Estábamos en un restaurante en el que lo conocían muy bien, vecino a su casa, lo normal era que lo atendieran en todo momento. Miró mal al camarero y sacó su pipa, la golpeó contra la palma de su mano; en cuanto el maítre le vio hacer este gesto se acercó solícito y lo llamó 'donjuán':
– ¿No le ha gustado el mero, donjuán? -le dijo.
– Sí, sí, pero no tengo mucha gana, y me parece que los demás tampoco, ya pueden retirar todo esto. Quiero café. ¿Vosotros? -Confirmé que en plural había pasado a tutearme, lo haría en singular muy pronto.
En aquel momento el maítre se volvió hacia la ventana justo antes de que sonara un trueno -como si lo hubiera presentido- y empezó a llover ávidamente igual que un mes o más antes, o no igual, esta vez con más furia y prisa, como si la lluvia tuviera que aprovechar su duración tan breve o fuera una incursión aérea combatida por artillería. En el plazo de medio minuto vimos amontonarse gente de la calle a la puerta del restaurante, vimos correr a mujeres y hombres y niños para protegerse de lo que venía del cielo, siempre como los hombres y mujeres y niños de los años treinta en esta misma ciudad entonces sitiada, que corrían buscando refugio para protegerse también de lo que venía del cielo y de los cañonazos que venían de las afueras, del cerro de los Ángeles o del de Garabitas, los llamados obuses que hacían su parábola y caían sobre la Telefónica o en la plaza de al lado cuando fallaba la puntería, llamada por eso 'plaza del gua' con inverosímil humor fatídico, o en el enorme café Negresco que quedó destrozado y sembrado de muertos mientras al día siguiente la gente impertérrita y a la vez resignada iba a tomar su malta al café vecino, La Granja del Henar en la calle de Alcalá frente a la desembocadura de la Gran Vía, sabiendo que allí podía suceder lo mismo, las afueras y el cielo como la mayor amenaza de los transeúntes que buscaban las aceras no enfiladas como las buscaban ahora bajo la tormenta, pues esta lluvia era sesgada por causa del viento y las balas de los cañones tenían más probabilidades de alcanzar una u otra acera según el cerro desde el que dispararan los sitiadores, dos años y medio de la vida de todos sitiando y siendo sitiados, dos años y medio corriendo por estas calles con las manos sobre los sombreros y gorras y boinas y las faldas al vuelo y las medias rotas o simplemente sin medias, en esta ciudad que ya desde entonces no ha sabido desacostumbrarse a vivir y ser como una isla.
El maítre tomó nota personalmente, llevaba anudada a la cintura una especie de sábana blanca (más que delantal) que le llegaba casi hasta los pies, a la manera de los camareros franceses, paño blanco sobre el uniforme negro, así podía ensuciarse. Los cuatro comensales miramos caer la lluvia un instante.
– No durará, pero más vale que nos tomemos un postre -dijo Deán-. Aunque yo tengo que irme zumbando.
– No tengas tanta prisa -le dijo Luisa entonces-, aún no hemos hablado del niño.
– Ya, será mejor que lo aplacemos para otra ocasión -contestó Deán con su lentitud, y no pudo o no quiso dejar de lanzarme una ojeada colérica como quien señala, luego otra a Téllez más contenida, que se dio por aludido y apartó los ojos acariciando la pipa aún apagada. Tal vez habían quedado a almorzar para eso, para hablar del niño, significara eso lo que significara (al fin y al cabo otro asunto doméstico), y la invitación de Téllez y sobre todo mi aceptación habían dejado la reunión sin propósito. Téllez desvió la mirada como quien sabe que ha metido la pata y no está dispuesto a que se lo subrayen, yo mantuve la mía neutra como si la cosa no me tocara.
– Es muy sencillo, Eduardo -contestó Luisa-, dime lo que has decidido ahora que está papá delante y también puede opinar, prefiero que esto lo hablemos todos y que no haya malentendidos. Yo no puedo pasarme la vida de tu casa a la mía descuidando ambas. Si quieres que lo tenga yo de momento dímelo de una vez, y si prefieres tenerlo tú dímelo también y te ayudamos a organizártelo, aunque no será fácil con tanto trabajo tuyo y tus viajes. Lo que yo no puedo es estar de un lado a otro como un mensajero, llevo más de un mes así.
