra cosa. 'Debe de estarse mordiendo la lengua', pensé, 'quizá busque luego estar a solas un rato con Luisa para desahogarse, ella sabe.' Luisa había cambiado de actitud por completo, se la veía compungida, ya no intervino más ni metió prisa a Deán para que decidiera nada, unos días más no iban a perjudicarla. Parecía como si a Téllez le hubieran hecho efecto las palabras de Deán, fumaba su pipa meditativa. Pero su obcecación fue mayor que su entendimiento: en realidad sólo estaba esperando a que se le disipara un poco ese efecto de duda y consideración y tal vez sorpresa para regresar a su anterior postura de acusación y resentimiento y al regresar hacerla aún más acerba. Cuando vio que Deán estaba afectado y apartaba la vista se creció y le dijo:
– Sea como sea no estabas aquí. Sea como sea ella no pudo llamarte, aunque a lo mejor prefirió no intentarlo. Tal vez se habría encontrado con tu ligereza y tu indiferencia. Quizá la habrías tildado de alarmista y exagerada y no habrías movido ni un dedo, ni para avisarnos a nosotros, o a un médico. Quién sabe. Ella te conocía. En todo caso lo que sí sabemos es que contigo no puede contarse -y volvió a utilizar el plural familiar que excluía a aquel viudo, al yerno-, y apenas va a quedarnos ningún vínculo ahora, eso es cierto. Cuando a mí me toque ya puedes estar en Londres o en Tampico o en el Peloponeso, sé que no estarás cerca de mí en ningún caso. Y no se te ocurra pagar esa cuenta, aquí me conocen.
Deán se guardó la cartera que ya había sacado tras hacer el ademán al maítre. Era de suponer que estaba harto, la única manera de conservar la paciencia a veces es retirarse, no seguir escuchando. Las incisiones de su piel leñosa se le vieron más profundas por el gesto sombrío, así serían permanentemente cuando tuviera más años. El mentón enérgico parecía en fuga, los ojos de color cerveza se le endemoniaron, tal vez por la luz verdosa de la tormenta: los tenía muy abiertos, como con un exceso de sequedad o pesadumbre. Se levantó, cogió sin esfuerzo su gabardina de la rejilla elevada en que la había dejado, se la puso y se echó las manos a los bolsillos.
– Si no voy a pagar esta cuenta no hace falta que espere. Tengo mucha prisa. Adiós, Juan. Ya hablaremos más tarde, Luisa. Buenas tardes.
No se había tomado el café, la última frase había sido para mí (lo justo para no ser grosero, yo contesté 'Hasta la vista'), besó a Luisa en la mejilla (ella contestó 'Luego te veo en casa' como si la casa ya fuera de ambos, Téllez no dijo nada). Se llegó hasta la puerta y allí se despidió del maítre que lo acompañó y se la abrió, un pariente de donjuán Téllez merecía la molestia. Se subió el cuello de la gabardina antes de adentrarse en la lluvia, las personas paradas le dificultaron la salida, lo obligaron a sortearlas. Pensé que ya no podría seguirlo si ese hubiera sido mi deseo tras el almuerzo, no me quedaba más elección que seguir a Luisa cuando saliéramos del restaurante si me decidía a seguir a alguien, no tenía gran cosa que hacer, había reservado aquella semana para trabajar junto a Téllez para Only the Lonely, los guiones de la serie de televisión que tenía entre manos no corrían prisa, probablemente acabaría por no hacerse esa serie que en todo caso me pagarían. Téllez sí se bebió su café, ya frío sin duda: de un solo trago, como si fuera un vodka. Entonces reparó en mí de nuevo y supongo que se disculpó, lo hizo indirectamente:
– Mi hija no pudo pedir ayuda -explicó como si yo pudiera no haber entendido-. Dicen los médicos que no habría podido salvarse. Pero se me parte el corazón de pensar en ella sola en su cama, muriéndose sin consolación y angustiada por el niño, que iba a quedarse solo sin nadie que lo cuidara. -Se le había ido toda mala voluntad, en cuanto Deán hubo desaparecido, como si se hubiera forzado a ella-. No lo soporto -añadió.
– Lo raro, papá (ya se lo he dicho otras veces) -dijo Luisa (y ese 'se' fue la primera vez que se dirigió a mí, quería decir 'ya se lo he dicho a él' y me lo explicaba a mí entre paréntesis, no es que la hija llamara de usted al padre, sino que me tenía en cuenta)-, es que tampoco nos avisara a nosotros. A lo mejor no pudo llamar a Eduardo a Londres, pero a nosotros sí pudo, y no lo hizo. -Me pareció que con estas palabras intentaba echarle un cable a Deán sin delatar a su hermana muerta, sin duda lo compadecía. Se quedó pensativa y añadió-: Tal vez no creyó que fuera a morirse, pensó que era pasajero y no quiso molestar a nadie tan tarde. Tal vez no lo supo, y entonces no le fue tan angustioso. Lo angustioso debe de ser pensarlo; y saberlo.
Me dieron ganas de decirle a Téllez: 'No estuvo sola en su cama, créame, lo sé bien. No murió sola, no fue tan horrible porque tardó en darse cuenta y cuando se la dio me dijo "Cógeme, cógeme, por favor, cógeme" y yo la cogí, la abracé por la espalda porque no quiso que hiciera otra cosa, me dijo "no hagas nada todavía, espera", no quiso que la moviera un milímetro ni que llamara a nadie. La cogí y la abracé y así al menos murió contra mí, con mi tacto, murió protegida, murió respaldada. No se atormente tanto.'
