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Espero tus noticias, espero tu respuesta, te espero a ti; no hagas esta espera demasiado prolongada. Tuyo en cuerpo y alma,

E.S.

21 de agosto

Muy querida mía:

Tu carta de hoy es una carta extraña: distante, fría, burocrática, casi diría de intermediaria. Las dos primeras lecturas me han dejado estupefacto. ¿Sucede algo? ¿No habrá tomado tu hijo Federico las riendas de tu correspondencia? Tus reacciones ante problemas que no te conciernen me lo hacen temer así. ¿No verá tu hijo con aversión el progreso de nuestras relaciones, la posibilidad más o menos próxima de un padre postizo? Pero descendamos a los hechos y admitamos, en principio, que las apariencias me acusan. Es cierto que si Bernabé del Moral, el director impuesto en los años cuarenta, entró de clavo en El Correo y me llevó a mi de la mano, yo, en cierto modo, entré de clavo también. Esto que, a primera vista, parece irrefutable deja de serlo si consideramos que yo obré así por un noble deseo de salvarlo todo, persuadido de que, en aquel momento, la única persona capaz de tender un puente y evitar agrias tensiones entre dirección y empresa era yo. Si lo logré o no es cuestión distinta. Lo innegable es que conseguí de Bernabé una espontánea delegación de atribuciones y con ello libré a la empresa de sufrir las consecuencias de su impericia y, de paso, salvé al diario. Si ésta no es una causa digna que baje Dios y lo vea.

Por esta razón cuando, al correr de los años, Bernabé fue depuesto, yo, te soy sincero, consideré llegada mi hora; no dudé que sería confirmado en un cargo que, de hecho, venía desempeñando desde tres lustros atrás. Naturalmente existían otros candidatos -todos lo eran- pero al margen de Baldomero Cerviño, que no deseaba asumir la dedicación plena, ninguno de ellos, modestia aparte, me llegaba a la suela de los zapatos. De ahí mi nerviosismo durante aquellas semanas y mi decepción final ante la decisión del Consejo: el nombramiento de don Juan Manuel López Aldama como director de El Correo, un petimetre madrileño, autor de media docena de novelas mediocres, sobrino, por más señas, de don Julio Vidal, un viejo consejero del periódico. ¿Precisas más explicaciones, querida? ¿Las necesitará, tal vez, tu hijo Federico?

Siempre he sido disciplinado y acepté la nueva situación sin un mal gesto, hasta tal punto que únicamente Baldomero Cerviño, mi fiel y leal amigo, advirtió mi desencanto. ¿Razones para esta postergación? Según rumores oficiosos, yo era un buen peón, un hábil técnico, un artesano, pero me faltaban pluma, presencia física y talento organizador, cuando, en realidad, lo que no se decía pero no me perdonaban, era el patrocinio de Bernabé del Moral. De mejor o peor grado encajé el golpe, pero desde el primer día vi claro que la inexperiencia del señor Aldama, don Juan Manuel (siempre he desconfiado, querida, de la gente que necesita nombre doble para afirmar su personalidad) no nos llevaría a buena parte. En efecto, este sujeto, voluntarioso pero falto de mano izquierda, desconocedor de las triquiñuelas del oficio y nuevo en la ciudad, orientó su esfuerzo por unos derroteros absurdos, reveladores de su inmadurez: la lucha política. Había que levantar el listón de lo permitido, ampliar, a costa de lo que fuese, nuestro espacio de libertad. ¡Objetivo extemporáneo! Si en aquel momento se estaba abriendo la mano de grado, ¿por qué exigir por la fuerza más de lo que nos daban? En una palabra, el señor Aldama, sin preparación para hacer un periodismo en profundidad, ensayó un periodismo de escándalo, infame y malintencionado, de puro sobresalto, una especie de guerra política particular cuyas consecuencias no se hicieron esperar: una docena de amonestaciones, dos recortes en el cupo de papel prensa y multa de veinte mil duros. ¡Una friolera! Mas, por una de esas misteriosas razones que no acierto a comprender, el nuevo director y sus muchachos contaron desde el principio con la aquiescencia del Consejo.

Éste es querida, a grandes rasgos, el último capítulo de mi vida profesional; el referente a mi frustración. Si te lo expongo no es mendigando elogios ni condolencias, sino comprensión. La actitud de Federico, tu hijo, es cuenta aparte. Él tiene el deber de ser joven y la juventud de hoy es maniquea y propende a la simplificación. ¿Cómo inocularle experiencia?

Pero dejemos dormir al pasado, Rocío, y hablemos del porvenir. ¿Qué piensas hoy de la fecha prevista? Si no te conviene, rectifica, estamos a tiempo. Antes de cerrar esta carta debo confesarte una cosa: anoche tuve sueños eróticos. A mí, un misógino sesentón no me ocurría una cosa así desde los lejanos años de la adolescencia. No pretendo entrar en detalles, pero en mi duermevela te veía envuelta en velos vaporosos, tendida en la galería de casa, en el rincón donde solía solearse mi difunta hermana Rafaela. A ratos era ella y a ratos eras tú. Había un desconcertante intercambio de personalidades. El síntoma es revelador: te necesito con urgencia. A propósito, ¿sueñas tú en color o en blanco y negro? Esta noche me he dado cuenta de que yo sueño en color. El tono rojizo de tu piel, tu cabello y los tules azules que envolvían tu cuerpo no dejan lugar a dudas.

Vive pensando en ti,

E.S.