– O como una novia de las de ahora -intervino Téllez sintiéndose ya impune de su desliz cometido por cortesía-. ¿No es por eso por lo que se casa la gente hoy en día, porque se cansan de levantarse en una casa para luego cruzar la ciudad y hacer como que se levantan de nuevo en la propia? Eso he oído contar, que los matrimonios perviven gracias al olvido crónico del cepillo de dientes o a la pereza de comprar un segundo, antes la gente no se acostaba en casa ajena, eso está muy mal. -Y movió el índice de un lado a otro como si le constara que era algo que hacíamos los tres presentes-. Luisa tiene razón, Eduardo. Deja que ella se encargue, le será más fácil organizarlo todo desde su propia casa y de acuerdo con sus horarios. Al menos por ahora, hasta que veas qué pasa, cómo te arreglas, o proyectes otro matrimonio, aún eres joven y puede que alguien se canse un día de dormir en tu casa sin tener a mano su cepillo de dientes por la mañana. -Y de nuevo fue Téllez quien reparó en mi presencia o la tuvo en cuenta, y añadió educadamente para que comprendiera de lo que hablaban-: Mi hija Marta ha dejado un hijo, mi nieto Eugenio. Es muy pequeño, sólo tiene dos años. Eduardo tiene una vida muy atareada y Luisa está dispuesta a ocuparse del niño. Eduardo además viaja mucho, y a veces en mala hora.
Yo no tenía por qué haber entendido este último comentario malévolo, pero lo entendí y tal vez fue extraño que no preguntara. O quizá no, me estaba mostrando discreto hasta la casi invisibilidad, no en vano estoy acostumbrado a difuminarme a menudo para dejar de ser alguien, una forma de adulación: si hay alguien menos los que quedan se sentirán más holgados y creerán ocupar su lugar y haber ganado con eso. 'Así que Téllez', pensé, 'puede ser malintencionado, con Deán al menos, bajo su apariencia pacífica y distraída y un poco pesada y un poco ingenua que llena los espacios cerrados', quizá era esa ingenuidad fingida tan común en los viejos, les sirve para acabar haciendo y diciendo lo que se les antoja sin que se lo reproche nadie ni tome en cuenta, se fingen premuertos para que parezca que no encierran peligro ni tienen deseos ni esperan nada, cuando nadie deja nunca de estar en la vida mientras tenga conciencia y baraje recuerdos, es más, son los recuerdos los que hacen a todo vivo peligroso y deseante y siempre a la espera, es imposible no poner y cifrar los recuerdos en el futuro, es decir, no apuntarlos sólo en el haber perdido sino también en el debe y en lo que está por venir, hay ciertas cosas que uno no concibe que no vayan a repetirse, lo que una vez fue no puede estar descartado que vuelva a ser, si uno tuviera la certidumbre de que ha hecho por última vez el amor pondría fin a su conciencia y recuerdo y se suicidaría: tal vez, por ejemplo, si la tuviera inmediatamente después de hacerlo esa vez que fue última. Y creen también los vivos que aún puede ocurrir lo que nunca ha sido, los mayores vuelcos y lo más imprevisto como en la historia y los cuentos, que sea rey el traidor o el mendigo o el asesino y que caiga la cabeza del emperador bajo el filo, que la bella ame al monstruo o que logre seducirla quien mató a su amado y le trajo ruina, que se ganen las guerras perdidas y que los muertos no acaben de irse y acechen o se aparezcan e influyan; que la hermana menor de las tres hermanas sea la mayor un día: tal vez, por ejemplo. Con quién habría hecho por última vez el amor Marta Téllez, con Deán el tenso o Vicente el exasperado pero no conmigo, en todo caso no habría sabido que era la última, en modo alguno se le habría ocurrido, con quien quiera que fuese no le habría concedido importancia ni solemnidad ni acaso siquiera pasión ni afecto, se habría duchado aturdida o con sueño cuando se hubiera quedado a solas si estuvo con Vicente en un hotel o en el coche, para quitarse el olor a obscenidad del otro como a mí tardó en írseme de la camisa y el cuerpo el de la propia Marta aunque me di un baño de madrugada, el suyo era además un olor a metamorfosis; y se habría