A pesar de tu rapapolvo, sigo en mis trece: el día 10 de setiembre en Madrid. ¿Qué te parece un restaurante italiano, el Milano, en el primer tramo de Ferraz entrando por la plaza de España? Se come bien, está limpio y no es caro. Si no dices otra cosa, ahí, a las dos de la tarde. Resuelve tú lo de Federico. A mí no me importa que tu hijo almuerce con nosotros. En otro caso, le saludaré más tarde, en el hotel. ¿Has reparado que apenas faltan doce días para nuestro encuentro? Me cohíbe tanto como lo deseo. Yo iré también en automóvil, aunque al precio que se ha puesto la gasolina, el viaje en coche para un solo pasajero resulta antieconómico.
Hasta pronto, cariño mío. Recibe la veneración de tu incondicional,
E. S.
5 de setiembre
Amor:
Si, en fondo y forma, me considero un hombre religioso, no un meapilas pero si un hombre con unas convicciones sinceras. Aquí, en estos viejos pueblos de Castilla, uno nace religioso por dentro como nace cetrino por fuera, lo da el medio. Y aún te diría más, prescindiendo de mi difunto tío Fermín Baruque, no he conocido en Cremanes un solo agnóstico. Incluso los emigrantes, que regresan circunstancialmente en verano, pese al ambiente secularizado de las ciudades donde habitan, frecuentan la iglesia. A estos hombres y mujeres no te diré que les empuje la fe tanto como la costumbre, pero algo es algo. A nuestro pueblo iletrado no le puedes pedir más. ¿Partidario de la eutanasia?¿El suicidio como solución? Ni una cosa, ni otra, siquiera en lo relativo a la eutanasia existe hoy un puntó oscuro: el aparato. Enchufarlo o desenchufarlo, he ahí la cuestión. Yo no creo, querida, en los milagros de la técnica y, por tanto, no soy partidario de prolongar una agonía irreversible por procedimientos artificiales. Eso es todo. Respecto al suicidio, habituado como estoy a la ingratitud, no es fácil que ninguna adversidad me impulsara a quitarme la vida. Creo que aun en los suicidios aparentemente más reflexivos se da un elemento de obcecación, de descontrol, que atenúa o anula la responsabilidad. No hay suicidios en frío, cerebrales. Detrás está, ineluctablemente, una mente trascordada. Pero ¿quieres decirme, cariño, a qué viene todo esto? ¿Adónde quieres ir a parar?
Personalmente no me planteo problemas religiosos. Desde chiquito acepté la trascendencia y me ufano de no transgredir la ley moral. Me tengo por un hombre honesto. Mentiría si te dijese lo contrario. ¿Dudas? ¿A quién no le asaltan dudas en materia religiosa? ¿Tú crees, por ejemplo, que Dios es justo al encararnos con el misterio? ¿Se me han dado a mi, pongo por caso, las mismas oportunidades de fe que a Tomás o a los discípulos de Emaús? Ellos vieron a Cristo resucitado, triunfando sobre la muerte, querida; incluso aquél metió el dedo en las llagas de sus manos y el puño en su costado.¿Cómo iban a dudar de su divinidad? Otro tanto diría de la muchedumbre que asistió a la multiplicación de los panes y los peces o a la resurrección de Lázaro. ¿Cómo valorar la actitud de aquellos seres testigos del prodigio lo mismo que la nuestra? ¿Es equitativo premiarnos a todos de la misma manera? Ante la evidencia, la fe carece de valor. Si la fe es creer lo que no vimos, la única fe meritoria, mejor diría auténtica, es la nuestra, cariño, no la de ellos (la de los que vieron, quiero decir). ¿No lo crees así? Y, como esto, tantas y tantas cosas.
