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La recolección suele ser faena familiar, compartida, de ahí que esta mañana, al verme solo, encaramado en un camueso, me diera por soñar, te imaginara a ti al pie, sonriéndome y charlando, haciendo bolsa con el vuelo de tu falda, mientras yo, desde lo alto, te iba arrojando frutos. Una visión relajada, entrañable, sentimental. Y así, como por juego, sin tomármelo muy a pecho, llené cinco canastas que, a un promedio de veinte kilos, hacen un total de cien. Si estuvieras más cerca te facturaría una caja, pero la manzana es fruto perecedero, aguanta mal el porte, y hasta Sevilla es más que probable que no llegara una sana. Más adelante las probarás.

Para mí esta manzana, tan tiesa y aromática, es la de mejor paladar que hay en España y si carece de fama es porque a los castellanos nos faltan dos cualidades esenciales para vender: sentido cooperativo y espíritu de comercialización.

Releo tu última. Nadie adivinaría que escribes desde la cama. Tu letra, aplicada, firme, de trazo grueso, no se ha alterado con la enfermedad, sigue siendo la misma de siempre. ¿Cómo te las arreglas? ¿No te levantarás a hurtadillas para escribirme? Ten cuidado. Antes que la caligrafía está tu salud… ¿Te has fijado en los rasgos duros de la P y de la Q? Te confiar‚ un secreto: soy un poco grafólogo. Aprendí las primeras nociones de don Próspero Mediavilla, mi antecesor en la jefatura de redacción, un versado maestro. ¿Te enojarás si te digo cómo eres? No, no te rías, la Grafología es una cosa sería, una ciencia, aunque la mayor parte de los seres ignoren que cuando rellenan una cuartilla se están desnudando (síquicamente, se sobreentiende), expresando sin ambages su carácter. Pues bien, querida, de tus rasgos caligráficos deduzco que eres una mujer presumida, sensible, resuelta y de carácter fuerte. El inolvidable don Próspero hubiera matizado más, pero yo, simple aficionado, soy incapaz de pasar de ahí. Los calificativos, aunque troquelados, poco flexibles, en conjunto son halagüeños. Me agradan las mujeres presumidas, sensibles y resueltas. En cuanto al carácter fuerte, depende del grado. Los caracteres débiles, como hojas en el viento, me resultan despreciables, si que también me enfaden los excesivamente autoritarios. Mi difunta hermana Eloína era un tanto dominante, sin duda las responsabilidades, en cambio Rafaela, la maestra, representaba el equilibrio, un carácter entero pero dúctil y condescendiente.

Adiós, cariño, espero tus noticias con avidez. Mi estómago sigue manando fuego pero es mayor aún el que inflama mi corazón. Tuyo,

E.S.

8 de octubre

Amor:

¿No bromeas? ¿Es cierto lo que me dices? ¿Es verdad que te han dado de alta? ¿Cómo va a ser posible que en apenas tres semanas hayas superado la hepatitis, una enfermedad tan larga y pertinaz? ¡Bendito sea Dios! Esto quiere decir que las transaminasas están en orden ya que las transaminasas marcan el índice, hablan con mayor rigor que el doctor. Aceptémoslo con júbilo, querida, pero con prudencia; no nos precipitemos. No tomes la autorización del doctor al pie de la letra; come de todo pero con método. Vigila las grasas; no te atiborres de platos indigestos. ¿Has adelgazado? En esta enfermedad es frecuente adelgazar, el reposo no llega a compensar la dieta sin condimento. Mi difunta hermana Rafaela, si mal no recuerdo, perdió cuatro kilos en el trance. Claro que su enfermedad fue más prolongada.

Me sorprende el tono de tu carta, inane, sin vibración. Hablas de tu restablecimiento como de un vulgar incidente cotidiano. Posiblemente la hepatitis te ha dejado desmadejada. El paquete muscular de las extremidades inferiores suele quedar enerve, flojo, pero su recuperación es rápida, cuestión de días. A pesar de todo, tu decisión de encontrarnos en Madrid el día 15 me parece un poco precipitada. ¿Estarás en condiciones de viajar para esas fechas? Yo ardo en deseos de conocerte, de charlar contigo, pero ¿no sería más sensato dejar transcurrir otro par de semanas? No guía mi juicio afán dilatorio alguno, bien lo sabes, sino cuidado por tu salud. Dices que quieres hablarme. Eso mismo anhelo yo desde hace meses, mi amor. Tras medio año de relación epistolar, estimo que el contacto personal se impone, se hace por días más apremiante. Pero vayamos con calma. ¿Qué ganamos, después de tantas cautelas, apresurando las cosas si con ello provocamos una recaída? La hepatitis no suele volver, es cierto, pero ¿y si volviera? Seamos prudentes, mi vida; recapacitemos. Si, a pesar de todo, persistes en tu idea (nadie mejor que tú para medir tus fuerzas) lo procedente es poner en ejecución nuestro viejo plan: día 15, dos dela tarde, Restaurante Milano. Pero reflexiona antes de decidir, por favor. Precisamente el día 15 pensaba yo recoger las reinetas, pero la manzana puede aguardar. ¿Sabes lo que me dieron este año los camuesos? Seiscientos cincuenta kilos. No es un récord, ni siquiera una cosecha media, pero si han de pagarlas a diez pesetas, que es lo que están ofreciendo los intermediarios, hubiera ganado más dejándolas en el árbol, tal como hacen Ángel Damián y otros amigos.