lavado en el bidet tan sólo y después se habría dado media vuelta en la cama pensando que había perdido media hora de su descanso nocturno si estuvo con Deán en el dormitorio que yo conocía, el espejo de cuerpo entero y la televisión encendida, el tubo de Redoxon y un antifaz aéreo, los pantalones y faldas tirados sobre las sillas y sin planchar esa noche ni ninguna otra. Y en ambos casos se habría dormido un poco más tarde con el pensamiento al fin ahuyentado o en blanco, mientras que si hubiera sabido lo que casi nunca se sabe y no supo no habría podido conciliar el sueño, aún es más, habría importunado al marido o amante para seguir, para romper sin demora ese veredicto e impedir al instante que hubiera sido esa vez la última, pero de haber persuadido al uno o al otro, de haberlos instigado a abrazarla otra vez despiertos, al cabo de un rato más se habría encontrado con que esa vez última se había presentado de nuevo y ya había pasado, y así se va el tiempo sometido a esos forcejeos nuestros ineficaces y contradictorios, nos permitimos ser impacientes y desear que lleguen las cosas que ansiamos y se postergan o tardan, cuando todo parece poco y demasiado rápido una vez llegado y una vez concluido, repetir cada acto querido nos acerca algo más a su término, y lo malo es que también nos acerca no repetirlos, todo viaja lentamente hacia su difuminación en medio de nuestras aceleraciones inútiles y nuestros retrasos ficticios, y sólo la última vez es la última. Marta Téllez habría creído que aún se acostaría con otro hombre en su vida la noche que me recibió, lo habría creído al menos mientras caminábamos juntos hacia la alcoba (conducido de la mano por ella, Cháteau Malartic, con paso inseguro ambos) y cuando empecé a desvestirla y también a indagarla con mis maquinales dedos y nos dimos besos que nos podíamos haber ahorrado y así yo no tendría que recordarlos. Habría estado casi segura de lo que iba a ocurrir, de hecho habría llegado a acostarse conmigo, yo creo (habría llegado a tiempo), si el niño se hubiera dormido antes o yo hubiera hecho el primer gesto con menos vacilación o tardanza -ese primer gesto que se respira en el tiempo y que puede acelerarse o retrasarse indeciblemente, como la condensación de las nubes antes del trueno; la furia y la prisa luego-, entre nosotros no había habido tampoco importancia ni solemnidad ni pasión todavía, si acaso un poco de obscenidad y algo de naciente afecto, no dio tiempo a más, en realidad no se sabe, no ocurrió lo que iba a ocurrir sino su metamorfosis. Y si el niño hubiera tardado aún más en dormirse o la vacilación se hubiera vencido del otro lado y yo no me hubiera atrevido a hacer ese gesto que también puede no hacerse aunque se respire desde hace rato en el tiempo, entonces me habría ido de Conde de la Cimera al cabo de un poco más de conversación y un licor ofrecido y algunas bromas y ella se habría quedado a solas para ducharse y quitarse de encima el olor de la expectativa. Se habría sentado sin sonrisa ni risa a los pies de la cama tras recoger los platos y acostar al niño tranquilizado en cuanto yo hubiera desaparecido, se habría quitado la elegante camiseta acanalada de Armani por encima de la cabeza y se le habrían quedado las mangas vueltas enganchadas en las muñecas, permaneciendo así unos segundos como cansada por el esfuerzo o por la jornada -el gesto de abatimiento de quien no puede dejar de pensar y se desviste por partes para cavilar o abismarse entre prenda y prenda, y necesita pausas-, o tal vez por la expectativa frustrada a cuyo olor aún olía; esa camiseta de color crudo que yo la ayudé a quitarse se la habría sacado con la televisión encendida, mirando desinteresadamente la cara embrutecida y salaz de MacMurray, o tal vez habría caído en el canal que escogió el Llanero durante su insomnio, Campanadas a medianoche, España que era Inglaterra y el mundo entero en blanco y negro de madrugada; luego se habría metido bajo la ducha quizá pensando en llamar de nuevo a Vicente y dejarle otro