– ¡Puta madre! ¡Estápegado al fondo!
– Tendríamos que haberle colocado una lona debajo.
– Ahora habr que echarle agua tibia para despegarlo.
Alicia coge inmediatamente una olla grande y comienza a llenarla de agua.
Víctor, ahora con el pecho al aire, enciende un cigarro. Alicia pone la olla a calentar y se le acerca.
– ¿Calculaste por fin el peso de los billetes?
– Todavía no, pero ya traje la pesa de Mami.
Alicia da unos pasos, coge su bolso y saca una cajita que contiene una diminuta balanza de bronce.
Víctor aplasta el cigarro y se pone a escoger pesas, también de bronce:
– Dame ac unos dólares.
– No tengo ningún billete de cien.
– Eso no importa. Cualquier billete sirve, incluso los de un dólar. Todos pesan lo mismo.
Alicia hace un gesto de sorpresa y saca del bolso varios billetes de uno y cinco dólares. l cuenta diez billetes, los alisa con la mano y los pone en un platillo. Luego manipula varias pesas hasta que los platillos se equilibran:
– ¡Retebién! Cada uno pesa un gramo. Para llegar a 3 millones, harán falta 30.000, o sea, que el rescate va a pesar 30 kilos.
Alicia lo mira preocupada:
– ¿Y qué yo hago para alzar tanto peso?
– No problem! Voy a equiparte con un aparato capaz de alzar un elefante.
Karl Bos, en su depacho, firma unos documentos. Se los entrega a una secretaria que se marcha y cierra la puerta. Jan, Víctor y Bos est n alrededor de una mesa con tres teléfonos, como para una reunión de negocios. Hay documentos, tazas de café, botellas de agua mineral.
Tensión en los rostros. Víctor fuma y se pasa la mano por el pelo. Van Dongen mira al techo, coge su calculadora y anota unas cifras, en silencio. Karl Bos consulta la hora. En eso suena el teléfono. Bos levanta el tubo.
– Yes?
Bos escucha. Enseguida, arquea las cejas y cabecea hacia los otros para confirmar que son los secuestradores.
– It's a woman! -susurra, tapando el micrófono-. Yes, I understand…
Alicia, vestida de gringa gordita (peluca y sandalias), habla un inglés americano muy gangoso. Para exagerar y deformar su voz, habla en un tono más alto y se sujeta la nariz con dos dedos.
– ¿Tendr n listo el dinero para el día 17?
– Sí, lo tendremos.
– ¿Quién nos lo va a entregar?
– El señor Jan Van Dongen…
– Ah, el hombre de la narizota, lo conocemos… Bien, preparen trescientos fajos. Cada uno debe contener cien billetes de cien, no seriados. Son treinta kilos. Calculen el volumen y procúrense una maleta adecuada.
– De acuerdo, pero antes de la entrega, queremos ver una foto del Sr. Groote, junto a un periódico de hoy o de mañana.
– ¿Una foto? Hmmm… Supongo que no haya problema, pero tendré que consultarlo.
Y cuelga.
Karl Bos también cuelga.
– Creo que van a aceptar lo de la foto -dice Bos, y con el pulgar le hace a Van Dongen un signo de victoria.
– ¡Fue una buenal idea, Jan! -aprueba Víctor.
Van Dongen los observa sonriente.
– Bueno -Bos se pone de pie y recoge la boquilla con el cigarro encendido que había dejado en un cenicero-. Ahora ¡manos a la obra! Quieren trescientos fajos con cien billetes de cien en cada uno. Tiene que estar todo preparado para el día 17.
Van Dongen saca de su cartera un billete de 10 dólares. Coge una pequeña regla y lo mide a lo ancho y a lo largo. Reflexiona. Mueve los labios imperceptiblemente con los ojos entornados y anuncia:
– Nos hace falta una maleta que contenga un octavo de metro cúbico…
– Y un hombre fuerte -añade Bos-. Dicen que va a pesar treinta kilos…
– Yo tengo unas pesas en casa -bromea Víctor mirando a Jan-, por si necesitas fortalecerte.
Un hombre de pelo lacio, negro, y bigote muy espeso, presenta un recibo en el mostrador de Foto Center, en la calle 23. La muchacha le entrega un sobre. l paga y se marcha.
Ya en su carro, cuando dobla por Malecón, el hombre se quita la peluca y el bigote.
– Quedaste magnífico, Víctor, irreconocible -dice Alicia, sentada a su lado, con las fotos en la mano.
Víctor observa una y sonríe.
– Sí, muy buena.
Al día siguiente, una de aquellas fotos del mismo bigotudo de pelo renegrido, pegada a un pasaporte holandés a nombre del difunto Hendryck Groote, servir como documento en el Hotel Tritón.
El falso Hendryck Groote recibe las llaves de la habitación
número 306, reservada la antevíspera a su nombre.
– Le deseamos una feliz estancia en nuestro hotel, Sr. Groote
– sonríe la recepcionista.
Alicia y Víctor ya han conseguido, casi, descongelar el cadáver. Tendido en una reposadera, al borde de la piscina, Groote tiene en la cabeza el típico sombrero cubano de yarey, que lo protege del sol. Víctor se acerca, le palpa las carnes por varios sitios, y estima el punto de descongelación.
A unos diez metros, Alicia lo observa y carga un cubo con agua, del que sale un poco de humo. Cuando Víctor le hace una seña, ella se acerca y comienza a fregar el cadáver. Lo frota con una esponja enjabonada, para quitarle el maquillaje oscuro.
– ¡Cuidado con no arrancarle la piel de la cara! No está del todo descongelado.
– ¿Aún no está descongelado? -se asombra ella.