Pero volvamos a lo nuestro. Lamento sinceramente que Federico, tu hijo, no pueda acompañarte. ¿Es éste su último curso? Otra cosa: tras la delicada prueba de Madrid, si todo saliera bien y tú no mandas otra cosa, me apetecería visitarte en tu ambiente, en Sevilla!, pasar unas semanas contigo allí. Esta hermosa ciudad, que siempre encerró para mi una magia especial, se ha convertido de pronto, por mor de tu residencia en ella, en el ombligo del mundo. De todos modos, querida, reprime tu impaciencia, reflexiona, aún estamos a tiempo, no te fíes de los dictados de tu corazón. Sufro un terrible ataque de hiperclorhidria. Mi estómago es un volcán.

Tuyo sin reservas,

E.S.

12 de octubre

Amor mío:

De acuerdo. Me faltan arrestos y voluntad para imponerte otro aplazamiento. Sea, pues, el día 15.

Creo te indiqué ya que paro en el Hotel Imperio, nada del otro jueves pero está limpio, cuidan la temperatura y el conserje, Marcelo, me llama por mi nombre, detalle de agradecer en una urbe donde el anonimato es la norma. Por añadidura, el precio es arreglado. Hasta la hora convenida permanecer‚ allí, haré que me suban los diarios de la mañana y así entretendré la espera. Si algo necesitaras, llámame por teléfono.

Trato de controlarme, de aparentar serenidad, amor mío, pero estoy lejos de sentirla. Este paso es tan definitivo que los nervios del plexo se contraen y a duras penas me dejan respirar. ¡Difíciles vísperas! Confío que no tomes a mal lo que voy a decirte. Desde chiquito dormí en una desproporcionada cama de hierro, la vieja cama de mis padres que nos llevamos del pueblo. Me hice así a la holgura, a los grandes espacios, a la libertad. Aquella libertad es hoy mi esclavitud; la cama es amplia pero fría, excesiva, mi más ferviente deseo es compartirla.

¿Qué sucederá dentro de tres días? ¡Tremenda incertidumbre! Hasta el día 15, querida, a las dos, en el Restaurante Milano, primer tramo de Ferraz subiendo desde plaza de España.

Te idolatra.

E.S.

20 de octubre

Muy señora mía:

Su carta de esta mañana no me ha sorprendido, más bien la esperaba después de nuestro desafortunado encuentro del pasado día 15. Tampoco me ha sorprendido su tono, ceremonioso y protocolario, aunque sí, lo confieso, los agravios gratuitos de su segunda mitad. Aquello, lo de Madrid, no discurrió por los cauces previstos; descarriló. ¿Cómo fue posible una frustración semejante? No lo sé, pero al decirnos adiós había entre nosotros mayor distancia que en el momento de saludarnos. Su actitud evasiva, reservada, se fue acentuando a medida que avanzaba el almuerzo. Pese a mis esfuerzos, usted rehuyó una y otra vez mis miradas y en el momento crucial en que, jugándome el todo por el todo, extendí disimuladamente el brazo sobre el mantel y traté de tomarle una mano, usted la retiró de golpe como si se le arrimara una víbora.

Pero todo esto sería pura anécdota, señora, si la conversación hubiera fluido entre nosotros. Desgraciadamente, tampoco fue así. Cada vez que lo intenté usted me respondió con un sofión o permaneció encastillada, como ausente. Empleando un símil impropio me fue imposible cuadrarla. Sus ojos vagaban inquietos por el comedor, entre las caricaturas de las paredes y los comensales que entraban o salían, fingiendo un interés que justificase su desvío. Yen las dos únicas ocasiones en que el ambiente se serenó, invitando a la confidencia, usted apeló al camarero por una fruslería impidiendo que el clima propicio se produjese.

