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– Qué bonito. Pero en parte también ficticio, ¿ no crees?

– Claro -respondí con una sonrisa sincera-: ficticio del todo.

– Lázaro busca lo mismo que tú -agregó de repente-, pero él cree que lo puede obtener con drogas.

La comparación me alarmó por su cruda verdad: permanecí en silencio mientras ella continuaba.

– Es cierto que lo hemos complicado todo -dijo-:yo lo sé mejor que nadie. Te hartas de oírlo día a día en la consulta. No somos libres para elegir lo que nos apetece hacer. Y cuando creemos serlo, nos engañan. -Dio vueltas a su copa amarilla y rebosante de espuma: las pulseras en sus muñecas parecían grilletes de esclavo-. Y ya estoy harta de engaños -añadió de pronto-. Creo que ha llegado el momento de ser feliz, ¿ no?

La invité a casa: la nostalgia no me dejaba y supongo que quería compartirla. Ella aceptó sin sonreír y no pude saber si le agradaba o no, pero tampoco me importó. Fui sintiéndome cada vez peor entre el silencio del coche y la calle ruidosa, bajo las luces de las grandes avenidas, y para cuando llegamos mi estado era tan lamentable que hubiera llorado a solas sin necesidad de causas, como un par de ojos rebosantes.

No sé lo que ella esperaba o deseaba: perdí esa noción elemental que nos hace diferenciar al otro de nosotros mismos. Me senté frente al piano cuando me lo pidió y comencé el dulce Nocturno en fa mayor, pero con las primeras notas me sentí como traspasado por un dolor de fuego: tan terrible era que me vi obligado a realizar algo imprevisto, algo que ni siquiera dejase indiferente a mi conciencia, que provocase un recuerdo vergonzoso.

Fue así: ella me escuchaba con los codos apoyados en el borde del piano, como una cantante de jazz esperando su turno. Miraba con intensidad, pero no hacia mí: quiero decir que no se detenía en mis oj os, los penetraba como ventanas abiertas y se interesaba por algún punto invisible detrás de mi mirada. Concluí que era la música: miraba la música que yo producía; contemplaba el espíritu que mis manos invocaban y que sonaba a través de mí, tan sólo eso. Era la pasión profunda por una melodía, un atisbo lejano de la verdad, pero no la verdad en sí.

Entonces dejé de tocar, justo antes del cambio con fuoco del tema, me levanté y la besé.

Realmente no fue sino una lucha: forcejeo de gestos, brazos, músculos, carne tensa. Una lucha sin sentido, porque no sabíamos qué queríamos derrotar. Sin embargo, hubo un punto de hermosura hasta que ella habló:

– Espera -dijo.

– No hables -creo que repliqué.

La torpeza del deseo, que nos hace viejos, o niños temblorosos y atrevidos, esa improvisación repentina del cuerpo en la que cada músculo quiere mandar, siempre me ha dado pavor. No hay ritual entonces: sólo actuación, pero todo sucede tan rápido que ni siquiera nos queda la excusa de fingir.

Somos nosotros mismos durante la expresión del deseo, yeso es atroz.

La cogí del haz de la cintura con un solo brazo y el gesto atrajo sus pechos contra mí: su blanda firmeza me pareció obscena, cegado como estaba ante su rostro; ella había hundido los largos dedos en mi pelo revuelto y sostenía así mi cabeza, dirigiéndola sin visión hacia sus labios. Me aparté, la besé en el cuello desnudo con sabor a piel y perfume, la agarré de los brazos y la empujé hacia la concavidad del piano: su espalda fuerte y flexible se arqueó sobre él. Me sentí un extraño animal hociqueante sobre sus hombros; de repente casi creí que su piel era infinita: mis besos no perduraban, y cuando regresaba al mismo lugar entre sus hombros lo notaba virgen y volvía a besarlo. Mis manos buscaron con firmeza sobre sus caderas, atraparon, sin poder abarcarlas, la ovalada extensión de las nalgas. Eludíamos por alguna razón nuestras bocas juntas: percibí antes su aliento por todo mi rostro, incluso en mis ojos, sus labios trémulos, el húmedo pincel de su carmín, los gemidos crecientes que casi parecían un simulacro del deseo. Acaricié sin pausas la pronunciada tensión de sus nalgas, aún vestidas, hasta hacerme daño contra la lisura negra del piano, que se hallaba detrás. Retrocedí entonces hacia el sofá sin dejar de apretar su cuerpo contra el mío, a tientas, ayudado por la ventaja de conocer dónde se hallaba.