Respecto a lo que me cuentas de tu amiga no me sorprende. También yo conozco algún caso en que lo religioso y lo patológico se dan la mano, sin ir más lejos, el de Rosario Cerviño, la hermana de Baldomero, en Granada. Esta mujer, a poco de casarse, empezó con la obsesión de que ella era el Anticristo y andaba como huida, evitando hasta la comunicación con su marido. Baldomero me lo contó una noche y yo recurrí a Onésimo Navas, un amigo versado en Teología, pues el médico, ante la obstinación de la enferma, se desentendió del caso. Pero a Onésimo, que, aparte de sus conocimientos, es un psicólogo de primera, le bastó una carta informándole de que eso no era posible puesto que el Anticristo había de ser varón, para que los temores de Rosario Cerviño se desvanecieran. Durante doce o quince años aquella mujer hizo vida normal, hasta que un día apareció en la prensa el primer caso de transformismo sexual, quizá fuera el de la famosa Coccinelle, no recuerdo exactamente; la cuestión es que, de pronto, el equilibrio de Rosario Cerviño se derrumbó, empezó a decir que era un hombre y además el Anticristo y que el mismo hecho de aparentar ser mujer, de ser un hombre embozado, lo confirmaba. No hubo manera de sacárselo de la cabeza. Empezó a eludir a los amigos, luego a la familia y, por último, al marido, hasta que no hubo otro remedio que recluirla en una casa de salud. Y allí sigue la infeliz hace más de ocho años.
Pero vayamos a lo nuestro. Yo marcharé a Madrid la víspera, es decir, el día 9. Madrid, y con mayor motivo llegando del campo, me aturde, necesito habituarme al humo, al tráfago de coches y peatones, a los parpadeos delos semáforos… ¡Ahí es nada, los semáforos! ¿No has advertido, querida, que desde que se instalaron estas luces han aumentado los accidentes cardiacos? Hay estadísticas. A mí, personalmente, no me sorprende. El semáforo desafía, azuza, y cualquier hombre, ante él, se impacienta, estudia la mejor manera de burlarlo sin aguardar. Aunque no tengamos prisa, el semáforo nos la inventa. Yo mismo, un hombre jubilado, tan pronto intuyo que la luz verde va a dar paso a la anaranjada, no lo puedo remediar, echo una carrerita. ¿Por qué? ¿Quién me requiere? ¿Quién me espera del otro lado de la luz? Nadie, por supuesto. Minuto más, minuto menos me da lo mismo, pero, de pronto, me asalta la fiebre competitiva y no puedo por menos de apresurarme. El semáforo, créeme, es el peor enemigo del hombre moderno, el gran verdugo de nuestro tiempo.
Pero si alguna duda surgiera, yo me alojaré en el Hotel Imperio, en la calle del Carmen. Me gusta el nombre. Hace muchos años que paro allí, más de treinta. Es un hotel sin pretensiones pero, en cierta medida, confortable.
El conserje, a quien conozco y me llama don Eugenio, es eficiente y transmite los recados con puntualidad y exactitud. Como, por otro lado, su precio es relativamente económico (¡hay que ver cómo se están poniendo los hoteles ahora!) y su situación céntrica, no veo motivos para cambiar. De modo que ya lo sabes, si antes de acudir al almuerzo se te ocurriera alguna cosa no tienes más que darme un telefonazo.
Me conmueven tus puntualizaciones de última hora, con objeto de que nada me pille de sorpresa. Me agrada la voz ronca en una mujer. Detesto la voz aguda, voz de pito decimos aquí. La voz aguda resulta fastidiosa en las mujeres charlatanas y sorprendente y afectada en las lacónicas cada vez que rompen a hablar. La voz ronca es más cálida y prometedora, más incitante, siquiera un conocido mío asegura que al hombre que le gusta la voz ronca en una mujer es un homosexual en potencia. ¿Te das cuenta de la enormidad? Vivimos una época en que todo lo relativo al sexo se cuestiona, se analiza por arriba y por abajo y de una futesa se deducen conclusiones casi científicas, cuando la única verdad es que el sexo es el instinto primario gracias al cual la humanidad pervive.