28 de agosto

Mi pequeña Rocío, mi gran amor:

¡Oh, qué extraña cadencia, qué nota desafinada! ¿En qué recóndito lugar ocultabas este temperamento colérico? Bien mirado es así, mejor saber de antemano que mi amada es capaz de estos arrebatos. Pero ¿no crees que descentras un poco el problema? No ignoro que tu hijo es tu hijo, querida. Nunca pretendí entrometerme y admito que, aunque tú y yo formemos un día una familia, tus hijos continuarán siendo tus hijos y, si me lo permites, y ellos no me rechazan, añadiré que también míos. Esto es algo con lo que cuento de antemano. ¿A santo de qué, pues, este bufido, mi fiera gatita?

Mi pretensión no iba tan lejos, cariño. Se refería únicamente a nuestro primer encuentro en Madrid, pero si tú opinas que tu hijo irá donde tú vayas y que a ti tu hijo no te estorba en ninguna circunstancia, bienvenido sea tu hijo. Yo no voy a oponerme a ello. Como verás, el sátiro (es la segunda vez en pocos meses que me calificas así) no trata de cogerte sola, desprevenida e indefensa en la gran ciudad. Admito que a veces me encelo mirando tu fotografía, pero a mi edad, querida, termina por imponerse la cordura. Esto quiere decir que no hay sátiro que valga, amor, que el pretendido sátiro es un hombre de bien, esencialmente doméstico y tranquilo.

Tampoco es justo afirmar que sea una cocinera lo que busco. Comprendo que de algún modo las apariencias engañan. En vida de mi difunta hermana Eloína nunca reparé en los consultorios sentimentales de los periódicos, es cierto, pero tampoco lo he hecho después de muerta. Yo no leía La Correspondencia Sentimental en casa del doctor, bien lo sabes, sencillamente, tomé la revista de la mesita, para hojearla, a falta de mejor cosa que hacer. Entonces saltó tu minuta ante mis ojos como si estuviera viva, iluminada, tipografiada en otros caracteres. ¿Por qué ahora estas insinuaciones malévolas? Oportunidades de casarme no me han faltado, Rocío. Te diré algo más: a los veinticuatro años tuve una novia formal, Petri, una muchacha morena, vivaz, un poco dentona pero con un físico sumamente atractivo. El padre tenía una modesta confitería en el barrio viejo de la ciudad y mantuvimos relaciones casi un año. Mi difunta hermana Eloína, que gustaba de los melones a cala (que literalmente veía crecer la hierba), la invitaba con frecuencia a casa, a merendar. Y gracias a ello pude evitar un error. Eloína me hizo ver que Petri era una jovencita que se dejaba servir y que una mujer que se deja servir por otra mujer sin avergonzarse de ello, nunca haría una buena esposa. A partir de entonces comencé a observarla fríamente y advertí que Petri era una de esas personas que no hablaban más que de sí mismas, que ya se podía iniciar la conversación sobre cualquier tema, que ella, sin saber cómo, le daba la vuelta para terminar hablando de sus cosas. Así aumentaron mis recelos, y lo que, en principio, me parecía espontaneidad empezó a parecerme artificio, y lo que antes juzgaba anhelo de comunicación, charlatanería insulsa. Total, que nuestras relaciones empezaron a deteriorarse hasta que finalmente lo dejamos. Ésta es, en pocas palabras, la historia de mi infortunado amor.

Pero se ve que en mi anteúltima no estuve inspirado. Afirmas en la tuya que tu paladar es tan fino como el mío y tu voto gastronómico tan válido como otro cualquiera, todo a cuento de los dichosos palominos. Bien mirado, no te falta razón, querida. Los paladares no tienen por qué dar siempre la misma respuesta como no la dan las narices. Hay sabores y olores que a unos agradan y a otros repelen, la gasolina por ejemplo, porque sobre gustos no hay nada escrito. De acuerdo, por eso no vamos a regañar, aunque convendrás conmigo en que las pechugas de palomino son tiernas y regaladas, y su sabor a bravío, un gusto misceláneo de todos los aromas del campo: alolva, tomillo, espliego, hierbabuena… La carne del palomino aúna la variedad de la naturaleza. Puede suceder que la aversión al campo motive tu repulsa por este manjar o que, pese a mis instrucciones, algo haya fallado en su condimentación. El día que nos reunamos aquí, en mi casita de Cremanes, me arremangar‚ y te guisaré unos palominos como es de ley. Después de esta experiencia, ya estarás en condiciones de decir «esto me gusta o esto no me gusta» y yo consideraré tu voto como un voto de calidad.

Otra cosa es tu ruego de que evite en mis cartas ciertos vocablos y giros pueblerinos como cuando me refiero a mis muertos con el «difunto» por delante, o digo «la capital» por «la ciudad» o «mover el vientre» por «c…» (lo lamento, querida, me resisto a transcribir este vocablo abyecto. Tú lo haces sin rebozo en la tuya lo que prueba tu modernidad, tu juventud, tu adaptación a los nuevos tiempos). No vas descaminada en esto. La vida aldeana, sobre todo en los primeros años, imprime carácter, se adhiere al cuerpo de uno como una segunda piel. Esto es muy cierto, pero no me avergüenza. Yo encuentro en el lenguaje rústico un punto de sazón y propiedad del que carece el lenguaje urbano. En una palabra: me deslumbra. Cosa distinta es que tú consideres rústicas ciertas expresiones, aunque para mí, rústico, en lo concerniente al lenguaje, no es sinónimo de primario o elemental, sino, al contrario, de precisión y rigor. Esto no obsta para que, en lo sucesivo, trate de evitarlas si a ti te disgustan. A estas alturas yo no tengo más que una misión en la vida: complacerte.

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