Vencí diez veces y en diez lugares la prodigiosa resistencia de sus glúteos cubiertos por el vestido turquesa: el tacto era como de alfombra de baño; arrugué el vestido, quise decidirme ya por conocer la tibieza directa de su carne, hundí una mano bajo la falda, en la nalga desnuda: sentí un placer exquisito. Me dejé caer en el sofá y ella se abalanzó sobre mí, fuerte; me apartó el pelo, tiró de él, separó los muslos al mismo tiempo, los abrió en un ángulo casi imposible de bailarina, y el vestido se elevó hasta su cintura. Percibí sus zapatos detrás, geométricos, uno sobre otro, entre mis rodillas.

Ya con sus nalgas desnudas, alzándole la falda o impidiéndole que descendiera, descubrí el tacto de sus bragas, un breve cordel de seda que hendía el centro de su trasero sin brusquedad, contenido por el poder del músculo; se afinaba en la separación de las nalgas, y sus piernas abiertas lo adherían como cera o lacre negro sobre la ondulación de su sexo. No quise desbaratarlo, pero lo amenacé: tensé aquel cordel todo lo que pude, lo separé de la carne apenas un par de centímetros debido a la tensión del elástico hasta oírla gemir en tono diferente. No, no quería desnudarla: ya lo estaba; mi sexo se erguía también incómodo bajo el pantalón; todo era así, un continuo estar al borde qe algo, un ceñimiento constante, una barrera que intentar vencer sin conseguirlo. Ella, sin embargo, pretendía deshacer ese equilibrio: abrió mi chaqueta, apartó la corbata, se esforzó en llegar a mi pecho, me ofreció el suyo casi a la altura de mi rostro. Apreté sus nalgas por el centro, desde la angosta separación donde la cuerda de su prenda íntima se perdía. Noté entonces sus dedos imperiosos liberando mi miembro, trajinando como insectos voraces sobre esa dureza, buscándola, descubriéndola a través del pantalón, todo ese sangriento extremo a su merced.

Apreté los dientes mientras frotaba el rostro contra la tensa irrupción de sus pechos y golpeé con fuerza su nalga derecha. Ella se venció hacia delante, como faltándole el equilibrio, y lanzó un gemido ahogado. Sus pechos golpearon mis mejillas como el rostro de dos niños; en ningún momento mis manos los habían tocado, pero estaban casi desnudos: el sujetador, de una sola banda horizontal, no los contenía y se alzaban impúdicos sobre ellos mismos. Repetí el golpe contra su nalga y se incorporó, tomó aire y cerró los ojos. No los abrió para murmurar:

– Vale -con voz ronca; y volvió a decirlo-: Vale.

La azoté otra vez, con gran fuerza, en ambas nalgas, sobre el vacío desfiladero de su separación, y se alzó un instante, sus muslos se tensaron sin parecerlo, como cuerpos de delfines en pleno salto, y volvió a caer sobre mí sin cesar su balanceo cerrado contra mi sexo. Percibí su mueca de deseo: sacaba la lengua, se mordía los labios, mostraba los dientes. Sin embargo, lograba controlarse: «Espera», dijo, y sometió con paciencia exquisita, imposible de soportar, el centro de mi glande descubierto contra su sexo.

– Espera -volvió a decir.

Pero no la obedecí: mi nuevo y repentino golpe sobre el temblor de su culo la impulsó hacia mí, gritando. Eyaculé de repente. Fue una blanca, drástica telaraña que alcanzó su vientre, sus manos, el tejido oscuro del pantalón; un múltiple hilo de humedad que por un instante parecimos incapaces de quebrar. Ella entonces se apartó a un lado, como herida, juntó los muslos y bloqueó su sexo con las manos; empezó a gemir como antes lo había hecho sobre mí. Seguí vaciándome también apartado, hasta que nada quedó dentro de mí y nada dentro de ella, y nos volvimos como objetos inertes, insensibles, que parecían respirar por primera vez.

