Nocturno en si bemol menor opus 9 número 1
El concierto, bien: no me siento agotado ni excesivamente tenso. El ambiente también ayudó: asistieron los justos, hubo un lleno medio en el pequeño teatro del conservatorio. Mucho mejor: no soy ninguna rutilante estrella solista. Todo me gustó: cada Nocturno fue abandonado con aplausos; en el intermedio me obligaron a salir dos veces; al final tuve que ofrecer, tras el opus póstumo, una propina. Pero no había pensado en ella previamente: Mendizábal, tras los bastidores, opinaba que una selección de Preludios resultaría perfecta, pero siempre he odiado desviar la atención de un recital con obras diferentes. El epílogo ha de ser adecuado, mantenerse en la misma línea que el resto del concierto. Así que escogí una repetición: la del Nocturno con la que inicié mi actuación, el bellísimo y lánguido en si bemol menor, opus 9, número 1. Previamente me disculpé ante el público por no haber preparado ninguna otra pieza, gesto que a Mendizábal no le agradó. Pero mis palabras terminaron con un aplauso y la repetición del Nocturno también. Me agradó igualmente la versión que ofrecí, tensa pero a la vez soñadora: me encontraba con el ánimo adecuado para hacerla. Al final, con los saludos últimos, la revelación: Elisa se hallaba entre el público, junto a su madre.
Recibí hace dos días la escueta misiva de sus padres, en la que se me informaba primero que Elisa prefería «interrumpir indefinidamente sus clases de piano», para acto seguido pasar a elogiarme por el esfuerzo y la dedicación con que -ellos lo sabían bien- había supervisado sus progresos. La carta me hizo pensar, porque liberaba mi imaginación, la impulsaba a crear miles de motivos, de sentimientos, rellenaba con palabras los silencios de ella, su decisión. Por eso, al verla sentada en una fila cercana, vistiendo un conjunto rosa pálido como sus mejillas, aplaudiéndome y sonriendo como si se hallara sola frente a mí, en esas tardes otoñales infinitas, imaginé que había venido para responderme: era su manera de escribir una nota a pie de página, bajo las severas palabras de sus padres. Y su carta me llegó en el momento más adecuado: me embargó una extraña felicidad, y sentí que la amaba, pero sólo durante un instante; amé a esa chiquilla inteligente con todas mis fuerzas, pero con la brevedad del amor físico: hay pasiones como insultos dichos a la cara, fuertes y sumamente rápidas; le arrojé la mía con mi mirada contenida y sonreí hacia ella.
Los aplausos también son una pasión breve: la música es otra. Son esfuerzos del espíritu, intensos pero instantáneos. Toda mi preparación, todo mi trabajo, mis notas sobre la interpretación de los Nocturnos, los ensayos de varios meses y mi propia vida convergieron de repente en ese escenario: la tensión cedió, se derramó en una agradecida ovación, se impuso el tiempo y la sala comenzó a vaciarse.
Sólo el silencio perdura.
Por fin algo, un pétalo.
En esta lenta semana antes de Navidad, tras varios intentos inútiles de hablar con Verónica, la doctora Arcos, gabinete psicológico tal de la calle cual; tras varias horas de espera cerca de su consulta; incluso tras recibir el mensaje de que se hallaba «ausente», de viaje; después del sábado del concierto, con Lázaro más invisible que de costumbre, la casa solitaria y fría y el retorno del ocio de las clases: por fin.
Hoy, al regresar, busqué afanosamente en el buzón y encontré un pétalo.
He pensado que no hay salidas, porque ninguno de los dos desea escapar. Eso he pensado mientras me dirigía a pie esta tarde helada hacia el Retiro, para el ritual de la rosa. ¿Hablar? ¿De qué sirve? Nadie habla de la intimidad: se hace o no, pero la conversación se posterga, o se sobrentiende. El silencio preside los momentos de sinceridad, aquellos en los que un hombre cierra todas las puertas y deja de pensar para empezar a sentir. Sin embargo, durante los días pasados, quise hacerle saber algo mediante las palabras. Por fin deslicé esta nota con cuidado, bajo la puerta de su habitación:
«En nuestro concierto ya no hay aplausos. Déjame seguir en el silencio contigo.
»Nada ocurrirá, te lo prometo: no te amo; no me amas; no te deseo; no me deseas.
»Pero amamos y deseamos lo que tú sabes evocar en mi inspiración, como una melodía desprendida de ti que nos necesitara: a ti como un instrumento, a mí como intérprete. Amo lo indefinible que tú produces.
Tú amas lo mismo. Hacemos música, Lázaro, ¿comprendes?
»Déjame en esa música, en esa oscuridad, en ese silencio puro.»
Y hoy, un pétalo, por fin.
Sobran las palabras: deberían oírse, no escribirse, e incluso así, tan sólo como gemidos, jadeos, roces, alientos. Trenzar así una melodía.
He llegado al parque.
Recorrí la vereda conocida, junto a los árboles.
Hasta verla.
Sentada en un banco, con las piernas cruzadas, el cabello blanco ocultando su rostro
No veo la flor: la guardará junto a ella.
¿Cómo expresaré el amor sin palabras?
(En la partitura: último acorde, en si bemol menor, durante todo el compás. Silencio.)