Dos meses antes, cuando Van Dongen iniciara la investigación sobre el Proyecto King, había decidido por su cuenta, sin informar a nadie, ni siquiera a su jefe Hendryck Groote, indagar a fondo el curriculum de Víctor King. No sospechaba nada malo de él. Admiraba su talento y, desde el inicio, le profesaba simpatía. Pero cuando el Proyecto King adquirió aquella relevancia polémica en la empresa, Jan se impuso efectuarle una elemental indagación. La verdad era que casi nada se sabía de su pasado. A la empresa, Víctor había entrado sin credenciales; por decisión unipersonal de Rieks, que se entusiasmara al oírle su proyecto de los galeones. Y ese desconocido, muy pronto dirigiría una operación multimillonaria. No era cuestión de desconfianza, ni de malevolencia. Era cuestión de método, de rutina profiláctica.
Vía Amsterdam-París, Van Dongen había obtenido las señas del cubano Polanco, quien prometió ayudarlo; pero por las dudas, para no infamar a priori el nombre de Víctor King y poder indagarlo de manera discretísima, le había entregado a Polanco un vaso, con impresiones digitales de Víctor, pero sin darle su nombre. Tampoco le refirió que las impresiones pertenecían a un funcionario de su empresa. Dijo tratarse de un cliente del que quería simplemente asegurarse que no tuviera antecedentes penales. Había riesgos y mucho dinero en juego. Polanco recibió un primer cheque, entendió qué se quería de él, y no hizo preguntas.
Y esa mañana, por teléfono, Polanco le había dejado caer que las huellas del vaso, figuraban en el dossier de un delincuente registrado en los archivos centrales de INTERPOL.
Aquella noticia lo había puesto nerviosísimo. Si era en verdad un personaje peligroso, el Proyecto King no podría realizarse. Para Rieks, después de las grandes ilusiones que se había hecho, sería un golpe terrible.
– Del vaso que usted nos dio, -le dice Polanco, ya sentado frente a él-, tomé las impresiones y las envié a París… Y en efecto, el hombre tiene un dossier abierto. Mire: aquí está la síntesis.
Polanco saca de su maletín un sobre de Manila; y del sobre una hoja mecanografiada.
– -¿Usted lee francés?
Van Dongen asiente, coge el papel y lee:
"Las huellas digitales halladas en el paquete, N°
3324/Cu, corresponden a Henry A. Moore, ciudadano
canadiense, nacido en 1952. El 18 de diciembre de
1974, con 22 años, Henry Moore asaltó por sí solo
la sede del National City Bank of New York, en
Veracruz, y logró huir con el equivalente de unos
87 000 USD (en moneda mexicana de entonces), que invirtió en su totalidad en una fallida empresa de prospecciones submarinas.
"El 12 de agosto de 1976, asaltó el mismo banco
en la ciudad de Cancún, por casi 200 000 dólares,
pero fue capturado dos semanas después. Juzgado en
abril de 1977, fue condenado a 7 años, de los que
cumplió 62 meses en una cárcel local.
"Para más información, consultar la separata
microfilmada.
"Se adjuntan fotos."
Van Dongen extrae una foto. Es indudablemente Víctor King, con el pelo muy corto, y 25 años más joven.
Cuando Polanco se marchó, con su cheque al portador, Van Dongen se quedó absorto. Fijó la vista en un perfil de Carmen, dibujo suyo que recientemente colgara de una pared.
"De modo que se llama Henry Moore, es impostor y pistolero… ¡Quién lo hubiera dicho! "
– ¡Mierda! -se le escapó.
Sin embargo, Jan van Dongen no añadió a aquella palabrota, ningún gesto que expresara desagrado o temor. Al contrario: meneó la cabeza, arqueó el torso hacia adelante, se golpeó una rodilla y esbozó una sonrisa de franca satisfacción.
El descapotable blanco de Alicia entra al parqueo de un elegante local abierto. Víctor la observa sentado en la terraza. Fuma un habano y juguetea con el hielo de su Chivas Regal.
Alicia le ha encargado por el celular, un batido de mamey que ya le ha sido servido en una copa de alto fuste.
Alicia se apea del coche y se acerca a la mesa. Luce guapísima y lo sabe. Camina segura y complacida. Saluda a Víctor con un besito convencional, se instala a la mesa, coge su batido, sorbe y se relame.
– Mmm… Gracias… ¡Tengo una resaca…!
Víctor la disfruta; se deleita en mirarla.
– Me lo imaginaba. Lo de anoche fue muy fuerte…
Mientras Alicia se cruza de piernas en su asiento y revuelve un poco el batido, Víctor comienza a acariciarle una rodilla morena.
Alicia se reacomoda.
– ¡Deja eso, ahora! Vamos a lo nuestro.
Víctor sonríe y da una chupada al habano. Mete la mano en el bolsillo de su chaqueta y hurga un poco. Sin comentarios, deposita sobre la mesa la foto de un mulato muy apuesto, vestido con un atuendo ritual africano.
Ella coge la foto y hace un gesto de complacencia:
– ¡Vaya…! ¿Quién es?
– Se llama Cosme. Lo hemos visto bailar hace unos días. Elizabeth se ha encaprichado con él…
Alicia, sin levantar la vista de la foto, abre aprobatoriamente los ojos:
– Coño, tu Elizabeth tiene buen gusto… ¿Y dónde me empato con este bombón?
– En el Conjunto Folklórico Nacional.