– Lo siento -dije allevantarme.

– Suele pasar -la oí murmurar, porque no quise mirarla.

Pensé que estaba siendo cruel, yeso me hizo sentirme sádicamente satisfecho, como si hubiera cumplido algún destino previo u obedecido una remota inclinación de mi cuerpo. Supuse que se marcharía enseguida,

pero aún la oí revolverse sobre el sofá con el suave quejido de la tela turquesa, sus jadeos interminables en contrapunto irregular con aquellos roces. Me alejé hacia el piano abierto mientras pensaba en Lázaro: en que podía llegar de improviso -si es que no se encontraba ya en casa, sumergido en el claustro de. su cuarto- y verme así, y despreciarme.

Cuando llegó el silencio. pude murmurar:

– Te he estado utilizando.

– Nos hemos estado utilizando -replicó.

Me di la vuelta y la contemplé: se hallaba de pie, arreglándose el vestido, ordenada. El único rastro que le persistía era un rubor frutal que azotaba simétrico sus mejillas. No sé por qué, los lánguidos silencios entre las frases de despedida me recordaron el sonido muerto de un campo de batalla tras el combate. Se marchó sin complacerme en ningún extremo: no quiso sonreír pero tampoco parecía odiarme por completo.

Pensé algo terrible: he pretendido escapar.

Pero escapar de Blanca es encerrarme en la libertad.

Este sábado la esperaba en casa. En el fondo del buzón apareció uná sencilla tarjeta con una equis negra, yeso significaba justo lo que ambos deseábamos.

La casa se hallaba solitaria y tranquila cuando llegó Blanca, ya preparada. Con suma paciencia (tan diferente de mi experiencia del jueves), con pasos medidos, controlados, la hice pasar al salón. Observé sus pies: había entrado descalza. Era el detalle correcto.

Y tan hermosa. Tanto. N o quise, sin embargo, descubrirIa frente a todas las luces, salvo las íntimas. Nuestra pasión está repleta de formas en la oscuridad, de recuerdos que no son imágenes ni pueden serio: sonidos, olores, tactos; verdaderas reminiscencias de amor, sin duda.

El detalle: venía descalza. Pero había otro: el uniforme.

Traía, en primer lugar, un abrigo de lana negra sobre el que se derramaba como la luz todo su pelo blanco en bucles ordenados, inmóviles. El rostro se delineaba con un maquillaje exacto de mujer.

Guardé la debida distancia mientras se despojaba del abrigo y lo arrojaba al suelo.

Los detalles: nada puede hacerse contra ellos, son como la absoluta perfección de las líneas de una gema.

La geometría de los detalles hermosos es lo que me abruma de ella. Arrojó el abrigo al suelo y colocó las manos tras la espalda. Quisiera compartir esa imagen: permaneció de pie frente a mí con las piernas juntas, muy juntas, el torso erguido, las manos en la espalda, mostrando su uniforme blanquiazul, una chaqueta limpia de marinero con las mangas anchas atravesadas por líneas blancas y el cuello con un pañuelo holgado. El uniforme, la chaqueta blanquiazul de marinero. Nada más. La longitud de la prenda impedía descubrir de inmediato que estaba completamente desnuda debajo: había caminado así por la calle, con el abrigo y la chaqueta, y se había descalzado en el umbral, antes de entrar en casa, tal como suele hacer en el ritual. La rodeé mientras ella continuaba inmóvil: sus piernas absolutamente desnudas, la chaqueta formal por encima, con hombreras rectas y ultramares, un. ancla dorada en cada una; pero sus piernas largas, delgadas, desnudas; por delante el atisbo asombroso del sexo bajo los botones dorados y la tela planchada y blanca; por detrás, las dos líneas del final de sus nalgas reuniéndose con simetría tranquila en el centro; más arriba los fal~ones cortados de la chaqueta, dos botones dorados en su espalda, las puntas de los últimos cabellos de nieve en vertical rozando esos botones.

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