Pero no podía decírselo.
– No debería haberlos acompañado a comer "-dije en cambio-. Lo lamento de veras.
– No, no es culpa suya -respondió Téllez-. Somos nosotros quienes le hemos dado el almuerzo. La verdad es que no tenía intención de volver a hablar de esto. -Y dejando la pipa humeante apoyada en el cenicero se llevó las manos a la cabeza-. Mi pobre niña -dijo como si fuera Falstaff, y salía el humo.
La tormenta había cesado de golpe. La puerta estaba despejada.
Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana, los nombres no cambian y se quedan fijos en la memoria cuando se quedan, sin que nada ni nadie pueda arrancarlos. Mi cabeza está llena de nombres cuyos rostros he olvidado o son sólo una mancha flotando en un paisaje, una calle, una casa, una edad o una pantalla. O son nombres de sitios y establecimientos que parecían eternos porque estaban allí desde que llegamos o desde que nacimos, una frutería llamada La Flor Sevillana, el cine Príncipe Alfonso, el María Cristina, el Voy y el Cinema X, la librería Buchholz cercana a Cibeles o los ultramarinos que conservan el rótulo y dice Viena Capellanes, la pastelería de las Hermanas Liso y el Hotel Atlantic y otro, el Londres y de Inglaterra, Oriel y San Trovase y le Zattere y Halífax, infinitos nombres de calles y tiendas y poblaciones -Calatañazor, Sils y Colmar y Melk; y Medina del Campo-, los nombres de los infinitos actores y actrices vistos desde la infancia y que resuenan para siempre en nuestra memoria sin que logremos ver bien sus facciones: Eduardo Ciannelli, Diane Varsi y Bella Darvi, Ivan Triesault y Leora Dana, Guy Delorme, Frank De Kova y Brigid Bazlen, y todavía con ellos podemos renovar el recuerdo si acertamos a tenerlos de nuevo delante, allí donde hace siglos los vimos en sus películas que no palidecen. Los lugares en cambio han cambiado, las tiendas han desaparecido o han sido sustituidas por bancos, y a veces las que perduran son sólo la lenta sombra de ellas mismas, miramos desde la calle sin atrevernos a entrar y vagamente reconocemos a través del escaparate a los empleados o dueños vetustos que nos daban bombones y nos gastaban bromas de niños, los vemos de pronto encorvados y menguados y en ruinas, con la vida por detrás a la que no hemos asistido, haciendo los mismos gestos ante sus mostradores de madera o mármol sólo que con más inseguridad y más despacio: les resulta complicado dar las vueltas, les cuesta envolver lo que venden. No veo apenas los rasgos de una criada joven y rubia a la que yo hacía cosquillas tras tirarla con argucia a una cama con mis nueve o diez años cuando salían mis padres, pero el nombre viene al instante: es Cati. Recuerdo mal la expresión de aquel mutilado que avanzaba en su cochecito de ruedas con manivela vendiendo tabaco y chicle y cerillas allí donde veraneábamos -medio hombre, la expresión era ufana y candida-, pero su nombre continúa nítido, y es Eliseo. Los compañeros del colegio más grises o de los que nunca fui demasiado amigo se me aparecen difuminados con sus caras de niños que ya habrán dejado de serlo, pero sus apellidos me llegan como si los estuviera oyendo al pasar lista la señorita Bernis: Lambea, Lantero, Reyna, y Tatay, Teulón, Vidal. No veo en absoluto a otro grupo de chicos menos constante con los que tantas veces me pegué en verano en el parque, pero nunca olvido sus apellidos sonoros de muchas letras: eran Casalduero, Mazariegos, Villuendas y Ochotorena. No sé qué aspecto tenía el peluquero que iba a casa de mi abuelo médico a afeitarlo y arreglarle el pelo ya escaso, pero sé que se llamaba Remigio, no me confundo. A aquel limpiabotas bravio y calvo con bigotón y patillas, sentado acechante sobre su caja, vestido de negro y con rojo pañuelo al cuello sé bien cómo lo llamaban: el Manolete. De ese hombre pequeño y con bigotito cuidado, dueño de una papelería, no recuerdo ya el nombre pero sí el apodo: mis hermanos y yo lo llamábamos 'Willem Dekker' por el personaje untuoso y cobarde de una película a quien se parecía, La casa de los siete balcones, y le enviábamos mensajes amenazadores firmados por la Mano Negra en papeles quemados con una lupa: 'Tus días están contados, Willem Dekker.' Las matemáticas suspendidas un año, y un profesor en verano del que veo tan sólo el llamativo cráneo con su cicatriz de guerra tan bien peinado con el agua del río, pero su nombre me viene entero, y es Victorino, nombres anticuados que ya no existen o nadie lleva, nombres de antes. De ese otro hombre alargado y paciente y risueño que vendía discos voy viendo la cara a medida que me la trae el nombre: es Vicen Vila, y así se llama también su tienda. Y veo mal al portero anciano que todas las mañanas durante dos años me daba los buenos días desde su garita con la mano festiva en alto: pero se llama Tom, lo recuerdo.