Achaca usted en la suya el fracaso a la decepción física. ¿Por qué no? Nunca he sido un adonis y a lo largo de nuestra correspondencia no lo oculté, es más, creo recordar, que cada vez que me referí a mi físico lo hice con cierta severidad, no exenta de humor. Le hablé, me parece, de un hombre rechoncho con sobra de grasas pero con posibilidades de redención. Pero una cosa es imaginarlo y otra distinta comprobarlo, dirá usted. De acuerdo. Mas yo tengo entre ceja y ceja que usted entró ya en el restaurante decepcionada. La desdeñosa frialdad conque pronunció mi nombre al acercarse a la mesa en que me sentaba es ya un indicio. Otro, la manera de estrecharme la mano, tan displicente, remota e impersonal. ¿Era necesario más? En realidad, con un asomo de determinación, ahí debimos dar por concluido nuestro encuentro. Pero nos faltó valor, cosa explicable en cierto modo. Uno siempre se aferra a la esperanza, piensa que lo que juzga desapego bien pudiera ser pasajero azoramiento y que, a la postre, con un poco de paciencia, las cosas pueden tomar otro sesgo. Vanas ilusiones. Lo nuestro estaba sentenciado desde el principio; aunantes del principio su rechazo era evidente y, me temo, irreversible. Después, la distancia física que deliberadamente puso usted entre los dos en el taxi, su negativa a dar un paseo por el Retiro alegando dolor de cabeza, su determinación de regresar a Sevilla en el primer tren de la noche… ¿Para qué seguir?

No tengo derecho a lamentarme, señora. Cosas así suceden en el mundo cada día. Una comunicación epistolar asidua, afectuosa, de casi medio año, se rompe de improviso al establecer contacto. Normal. Pero hay algo que no lo es, que no es normal, quiero decir, y que me reconcome: el convencimiento de que hubiera sido lo mismo si en lugar de encontrarse conmigo se hubiera usted encontrado con el hombre más apuesto de la Tierra. En una palabra, lo nuestro por razones que no se me alcanzan, estaba muerto antes de nacer. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? He aquí las interrogantes que me planteo y que me martirizan, aparte de que, si era así, si, infortunadamente, es así, ¿qué sentido tiene ensañarse ahora inelegantemente en la ruptura? ¿A santo de qué sus sarcasmos, su acre refinamiento? ¿No subyacerá en el fondo de todo, esto una conciencia culpable, la pretensión de justificarse ante sí misma? No doy la talla, ¿qué talla, física o moral? Soy un taponcito pretencioso; ¿de qué me he jactado yo, señora mía, qué pretensiones, fuera de hacerla mi esposa, he albergado a lo largo de nuestra correspondencia? Soy hipócrita y mendaz; ¿puede calificárseme con este rigor por el hecho de medir un metro cincuenta y ocho en lugar de uno sesenta o por la pueril estratagema de encaramarme a un ladrillo para retratarme y aparentar unos centímetros más de estatura? No mantengamos por más tiempo la ficción; olvidemos ambos nuestros sueños adolescentes y seamos francos por una vez, señora. ¿No debimos uno y otro empezar por ahí, por abrir de par en par nuestros corazones adultos y eludir actitudes improcedentes? Porque, sinceridad por sinceridad, señora, tampoco usted mide uno sesenta, ni, con todos los respetos, su aspecto es tan juvenil como proclamaba en La Correspondencia Sentimental. Más aún: su físico no guarda la menor relación con la deportiva señorita de la fotografía. Ignoro con qué fines, usted me envió la primera fotografía que encontró a mano de una atractiva señorita en bañador. Pero, con la mano en el corazón, ¿qué tiene que ver ese cuerpo armonioso, elástico, vital, de la foto, con la mujer madura, de antebrazos fláccidos, ojos enramados y cintura enteriza que se sentó frente a mí en la mesa del Milano? Entiéndame, señora, no formulo esta constatación por resentimiento, en tono de censura, pero si usted confiesa abiertamente, en una publicación, cincuenta y seis años, ¿por qué no asumirlos? Durante meses, embaucado por su fotografía, viví en la inopia, imaginando el milagro, pero cuando la otra tarde en Madrid observé atentamente su rostro y percibí, por debajo de afeites y cosméticos, las tenues, disimuladas, arrugas, las oscuras bolsas bajo los ojos azules, la traidora sotabarba, en una palabra, las patentes huellas dela edad, comprendí que tal milagro no existía, que usted era lo que tenia que ser, lo que yo era, lo que todos somos (a excepción de aquel prodigio insenescente que se llamó Rafaela) una vez que abocamos a la decadencia, a la decrepitud. ¿Voy a tacharla de embustera por eso?¿Voy a censurarle que sustituyera su verdadero retrato por el de una encandiladora señorita en bañador? Al contrario, comprobar su ingenua argucia me conmovió, despertó en mi una intensa ternura. No vi en su juego una falacia, sino al revés, un deseo de ser más para darme más, un anhelo de ser perfecta para ofrecerme la perfección. Y aquello, aunque otra cosa pueda pensar usted, me reenamoró, con un sentimiento más sosegado que el que desató en mí pecho la chiquilla del bikini, por supuesto, pero más puro, más respetuoso, más profundo también.

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