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A la noche siguiente volví al establecimiento en que los periódicos se reciben poco después de la medianoche, esperé unos minutos alrededor de esa hora y me precipité a comprar el que llevaba fecha del día que se iniciaba oficialmente en aquellos momentos, sobre todo en Inglaterra, aunque según los relojes allí es siempre una hora menos. Sin atreverme a abrirlo de pie y en medio de tanta gente, fui de nuevo hasta la cafetería, pedí esta vez un whisky y busqué la lista de fallecidos: aunque es alfabética tuve el aplomo de no irme al final a mirar la T, sino de empezar a leerla desde el principio y así conservar durante unos segundos más la agonía y la incertidumbre, es decir, la esperanza de que el nombre de Marta apareciera y no apareciera; deseaba ambas cosas al mismo tiempo, o si se prefiere mi deseo estaba escindido: si aparecía sabría que había sido encontrada y eso me aliviaría y me abatiría; y si no aparecía me preocuparía aún más y volvería a manosear el papel con el número de Deán en Londres o a rondar la casa, pero también, durante unos instantes, podría volver a pensar en la posibilidad increíble de que todo hubiera sido un espantoso malentendido, una alarma excesiva, un inconcebible apresuramiento por mi parte, de que ella hubiera perdido tan sólo el sentido o incluso hubiera entrado en un coma, pero aún viviera. Miré los apellidos y sus edades ya abandonadas: Almendros, 66, Aragón, 88, Armas, 48, Arrese, 64, Blanco, 77, Borlaff, 4l, Casaldáliga, 93, pero no pude continuar uno a uno y salté hasta la L: Luengo, 59, Magallanes, 93, Marcelo, 48, Martín, 43, Medina, 28, Monte, 46, Morel, 61, ayer había muerto gente bastante joven, Francisco Pérez Martínez, 59, pero ella había muerto anteayer, en realidad no la acompañaban estos muertos más prematuros sino los del día anterior más ancianos, Téllez, 33, allí estaba, Marta Téllez Ángulo, treinta y tres eran los que tenía y algo así aparentaba, la penúltima de la lista, después venía tan sólo Alberto Viana Torres, 55. Todavía aterrado volví hasta la D con mi veloz mirada, no fuera a figurar allí Deán, 1, Eugenio Deán Téllez, aún no había cumplido dos años según su madre, Coya, 50, Delgado, 81, no estaba, no podía estar y no estaba, yo lo había dejado vivo y dormido y con comida en un plato.

Fui de nuevo a la sección de prensa y compré otro diario, el más mortuorio de los madrileños, regresé a mi mesa y busqué entre sus páginas las esquelas tan abundantes, y allí estaba ya la de Marta dando una apariencia de orden a su muerte desordenada, una esquela sobria, el nombre completo tras la cruz, el lugar, la fecha de la muerte correcta (eso sabe averiguarlo la mano del médico que aprieta e indaga), luego 'D.E.P.' y a continuación la acostumbrada lista de los que se quedan atónitos y lo lamentan y ruegan, yo he figurado en alguna de ellas: 'Su marido, Eduardo Deán Ballesteros; su hijo, Eugenio Deán Téllez; su padre, Excelentísimo señor don Juan Téllez Orati; sus hermanos, Luisa y Guillermo; su cuñada, María Fernández Vera; y demás familia…' Ahí tenía los nombres de una cuñada y la hermana, no el de ninguna amiga, y había un padre de madre italiana cuya voz era sin duda la que yo había oído, que llevaba una existencia precaria y pedante y tenía que dar una buena noticia, por qué sería excelentísimo, alguien presumido para querer ponerlo en la esquela de su hija recién muerta de manera tan inesperada, la muerte inverecunda, la muerte horrible y quizá ridicula. Debía de haberla redactado él mismo, ese padre que sabría hacer estas cosas y estaría desocupado, un hombre a la antigua, decía 'marido' y 'cuñada' y no esas cursilerías de 'esposo' y 'hermana política', aunque era pomposo poner el nombre completo de un niño de apenas dos años, probablemente su primera aparición en letra impresa como la de tantos muertos, como si se tratara de un señor respetable, el niño Eugenio. Pero al menos no decían de Marta que hubiera recibido los Santos Sacramentos como aseguran de todo el mundo, yo habría podido atestiguar que eso no era cierto. 'El entierro tendrá lugar hoy, día 19, a las once horas, en el cementerio de Nuestra Señora de la Almudena.' Y unos días después un funeral en una iglesia cuyo nombre me decía poco, nunca he conocido las de mi ciudad; arranqué la hoja, la doblé para recortar esa esquela, que fue a parar junto a aquel otro papel que ya resultaba inútil probablemente, Wilbraham Hotel de Londres.

