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Esto es todo, señora. Entiendo que ésta es la única manera honesta de plantear nuestro fracaso: desde la sinceridad. Y tal vez desde esta base, con los pies en el suelo, cabría la posibilidad de reanudar nuestro epistolario a no ser que mi físico le cause a usted verdadera repulsión. Yo debo reconocer que me he acostumbrado a usted, que necesito de usted, de sus desplantes, sus ironías, sus lamentaciones y que prescindir de golpe de todo ello me supondría un hondo desgarramiento. Lo importante en la vida es disponer de un interlocutor. Se vive para contarlo, en función de un destinatario. ¿Qué hacer si éste, de pronto, desaparece? Recomencemos, pues, desde la realidad si le es servido. Yo, por mi parte, doy por no escritas las dos últimas cuartillas de su carta. No son de recibo.

Besa sus pies,

E. S.

20 de octubre

Señora:

Apenas mi carta en el buzón, recibo otra, inesperada, de Baldomero Cerviño, llena de circunloquios, medios términos y promesas de fidelidad, misiva que no podía tener otra procedencia. Su ambigüedad, la atildada caligrafía, la pulcra sinuosidad de sus argumentos llevan el sello inconfundible de Baldomero. No en balde Baldomero ha sido cocinero antes que fraile. Tras su lectura, se ha hecho la luz, se han definido los contornos de las cosas. ¿Cómo he estado tan ciego, Dios mío? De modo que usted y Baldomero, Baldomero y usted… ¿Es posible? ¿Desde cuándo? ¿Cómo iba a volar tan alto mi pobre imaginación? Ahora ya me salen las cuentas, todo está perfilado y en su sitio: la hepatitis, el tono de sus últimas, su comportamiento en Madrid… Las piezas del puzzle casan. Usted acudió a la cita con el propósito de informarme pero, en el último momento, le faltó valor. Lógico. La papeleta era tan abyecta e indecorosa que no se atrevió a presentarla. La carta de Baldomero, ahora, untuosa y precaria, viene a subsanar su omisión. Todo claro como la luz del día, señora, pero ¡tan nefando! ¿Por qué razón solicitó usted informes míos a Baldomero? ¿No los recibía usted directos, sinceros y puntuales? ¿Por qué Señor, la palabra de Baldomero (otro desconocido, al fin y al cabo, para usted) iba a ser más de fiar, de mejor condición que la mía? ¡Preguntas, preguntas, preguntas! Pero ¿para qué respuestas? Las cosas caen por su peso. Baldomero, como cada año por estas fechas, viajaba a Cádiz y se detuvo en Sevilla para entrevistarse con usted. Preferible hablar que escribir; la palabra no deja huella, se la lleva el viento. El informe escrito es más delicado y Baldomero no lo ignora. ¡Sólo Dios sabe qué le diría desde su pedestal! Pero, después de todo, ¿qué importancia tiene eso? Apenas se vieron se sintieron atraídos mutuamente. Cupido disparó sus dardos desde la Torre de la Giralda. ¡El flechazo de la tercera edad! Automáticamente, yo quedé pospuesto, dejé de existir para usted. ¿Cómo competir con el donaire, la galanura, la noble testa patricia de Baldomero? El atractivo físico de este hombre, incluso en su avanzada madurez, es, por lo visto, irresistible. A lo largo de treinta y cinco años nunca le vi perder una batalla en el terreno sentimental. ¿Cuál es su secreto? ¿Dónde radica la razón de su éxito? ¿Únicamente en su arrogancia. su apostura, su desenfado, su don de gentes? No lo crea usted. A las prendas físicas de Baldomero hay que añadir una diabólica facultad, adquirida, sin duda, a lo largo de los años que ejerció como censor: la de adueñarse de la mente ajena socavando previamente los resortes defensivos de su víctima. Porque Baldomero, señora, digámoslo de una vez, fue censor de oficio, profesional, de plantilla y esta tenebrosa actividad crea hábito; mediante el solape y la falacia nos ayuda a poseer otros cerebros, a suplantarlos, a pensar por ellos. Durante lustros fue éste un país de posesos y uno de los poseyentes más cualificados fue Baldomero. ¡Federico, su hijo de usted, saldrá ganando en el cambio! ¿Comprende ahora por qué le digo que no existe quien pueda sustraerse a sus artes embaucadoras? Su turno ha llegado, señora; usted es la nueva víctima, la última posesa. ¿Quién la exorcizará? Ante Baldomero en su podio, en su pedestal -¡San Baldomero el Estilita!- usted habrá de vivir de rodillas, en perpetua adoración. Y no piense que le hablo así por despecho. Si tiene la paciencia de repasar nuestra correspondencia hallará alusiones al especial carácter de mi amistad con Baldomero. ¿He dicho amistad? Admitámoslo, amistad, pero el señor y yo villano, él arriba y yo abajo. Esta especie de derecho de pernada que acaba de ejercitar ahora disipa la última duda que pudiera caber al respecto. En fin, señora, disculpe estas líneas desengañadas y que sean ustedes felices.

Atentamente,

E.S.

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