– Me encantan los bailarines, son flexibles, se doblan en cualquier posición…
– Ten cuidado, que no todo se dobla…
Alicia se ríe, apura el mamey, guarda la foto en su carterita y se levanta.
– ¿Ya te vas?
– Sí, tengo cosas que hacer. ¿Y para cuándo quieren el número con el mulato?
– Si lograras llevarlo esta noche, sería perfecto.
– Esta misma tarde le caigo atrás. Si consigo levantarlo, te llamo enseguida por el celular.
– Te esperaríamos a las nueve.
Ella asiente, se inclina para el besito de despedida, se pone unos espejuelos oscuros y comienza a atravesar la terraza.
Al verla alejarse, un camarero se detiene con un vaso en la mano. El vaso también se detiene a mitad de camino entre su bandeja y la mesa de un parroquiano. Y allí sigue el vaso mientras Alicia monta en su descapotable; y allí persiste el vaso, inmóvil, hasta que el carro desaparece en una curva.
Cuando el muchacho se recobra, arquea las cejas, suspira y mira a Víctor con profundo desconsuelo.
Sólo entonces llega el vaso a la mesa de su destinatario.
Domingo por la mañana. En el elegante Club de Golf del barrio de Capdevila, Víctor juega al tennis. Confiado, hace un último servicio, intercambia tres raquetazos y gana. Se acerca a la net, da la mano a su oponente y sale hacia los asientos que hay al borde de la cancha. Coge una toalla, se seca un poco y comienza a guardar sus raquetas y pelotas en un estuche. Cuando termina, sale de la cancha y enfila lentamente por un sendero de grava roja.
Al llegar a su coche, lo abre, deja sus raquetas en el interior, y aún con la toalla alrededor del cuello, abre una neverita portátil y saca una lata de refresco, de la que toma un sorbo. Cuando va a encender un cigarrillo, oye un chirrido de ruedas sobre la grava del parking; y al volverse reconoce, con gran sorpresa, a Van Dongen que se apea sonriente. El narizón viste buzo y pantalón blanco y calza unos mocasines oscuros. En la mano trae una carterita de cuero.
– ¿También juegas tennis? ¡Qué coincidencia!
– Ninguna coincidencia: vine a verte.
– ¿Algo urgente…?
– Urgente no, pero muy serio…
Víctor lo escruta, preocupado.
– Tiene que ser muy serio, para tratarlo un domingo…
Van Dongen mira en derredor y señala un camino.
– Te propongo caminar un poco.
Víctor asiente, se quita la toalla, cierra el carro y comienza a caminar junto a Van Dongen, muy intrigado.
Van Dongen abre su carterita, saca un papel, lo desdobla y se lo entrega.
– Esto lo recibí hace unos días de la INTERPOL.
La mención a INTERPOL lo sacude. Víctor frunce el ceño y mira de soslayo a Van Dongen. Ha palidecido terriblemente.
Por fin, baja la vista y lee muy rápido la primera hoja. Ojea un poco la segunda y se las devuelve.
– Sí. Todo es cierto -y lo mira con una altivez desafiante-: Supongo que estarás horrorizado.
Van Dongen se queda observándolo sonriente y cabecea enigmático.
– No, no estoy horrorizado. De joven fui un poco revoltoso, y todavía pienso que es más decente atracar un banco que ser su dueño.
Víctor, se detiene. Aquel inesperado comentario de Jan, lo toma por sorpresa. No sabe qué decir. Sólo atina a rascarse la cabeza y a sonreír.
Jan adelanta dos pasos y también se detiene para volverse a mirarlo. Víctor lo escruta de arriba a abajo, con los ojos muy abiertos. Ahora articula un fruncido de cejas que pretende expresar incredulidad, pero sólo expresa temor, incertidumbre.
Van Dongen permanece callado y lo mira serenamente a los ojos. No tiene prisa.
Por fin, a Víctor se le ocurre un comentario coherente con la situación:
– ¿Y cómo debo entender entonces tu antipatía por los bancos y tu relación con un millonario como Rieks?
– Rieks me salvó de la locura y el deshonor, y le estoy agradecido. Pero no vine a hablarte de eso, Víctor.
De sorpresa en sorpresa, Víctor intenta decir algo, pero se traba. Finalmente se encoge de hombros y suelta la pregunta que ya le quema en el pecho:
– Supongo que a estas alturas toda la empresa conoce mi historia…
Jan retoma la marcha y permanece pensativo unos instante. Luego endereza hacia un banquito que hay al borde del sendero, lo limpia de hojarasca con la mano y se sienta. Víctor se le para enfrente, apura su lata de refresco y la tira entre unos arbustos.
– En Cuba nadie lo sabe, Víctor. Por ahora, ni siquiera la INTERPOL sabe que Henry Moore y Víctor King son la misma persona. Sólo yo lo sé.
– ¿Tampoco lo sabe Rieks?
– No, no lo sabe…
Víctor alza los brazos, desconcertado.
– ¿Qué quieres de mí, Jan?
Van Dongen baja la cabeza como buscando la respuesta en el suelo. Luego sonríe y lo mira a los ojos.
– Quiero que comprendas mi posición como hombre de confianza de Rieks. En primer lugar, no me asusta tu pasado ni tu cambio de nombre. Estoy convencido de que los asaltos fueron un medio para financiar tus búsquedas submarinas. Yo admiro a los seres apasionados, y buscar galeones hundidos me parece una pasión muy noble.
Jan hace una pausa para sacar sus cigarros de la carterita y le ofrece uno. Enciende ambos y observa el intenso temblor en la mano de Víctor.