Llegué al cementerio con un poco de antelación en una mañana de sol frío y desatento, para no perder la llegada de la comitiva ni extraviarme en una zona indebida. Unos empleados -no todos sepultureros- me indicaron dónde se iba a celebrar ese entierro, me fui hasta allí andando y esperé unos minutos leyendo lápidas y epitafios de la vecindad, ensayando el disimulo a que debería entregarme en cuanto aparecieran los Deán y los Téllez con su ataúd y sus flores y sus vestimentas negras. Me había puesto gafas oscuras como se ha hecho costumbre en las visitas a los cementerios, no tanto para velar las lágrimas como para ocultar su ausencia, cuando hay ausencia. Vi una lápida ya corrida -el hueco o fosa o abismo a la vista-, como preparada para recibir a un nuevo morador, sólo se importuna a los muertos para llevarles otro al que seguramente bien quisieron en vida, sin que podamos saber si ese acontecimiento los alegra por volver a ver a quien conocieron más joven o los entristece aún más al saberlo reducido a su mismo estado y contar con uno menos que los recuerde en el mundo. Miré la inscripción y supe que allí estaba la madre de Marta, Laura Ángulo Hernández, y también su abuela italiana, Bruna Orati Parenzan, tal vez véneta, y también descubrí que ya había muerto una hermana de Marta antes que la madre y la abuela, hacía ya muchos años y a la edad de cinco según las fechas inscritas, Gloria Téllez Ángulo, nacida dos años antes que la propia Marta, luego se habían conocido esas niñas, aunque Marta apenas habría recordado a su hermana mayor durante su vida, poco más de lo que su hijo Eugenio la recordaría a ella al transcurrir la suya. Me di cuenta de que una esquela y una lápida me habían dicho mucho más acerca de Marta o de su familia que cuanto ella me había contado a lo largo de tres encuentros preparativos. Preparativos de qué, de una fiesta modesta (solomillo irlandés y vino, un solo invitado) y de su adiós al mundo, ante mis propios ojos. En aquella tumba de mujeres inaugurada por una niña treinta y un años antes ella iba a ocupar el cuarto sitio, arrebatándoselo quizá a su padre, que habría comprado el terreno al morir esa niña y ahora habría contado con ser el siguiente, yacer junto a su madre, mujer e hija, esas tumbas suelen ser para cuatro, o no, pueden ser para cinco, y en ese caso le quedaría un sitio y al llegar ya sabría quiénes eran todos sus moradores. El nombre de Marta aún no estaba en la piedra, eso viene después de la sepultura.

Me aparté, me entretuve leyendo una especie de adivinanza en una tumba cercana de 1914: 'Cuantos hablan de mí no me conocen', decía a lo largo de sus diez líneas cortas (pero eran prosa), 'y al hablar me calumnian; los que me conocen callan, y al callar no me defienden; así, todos me maldicen hasta que me encuentran, mas al encontrarme descansan, y a mí me salvan, aunque yo nunca descanso.' Lo leí varias veces hasta que comprendí que no era el muerto quien hablaba ('León Suárez Alday 1890-1914', rezaba la inscripción, un joven), sino la muerte misma, una extraña muerte que se quejaba de su mala fama y desconocimiento entre los vivos tan lenguaraces, una muerte que se resentía de la maledicencia y quería salvarse: cansada, más bien amigable y al fin conforme. Aún estaba memorizando aquel acertijo como si fuera un teléfono o unos versos cuando a lo lejos vi dejar los coches y luego acercarse a una treintena de personas con paso lento siguiendo a los sepultureros de andar más rápido por el peso, uno de ellos llevaba un pitillo apagado en los labios que me hizo encender uno mío al instante. El cortejo se colocó en torno a la tumba abierta, más o menos en semicírculo, dejando espacio para las maniobras, y mientras se procedía a una breve oración y a bajar el ataúd con las dificultades inevitables -chirridos y golpes secos y tanteos y vacilaciones, madera encajando en piedra y ruido como de cantera o aún más agudo, como de ladrillos chocando o de clavo que no logra entrar, y alguna voz obrera que da una orden de vaho; y la aprensión enorme a que se dañe el cuerpo que ya no veremos-, pude ver a las personas que se habían puesto en primera fila o más cerca de la parte superior de la fosa, seis o siete las que vi mejor desde mi tumba de 1914, junto a la que me quedé con las manos cruzadas caídas y en una de ellas el cigarrillo que de vez en cuando me llevaba a los labios; como si