– No completamente. Y creo que más vale así: si no, se nos derrumbaría por su propio peso.
Alicia hace una mueca de disgusto y se frota la nariz con el dorso de la mano que sostiene la esponja.
– ¡Puaj! ¡Pronto va a comenzar a apestar!
Víctor cierra los ojos y ladea la cabeza.
– No creo… Pero ni me hables. Acabemos de una vez.
Terminado el aseo, Víctor coge el cadáver por las axilas y ella por los talones. Con esfuerzo, logran acostarlo dentro de una carretilla que Víctor coge de espaldas, para no verlo, y se lleva a rastras hacia el interior de la vivienda. La cabeza del cadáver se descuelga hacia atr s. Alicia, que los sigue, apresura el paso y le sostiene la cabeza sobre la marcha. Ni ella misma sabe por qué lo hace.
Pasan gran trabajo para vestir el cadáver. Y es mayor el problema cuando intentan ubicarlo en una postura convincente para la foto. Lo sientan a una mesa con el periódico extendido por delante. A la altura del pecho, lo atan con una soga al respaldo de la silla. Para mantenerle erguida la cabeza, logran con mucha dificultad cogerle con un cordel un puñado del pelo relativamente largo de la nuca. Luego amarran el cordel a la pata de un mueble.
Como fondo, han colocado una sabana que impide ver detalles del lugar.
Cuando ya lo tienen convenientemente situado, fracasan en varias tentativas por mantenerle los ojos abiertos. Una y otra vez, el cadáver les dirige guiños burlescos. Por momentos tienen que reírse. A medida que lo cambian de posición, sus facciones se deforman en muecas de una macabra comicidad.
Luego intentan colocarlo con el torso algo avanzado, como si estuviera acodado, leyendo el periódico abierto sobre la mesa.
Por indicación de Víctor, lo desamarran de la silla, y Alicia se tiende boca arriba en el suelo, bajo la mesa. Para sostener el cadáver en la posición que Víctor quiere, Alicia le apoya ambos pies en el abdomen. Pero al avanzar el cuerpo sobre la mesa, los brazos se le abren en una posición antinatural. Con sendos palos de trapear, Alicia intenta impedir que se le caigan los brazos. Cuando por fin lo consigue, Víctor comienza a girar alrededor de la mesa y ametralla al cadáver con la m quina fotogr fica. Busca el ngulo ideal.
Alicia se impacienta.
– Dame chance para unas pocas más. Hay que hacer muchas para escoger.
Alicia sudando bajo la mesa, se esfuerza por mantener la fragilísima mise-en-scŠne.
– ¡Date prisa, coño, que no aguanto más!
– Espera… -insiste Víctor mientras toma un medio perfil desde atr s-. Una más, sólo una. Así es perfecto. Creo que ya lo tenemos…
Víctor no termina de hablar. Lo interrumpe el estrepitoso derrumbe de Groote, que termina por empujar la mesa y caer encima de Alicia. Ella lanza un grito que acompaña la caída, y luego estalla en una carcajada de horror, enredada con el cadáver, el periódico y los palos.
Al día siguiente, por la mañana, la secretaria de Bos se asoma a la puerta del despacho. Al ver a Van Dongen con su jefe, se detiene. Bos la interroga con la mirada. Ella le muestra un sobre. Por su actitud, debe ser algo importante. Bos le hace señas de que se acerque, recibe el sobre, agradece, y la muchacha se retira.
Bos extrae una foto, la observa un instante…
– Nuestro pobre Rieks -comenta Bos, y se le demuda el rostro, y se le aguan los ojos.
En cuanto Jan tiene la foto en sus manos, comienza a cabecear negativamente. Frunce los labios y sigue cabeceando.
– ¿Por qué no lo tomaron de frente? -Sacude nuevamente la cabeza-. Esto me horroriza…
Bos vuelve a examinar la foto:
– ¿Cu l es el problema, Jan?
Entra Víctor. Sin hablar, Bos le entrega la foto.
– A ver qué piensas tú…-lo interroga Bos.
– ¡No se le ven los ojos! -insiste Van Dongen-. Esta podría perfectamente ser la foto de un cadáver…
– No me parece, Jan -dice Víctor-. ¿Después de tantos días, cómo podrían…?
– Eso digo yo -lo apoya Bos.
– No me pregunten cómo. Lo cierto es que esta foto me genera todavía más inquietud…
– ¿Lo habr n drogado? -se pregunta Víctor.
– Quizá le hayan golpeado la cara… -aventura Bos.
– Y más simple aún: quizá lo hayan matado.
Víctor hace un gesto de rechazo. Mira sombrío a Van Dongen. Da a entender que desestima las exageraciones de aquel paranoico.
Una mucama uniformada llena tres tazas de café, las pone en una bandeja y sale hacia la recepción. En eso oye la risa estentórea de Bos y comienza a sonreír. Oye una segunda y una tercera carcajadas atronadoras y al ver que la recepcionista también se ríe, intercambia con ella un guiño de complicidad.
Cuando Bos ríe de buena gana, todo el mundo se entera. Su hilaridad atraviesa puertas, tabiques, maderas, cemento, se prende de las paredes, recorre los pasillos. Y cuando el jefe está contento, todo el mundo ríe, porque Karl Bos, aquel cincuentón pelirrojo y mofletudo, tiene una risa infantil, resonante, contagiosa. Imposible oírla y quedarse serio.
Cuando la mucama abre la puerta del despacho, se oye también la risa de Víctor, mucho más moderada. Al entrar con la bandejita del café, se encuentra a Van Dongen, de pie ante los otros dos, que lo oyen arrellanados en el sof.