Estas son las últimas líneas que te dirijo antes de conocernos. Dentro de una semana, para bien o para mal? todo habrá cambiado. Esta carta, por el momento en que está escrita que no por otra cosa, es, pues, una carta histórica. Estoy inquieto y por las noches no pego ojo. Mi habitual duermevela se ha hecho vigilia permanente.
Tuyo en cuerpo y alma,
E.S.
Telegrama 8 de setiembre (urgente)
Alarmado tu súbita indisposición aplazo viaje stop impaciente dame noticias curso enfermedad stop escribo stop cariñosos saludos Eugenio.
8 de setiembre
Querida:
¿Qué ha sucedido? ¿Por qué los hados maléficos se encarnizan con nosotros de este modo? No sé qué hacer ni qué pensar. ¿Qué te ocurre, amor? ¿Cuáles son los síntomas de esa indisposición? ¿Todavía no hay diagnóstico? Esta mañana, para aplacar mi ansiedad, me acerqué a la plaza a esperar el coche de línea. Me sorprendió el sobre inconfundible del telegrama. Aquí en Cremanes, no hay telégrafo y envían aquéllos desde la capital por correo, como una carta cualquiera. No tuve paciencia para regresar a casa y lo abrí en la misma plaza. ¿Me creerás si te digo que por unos instantes se me paralizó el corazón? Aquello escapaba a mis previsiones. A veces me sobresalto augurando accidentes pero nunca presagio enfermedades, no me preguntes por qué. De ahí mi desconcierto y mi consternación.
El aplazamiento de nuestra entrevista es lo menos importa. Lo esencial, ahora, es que la enfermedad no sea de cuidado. Esta dichosa impaciencia, que siempre he soportado mal, se me antoja, de pronto, una tortura indecible. ¿A santo de qué esa tozuda fobia de tu hijo político a el teléfono? Yo quisiera saber de ti a cada instante, pero ¿dónde llamar? ¿Cómo conectar contigo? Los niños de hoy, con el teléfono y la calculadora a mano, nunca sabrán escribir una carta ni sumar dos y dos, no le falta razón a tu hijo político. Mas, a la larga, ¿no será peor el remedio que la enfermedad? ¿No será más radical y traumático desconectar a los niños de un tiempo que, bueno o malo, es suyo? Mi situación es la de un pájaro aliquebrado, amor mío. ¿Qué cabe hacer? De alguna manera, yo quisiera aproximarme a ti, tratar de aliviarte. Me gustaría poder contarte largas historias y, cuando te fatigaras, velaría tu sueño, tu mano en la mía, sin separarme un momento de tu lado. Al despertar, te leería versos y jugaríamos a las cartas. A m¡ no me divierte. Prefiero el ajedrez especialmente, las damas. ¿Sabes jugar a las damas? He aquí un juego desprestigiado que apenas cultiva la juventud actual. Desconociéndolo, lo estiman pasatiempo infantil, cuando, en rigor, es uno de los juegos más intelectuales que conozco. Abrir brecha en las líneas enemigas hasta coronar una dama requiere denuedo un derroche de masa gris parejo al que exige el jaque mate en ajedrez. No, no es precisamente un pasatiempo de chicos el juego de damas.
La única objeción que cabría hacerle es la tenebrosidad del tablero. El blanco sobre negro o el negro sobre blanco, que tanto monta, es exactamente el símbolo del luto, del acabamiento. Lo mismo ocurre en el ajedrez. Un juego, por riguroso que sea, no debe inspirar ideas fúnebres, soy demasiado vitalista para admitirlo. Con el fin de evitarlo, de joven ideé un tablero en rojo y verde, con fichas de los mismos colores, que pensé patentar y luego, por una razón o por otra, lo fui demorando. Quizá te parezca una tontería pero el aspecto lúdico se potencia ante un tablero abigarrado que, por su solo aspecto, avente conceptos mortuorios. Pero me estoy enredando en disquisiciones inoportunas, querida mía, dada tu enfermedad. Yo me iría andando a Sevilla, con mi tablero rojo y verde bajo el brazo, si supiese que a mi llegada, podría disputar una partida contigo.