mensaje: 'Si hubiera dado contigo podías haberte pasado un rato en vez de la nochecita que me he chupado. Si volvieras pronto, digamos antes de las dos y media o tres menos cuarto, llámame si quieres, yo no estoy para dormirme ahora y si quieres todavía podrías pasar un rato, he tenido una noche absurda, siniestra, ya te contaré en la que me he visto metida, y ya me da lo mismo acostarme más tarde, mañana estaré deshecha de todas formas. Podía haberme acordado antes, desde luego no tengo arreglo.' No, ella no le habría dicho eso, sólo un hombre es capaz de calificar de siniestra la noche que no ha salido según sus deseos, la noche en que pensaba follar y no folló o no mojó o no tocó pelo, como diría Ruibérriz de Torres ante una barra. Tampoco le confesaría que había invitado a su casa a un tipo para sustituirlo a él ya que no lo encontraba, al contrario, habría borrado al instante todo vestigio de mi presencia y la cena y su mensaje nocturno pensado para Vicente habría sido (pensado bajo el agua): 'No me puedo dormir, no sé qué me pasa, en vista de que no te encontraba me acosté pronto y no hay manera y eso que he bebido vino para adormilarme, debe de ser la rabia de no haberme acordado antes de que hoy no iba a estar Eduardo. Llámame cuando llegues, aunque sea tarde. Tengo ganas de verte. Y además, a este paso tampoco ibas a despertarme. Si no estás muy cansado vente.' Pero quién sabe si esta llamada no habría llegado a hacerla nunca después de la ducha, en albornoz o toalla, quién sabe si ni siquiera habría llegado a salir de la ducha nunca porque habría resbalado por culpa de su frustración o cavilación o cansancio y se habría golpeado la nuca y aún le habría dado tiempo a cerrar el grifo con un movimiento instintivo o desesperado en medio de la caída para quedar luego mal tendida y mojada, desnuda y mojada sobre la loza con su nuca decimonónica herida por la que al cabo de un rato habría parecido correr la sangre a medio secar como estrías o hilos de cabello negro y pegado o barro, aunque nadie lo habría visto porque yo ya no habría asistido: pero esta es una muerte horrible, sin poder pedir ayuda durante toda una noche, el niño por fin profundamente dormido y el teléfono demasiado lejos, ojalá me hubiera comprado uno móvil; pero esta es una muerte ridicula, nada tan ridículo como un accidente en la propia casa una noche en que mi marido está de viaje y cuando el invitado que podría salvarme se ha ido, ya es mala suerte, y desnuda, ya es desgracia, todo puede ser ridículo o trágico según quién lo cuente y cómo se cuente, y quién contará mi muerte o se contará varias veces, cuantos me conocen unos a otros de todas las maneras posibles. Y estos pensamientos veloces tan sólo al caer, porque quizá Marta Téllez habría muerto de todas formas y habría muerto en el acto sin tiempo para el malestar ni el miedo ni la depresión ni el arrepentimiento. Pero no sucedió nada de esto, sino otra muerte no menos horrible ni menos ridicula, con un desconocido al lado cuando estábamos a punto de echar un polvo, qué horror, qué vergüenza, cómo puedo decírmelo con estas palabras, lo que al suceder no es grosero ni elevado ni gracioso ni triste puede ser triste o gracioso o elevado o grosero al contarse, el mundo depende de sus relatores y yo tengo un testigo de mi propia muerte y no sé cómo la habrá entendido; pero quizá él no hable, quizá no la cuente y en realidad no importa cómo lo haga -el primero, el origen-, las historias no pertenecen sólo al que asiste a ellas o al que las inventa, una vez contadas ya son de cualquiera, se repiten de boca en boca y se tergiversan y tuercen, nada se cuenta dos veces de la misma forma ni con las mismas palabras, ni siquiera si el que cuenta dos veces es la misma persona, ni siquiera si el relator es único para todas las veces, y qué habrá pensado mi relator o testigo de mi propia inoportuna muerte, lo cierto es que no me ha salvado pese a no haberse ido y quedarse a mi lado, tampoco él me ha salvado estando presente, nadie me salva.