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vuelve a arrodillarse, esta vez las nalgas sobre los talones, yergue el torso, toda su exquisita figura se arquea, la cabeza oscila hacia atrás, el pelo roza los pies, los brazos se separan, vuelven a unirse sobre ella. «Dulzura mía», pensé, estremecido, «¿quién puede contemplarte sin ser feliz?» Verónica estaba absorta, pero casi dejó de interesarme: el ritual de la muñeca es tal que logra transfigurarme a pesar de su hábito.

Y de repente verla ponerse en pie, los brazos en alto enlazados con su pelo blanco, que cae como algo congelado por toda su espalda; verla por fin descubierta, mostrada sin secretos, tan hermosa que una descripción la envilecería: su postura era la del símbolo de acuario, la mujer desnuda del cántaro, la imagen del hermoso cuerpo que inspiró a Ingres.

Pero no sé más, porque en mi trance no percibí la intensa crispación que me rodeaba; no percibí por ejemplo su rostro de mejillas inflamadas, sus párpados temblorosos, el titubeo de los labios, esos detalles que son signos y que llegaron demorados hacia mí, porque un caudal con su propia belleza pálida arrastraba lejos todo aquello que no era en sí su figura: Blanca había aceptado realizar el ritual frente a Verónica, pero no percibí su esfuerzo al obedecerme, ni su vergüenza de esclava de mercado.

Terminaba la música, y con su arpegio final la vi saltar ágilmente del piano y caminar hacia su habitación, golpeando sin ruido la moqueta del pasillo con sus pies descalzos.

– ¡Lázaro! -grité-. ¡Lázaro, espera!

Me lancé hacia él en una persecución inútil, triste;

Lázaro se deslizó hasta su cuarto y cerró la puerta con fuerza.

– ¡Lázaro! -volví a gritar; golpeé la puerta hasta que los nudillos me dolieron..

– ¡No me gusta esto! -gritó a su vez desde la habitación, la voz débil, interrumpida-. ¡Esto es para ti y para mí! ¡No me gusta ella!

Eso dijo. Me dolió más oírle gemir: eran sollozos tenues, contenidos; un murmullo de niño atemorizado.

– Ella es distinta -dije sin convicción.

No volvió a hablarme. Regresé al salón arrastrando los pies, algo aturdido, pero sin clara conciencia de haber estropeado algo muy importante, descifrando aún las razones de aquella confusión. Miré a Verónica buscando ingenuamente que ella me lo explicara: seguía aún en el sofá; había encendido otro cigarrillo y estaba rodeada de humo y pensativa, como si llevara horas en esa posición, fumando y pensando. Había, en su expresión al mirarme, algo nuevo, diferente a todo lo anterior, que incluso ella misma parecía ignorar.

– ¿Cómo está? -dijo.

– No sé -respondí con cierta rudeza.

No me sentía culpable, sino, al contrario, necesitado de súplicas de perdón.

– ¿Desde… cuándo? -volvió a sus gestos vitales, desagradables, tan chocantes respecto de la belleza de las imágenes que me acababan de deleitar que guardé silencio, con la rabia de una respuesta entre dientes. Ella repitió-: ¿ Desde cuándo hacéis… todo esto?

– Desde siempre -dije-. Casi toda la vida. Lo aficioné a los juegos desde niño: soy veinte años mayor que él y siempre me adoró. De niño era extremadamente hermoso, cualidad que no ha perdido todavía. Jugábamos a disfrazarlo de dama, o de ángel…

– ¿Jugabais? -hizo el gesto de desprecio más duro que he visto en sus labios: su voz también se hallaba tensa, preparada para el grito-. Di más bien que lo utilizabas, Héctor. Ahora tiene dieciocho años y sigues utilizándolo… y de una manera horrible.

– Siempre de la misma forma -dije sin mirarla-: nunca consumamos nada. Sólo hay roces, miradas, gestos, escenas provocativas pero fingidas… Blanca es una creación de ambos.