León Suárez Alday fuera mi antepasado ante cuyos restos antiguos podía cavilar y rememorar, e incluso susurrar las palabras más libres que podemos decir y las que más serenan, las que dirigimos a quien no puede oírnos. Y si bien es verdad que lo primero que busqué con la vista fue al niño -pero sin esperanza e inútilmente, a esas edades no se los lleva a un entierro-, la primera persona en la que me fijé no fue aquella que rezó en voz alta -un hombre mayor y robusto en quien me fijé después-, sino una mujer de parecido notorio con Marta Téllez, sin duda su hermana viva Luisa, que sin gafas oscuras ni velo ni nada -ya no se ven velos nunca- lloraba con un llanto estridente y continuo e indisimulable, aunque intentaba disimularlo: bajaba la cabeza y se tapaba la cara con las dos manos como a veces hacen quienes están horrorizados o sienten vergüenza y no quieren ver o ser vistos, o son víctimas confesas del abatimiento, o aun del malestar o el miedo o el arrepentimiento. Y ese gesto que esas víctimas suelen hacer a solas sentadas o echadas en sus dormitorios -quizá la cara contra la almohada, que hace las veces de manos, de lo que oculta y protege, o de aquello en lo que se ve refugio- lo hacía esta mujer de pie y vestida con extremado esmero y con sus manos cuidadas, en medio de un cortejo de gente y al aire libre de un cementerio, sus redondeadas rodillas visibles bajo el abrigo entreabierto, las medias negras y los zapatos de tacón tan limpios, los labios que se habría pintado inconscientemente con el gesto maquinal de todos los días antes de salir de casa le traerían ahora el sabor mezclado del carmín dulzón con el suyo salado y líquido e involuntario; en algunos momentos levantaba la cara y se mordía esos labios -esos labios- en un intento vano de reprimir no el dolor, sino su manifestación demasiado impúdica y reñida con la palabra, y era en esos momentos cuando yo la veía, y aunque su rostro se aparecía distorsionado vi el parecido con Marta porque el rostro de Marta también lo había visto distorsionado: por otra clase de dolor, pero igualmente manifiesto; una mujer más joven, dos o tres años, quizá más guapa o menos inconforme con lo que le hubiera tocado en suerte, era soltera según la esquela -o viuda-. Tal vez lloraba así porque sentía además la envidia o sensación de destierro que aqueja a los niños cuando se separan de sus hermanos, cuando uno de ellos se queda solo con los abuelos y los otros acompañan a los padres de viaje, o cuando uno de ellos va a un colegio distinto de aquel al que van los mayores, o cuando enfermo en la cama y recostado contra la almohada con sus tebeos y cromos y cuentos configurando su mundo (y en lo alto aviones), ve salir a los otros que se van a la playa o al río o al parque o al cine y escapan en bicicleta, y al oír las primeras risas y timbrazos tan veraniegos se siente prisionero o quizá exiliado, en buena medida porque los niños carecen de visión de futuro y para ellos sólo existe el presente -no el ayer malsano y rugoso y quebrado ni el mañana diáfano y plano-, pareciéndose en eso a algunas mujeres y también a los animales, y ese niño -o es niña- ve de pronto la cama como el lugar en el que vivirá ya siempre y desde el que indefinidamente deberá oír alejarse las ruedas sobre la grava y los timbrazos superfluos y alegres de sus hermanos para los que no cuenta el tiempo, ni siquiera el presente para ellos. Tal vez Luisa Téllez sentía también que Gloria y Marta, la hermana con la que no habría jugado y la hermana con la que lo había hecho, se reunían ahora en la tierra con la madre y la abuela, en un mundo femenino y estable y risueño en el que ya no se angustiarían con un sí y un no ni se fatigarían con un quizá y un tal vez y en el que no cuenta el tiempo -en un mundo haunted, o vale aquí nuestra palabra: encantado-, al que a ella no le tocaba incorporarse aún, del que quedaba desterrada literalmente y en cuya morada común no tendría seguramente cabida cuando le tocara; y mientras caía la tierra simbólica una vez más sobre aquella fosa ella permanecía con su padre y su hermano entre los vivos tan inconstantes, y tal vez un día con un marido que aún no había llegado -un marido brumoso por tanto-, en un mundo de hombres y por tebeos y cromos y cuentos configurado (y en lo alto aviones), que aún es víctima confesa del tiempo.

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