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– Diga. Sí. Sí, es aquí.

Lo que escucha lo sorprende. Alza las cejas en dirección a Carmen, y frunce la boca en un gesto de extrañeza.

– ¿Cu ndo? ¿Y es grave? Sí, sí, pase (aprieta un botón en la pared, junto al auricular y se oye una chicharra). Ya está abierto. Sí, enseguida bajo a ayudarlo.

Cuelga el teléfono y mira alarmado a Carmen, con la mano en el pomo de la puerta:

– Es un taxista que trae herido a Víctor King, el de la empresa. Parece que tuvo un accidente.

Y sale precipitadamente del apartamento mientras Carmen se acerca a la ventana de la sala. Desde allí alcanza a ver al taxista de pie, junto a Víctor, que en ese momento atraviesa el umbral del edificio.

Alicia aparca el Volvo de Groote en el Malecón, a unos metros de la entrada lateral del Hotel Riviera. Lee su lista de acciones próximas y las memoriza. Se asegura de no haber olvidado nada.

Acciona la manija de la puerta y la abre, pero vuelve a arrimarla como si estuviera cerrada. Permanece sentada y se quita los guantes de goma que guarda en su bolso. Con el codo empuja la puerta del carro para abrirla sin dejar huellas digitales.

Ya en el hall del hotel, lo recorre desde un extremo hasta el opuesto. Su silueta rubia pasa inadvertida entre tanto turista. Con el vestido ancho, sin cinturón, parece una regordeta que disimula su falta de cintura. Sale por la puerta principal, llama un taxi y se hace llevar al Hotel "Habana Libre".

Ya en marcha, sentada exactamente detrás del chofer, saca del bolso un par de horquillas y se recoge el pelo. Luego, con una pañoleta, se improvisa un turbante que le disimula completamente la peluca.

Entre la pareja alarmada y el taxista, Víctor se mira las muñecas hinchadas, c rdenas. Permanece mudo un momento, con una sonrisa como de borrachito a medias.

El taxista está muy nervioso y desde que entró no ha parado de hablar sobre lo mala que está la calle.

– …tirado en el Bosque de la Habana, en el camino que bordea el río… Tenía las manos amarradas, esparadrapo en la boca y los ojos, y esta capucha… Figúrense que…

Víctor le pone una mano sobre un hombro para callarlo y casi sin resuello se dirige a Jan:

– May I have some water, please? Sorry, Jan, this was the nearest place…

– Sure, it's okay, Vic. Don't worry about it.

Mientras Van Dongen va por el agua, Carmen le examina sus heridas de la cara.

– Se ve que te golpearon…

Mientras recibe el vaso, Víctor entorna los ojos en un gesto de dolor. Tiene ya las mejillas y pómulos muy hinchados, enrojecidos.

Bebe el agua con avidez y pulso inestable. Unas gotas le chorrean por las comisuras.

– Sí, me cogieron por los pelos de la nuca y me golpearon varias veces la cara contra una puerta…

Se interrumpe para hurgar en su bolsillo trasero. Al echar el brazo hacia atr s, frunce la cara en fingido gesto de dolor. Con lentitud se reacomoda en la silla, saca una billetera, y de ella un billete de cien dólares que entrega al taxista.

El hombre, que ha seguido de pie, impresionado por la cantidad, se disculpa:

– No tengo cambio, señor.

– Está bien así -sonríe Víctor, con esfuerzo-. Son cincuenta por ayudarme y el resto por no comentar esto con nadie.

– ¡Muchísimas gracias, señor! -y saca una tarjeta del bolsillo de su camisa-. Aquí tiene mi tarjeta por si me necesita como testigo.

– No lo creo: de todos modos muchas gracias, y por favor, guarde reserva.

Víctor le extiende la mano, pero permanece sentado. Se dan un apretón y el taxista se retira. Carmen lo acompaña hasta la puerta.

Víctor inhala a todo pulmón, como para reunir fuerzas.

– ¿Un cigarrillo?

Jan le extiende unos Camel y Víctor coge uno. Le tiembla mucho la mano. Jan lo enciende callado, y espera.

– Secuestraron a Rieks…

Carmen se lleva una mano a la frente…

– ¡Madre mía!

Jan traga en seco. Mira a Víctor con dureza, pero no dice nada. Se chupa los labios, y en las mejillas se le forman dos huecos que parecieran agrandarle la nariz.

– Y ahora…

– Ahora vamos a un hospital -lo interrumpe Jan.

– ¡Sí -aprueba Carmen-, hay uno muy cerca de aquí!

– Imposible… -dice Víctor en voz baja, mirando al piso-. Se enteraría la policía… Y eso sería muy peligroso para Rieks.

Hace una pausa, como para aliviarse de un dolor.

– Además, yo no necesito un médico. Sólo un poco de descanso.

Jan vuelve a sentarse y Carmen le coge el pulso.

– ¡Tienes una taquicardia galopante!

Víctor desestima su alarma con un visaje negativo.

– Es por el susto. No tiene importancia. Sólo necesito reposo.

– ¿Quieres un calmante? Tengo uno muy…

Víctor la interrumpe.

– No, en cuanto duerma un poco, se me pasa. ¿Qué hora es? Esos cabrones me quitaron el reloj.

– Seis y diez… Puedes acostarte en el cuarto de huéspedes.

– Gracias, Jan; y te ruego localizar a Bos. Si tú est s disponible ¿podríamos citarlo aquí mismo a las nueve?

– No problem!

– Esta misma noche hay que decidir lo del rescate.

– ¿Piden mucho? -pregunta Jan.