– Pero él es un chaval.

Respiré profundamente y bebí un largo sorbo de todo lo que contenía mi vaso, y que el hielo había ido convirtiendo en un perfume insípido.

– Posee una sensibilidad exquisita -dije-. No lo conoces.

– Dios mío -dijo ella.

Apagó el cigarrillo de repente, con un gesto rápido y tajante, sobre el amplio cenicero de piedra que había dejado para ella en el sofá. Negó varias veces con la cabeza como si respondiera a una absurda voz interior:

– De modo que… -dijo-, cada sábado, él y tú…

– Lázaro y yo llevamos vidas independientes: ése es el trato -repliqué-. Los sábados practicamos un ritual previamente acordado. Nunca hablamos de los rituales entre nosotros, ni antes, ni durante, ni después de realizados -me mostraba serio, enfático, como si desgranara la lista de artículos de una ley particular; ella seguía negando con la cabeza-. A él le gusta disfrazarse de mujer y a mí me gusta vede: la ropa y los cuidados de su piel han corrido a mi cargo.

– Ya -dijo ella.

– Me parece la perfección absoluta -murmuré, desafiando su mirada y mil miradas imaginarias como la de ella-. Me gusta vede: es la perfección suprema.

– Es un muchacho travestido -dijo ella.

– Es la perfección -dije-, porque es inaccesible.

No me miró al levantarse y caminar hacia la puerta. La contemplé alejándose y fue casi una sensación del pasado, un tema frecuente en el desarrollo de mi vida: alguien gira, me da la espalda y se aleja. Recibí el impacto de un dolor tan infantil que empecé a llorar sin esfuerzo:

– ¿Es que envidias mi felicidad? -dije, intentando ser cruel, pero equivocándome también como un niño.

No me respondió. No me ha respondido. He imaginado millones de respuestas para cubrir ese vacío. Ahora, más que nunca, necesito una respuesta.

Lázaro me halló tocando el póstumo, número 8, cuando regresó al salón, completamente desnudo, sin la peluca. También se había limpiado el maquillaje y ahora su rostro se mostraba como su cuerpo: el rostro y el cuerpo de un muchacho delgado y atractivo; lo más extraño en él, con esta apariencia, son sus piernas suaves, esbeltas, femeninas, y el pubis sin vello, el sexo puro, desnudo. Los mechones de pelo rubio se agolpaban en su frente. Simulé no percibir que había llorado: quizás eso le hizo reanudar el llanto. Me dio la espalda, tembloroso, hasta que su propia angustia detuvo la mía:

– Lo he estropeado todo -dije dejando de tocar.

Se encogió de hombros sin volverse.

– No sé si seguir con esto -murmuró.

Su voz sonó tan pueril, con la nariz obstruida por la llantina, los hipos sacudiendo las palabras, que él mismo pareció avergonzarse y se recobró casi de inmediato.

Entonces se volvió hacia mí, muy serio:

– A veces pienso que el precio que debemos pagar por esta felicidad es demasiado alto -dijo.

– Es cierto -admití.

– ¿Crees que vale la pena? -preguntó, dócil.

– Vístete, por favor -desvié la vista hasta situada justo en el teclado.

– Mírame -me retó-. Sólo soy tu hermano.

– Vístete.

Se alejó dignamente de mí, en un silencio poderoso: tanto que pensé en un grito. Froté lentamente mis ojos para despojarme de las últimas imágenes -su cuerpo entre la luz y la sombra, su adolescencia rápida, su llanto-. «No soy una muñeca a la que vistes como te da la gana», oí que decía desde lejos.

Reanudé el lento vals del opus póstumo, sin acento, sin inspiración, mecánico como una atracción infantil.

(En la partitura: repetición del tema, cromática, con lánguidos descensos desde la octava superior; final sencillo y rápido.)

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