– Sí, tres millones; pero ahora necesito dormir…

Van Dongen cierra los ojos y suelta un silbido de alarma.

Cuando Alicia se apea del taxi en el Habana Libre, ya no es la rubia regordeta que saliera del Volvo en el Riviera. Pero con las sandalias, las gafas de sol, el turbante en la cabeza y el vestido holgado, tampoco es Alicia.

Frente al hotel, toma otro taxi. En camino, se quita el turbante y la peluca, que queda dentro del pañuelo. Se recoge el vestido hasta las rodillas, y se amarra el cinto. Se apea en el cruce de Línea y L.

Y ahora sí, la que recorre las dos calles que la separan de su descapotable blanco, es la seductora Alicia de siempre.

A casa de su madre llega a las 17:30

En cinco minutos, Margarita oyó un resumen de las acciones. Ella hubiera preferido más detalles, pero ante el notorio cansancio que Alicia traía en el semblante, optó por servirle algo de comer y prepararle su baño.

"¡Uff, qué día!", pensó Alicia, ya en la cama.

Eso mismo pensó Víctor, y en ese mismo instante.

Aún no había podido cerrar un ojo.

Calculó que su alergia e hinchazón, provocada con los f rmacos, cesaría alrededor de las ocho. La taquicardia en cambio, de acuerdo con la dosis que ingiriera, no debería ceder hasta la medianoche.

27

Víctor, Jan Van Dongen y Karl Bos, est n sentados a la mesa.

Karl Bos es un gigante pecoso de unos 50 años. Tiene una cabellera pelirroja con grandes ondas. Echa unos cuentos malísimos, pero logra hacer reír, porque él mismo los festeja con atronadoras y contagiosas carcajadas. Está casado con una negra gorda, también pelirroja y af sica, de las Antillas Holandesas, a quién sólo se le ha oído decir "yes" y "thank you".

En su papel de gerente de la GROOTE INTERNATIONAL INC. en Cuba, Bos suele vestir muy atildado. Hace gala de una anticuada elegancia, fuma en boquilla, usa pitillera de plata, se peina con un fijador brillante y se cruza la melena en la nuca. Para la ocasión viste traje gris y corbata roja.

Su aspecto contrasta con la desastrosa apariencia de Víctor, cuya hinchazón en la frente, ahora cubierta por un parche, parece haber aumentado. Ha envejecido diez años. La piel de la cara, que unas horas antes era de un rojo muy intenso, ha adquirido ahora una palidez verdosa. Según Carmen, debería ir a un hospital, porque tiene el pulso en 100 y la presión muy alta. l se ha negado, y tampoco ha querido aceptar una camisa de Jan. Sigue con la misma mezclilla verde, tiznada en el pecho y rota en la sisa. Fuma un cigarro tras otro y su voz se oye endeble y trémula.

Carmen trae un recipiente con hielo. Bos coge dos cubitos y los echa en un vaso de whisky. En la mesa hay una grabadora. Van Dongen introduce un casete, y hace a Carmen una discreta señal para que se retire. Luego sitúa el micrófono ante Víctor. El di logo transcurre en inglés.

– ¿Podemos empezar, Jan? -pregunta Bos.

Van Dongen asiente y mira a Víctor, que se inclina un poco sobre el micrófono.

– Estaba redactando mi informe cuando me llamó Rieks. No desde Varadero, como creía yo. Me dijo que había amanecido con mucha resaca por los tragos de la víspera, y que había aplazado el viaje hasta después del mediodía. Y me pidió que pasara en seguida por su casa. Quería entregarme algo para Jan. Yo cogí el file, y caminé los pocos pasos que separan mi casa de la suya. Y al abrirse la puerta me ponen una pistola en la sien y un encapuchado me dice: "Hands up!"…

– ¿En inglés? -interrumpe Bos.

– Sí, en inglés. Me mandó cogerme las manos por detrás y otro me amarró las muñecas. Mira cómo me han puesto.

Víctor da vuelta sus manos para enseñar las marcas de alambre en las muñecas. Luego se sirve un whisky puro, bebe un trago, hace una mueca horrible y continúa.

Karl Bos toma apuntes.

Van Dongen mira al vacío.

– Eran tres encapuchados, pero creo que entre ellos había una mujer. Sentí un fuerte olor a Chanel nø 5…

– ¿Y serían cubanos?

– Lo dudo. Sólo oí hablar al que me apuntaba, y tenía un acento neoyorkino muy marcado.

– Cuando te amenazaron ¿estaba presente Rieks?

– Sí, aunque al principio no lo vi, porque lo tenían sentado en un rincón a mis espaldas, con las manos amarradas atr s.

– ¿Y qué decía él?

– Nada. Ni una palabra… Luego, antes de sacarnos de la casa, nos pegaron esparadrapo en los p rpados y en la boca, y nos pusieron capuchas.

Bos coge la capucha y la examina, muy impresionado.

– Luego nos hicieron entrar al garaje y montar en el Volvo de Rieks. Calculo que estuvimos dando vueltas durante unos cuarenta minutos, sin salir de la ciudad. Finalmente llegamos a otro garaje o cobertizo, algo rústico, con piso de tierra.

– ¿Llegaste a oír algun ruido del exterior? -pregunta Jan.

– Sí, unos gritos, algo lejanos, como de chamacos jugando.

Víctor hace una mueca de dolor y respira con dificultad…

– Agua, por favor…

Jan pone la pausa y Bos se apresura a destapar una botellita.

Víctor apura el vaso con un gran temblequeo. Al final se le derrama un chorrito por una de las comisuras. Parece haber perdido el control de sus músculos faciales.

– Dejemos esto para otro momento… -propone Bos.

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