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Pero odio esta larga semana que parece retenerme, donde los días no transcurren, sólo finalizan y nada sucede: así que lo ocurrido ayer se hacía imprescindible, a pesar de todo. Y es que comenzar las clases temprano, terminarlas, regresar a casa, trabajar de lleno en los Nocturnos, de repente levantarme con las manos sobre la cara, frotarme los ojos como si soñara, medir el salón con mis pasos, la garganta rota por una nostalgia incesante y desconocida, los ojos como llenos de ácido: todo eso se transforma también en otro ritual.

Contemplo uno de los cuadros del salón mientras escribo: un niño sentado sobre una silla que viste traje de primera comunión; un pequeño marinero sobre fondo azul. Lo miro con interés: me recuerda el encuentro que tendremos el sábado.

Reconozco que Blanca y yo no podemos prodigarnos, únicamente los sábados, sólo entonces. Sin embargo, una vez conocido el ritual, la espera se hace difícil.

Vivimos a ciegas,.aguardando ese momento. Hemos construido un mundo hermoso pero insoslayable como el amanecer diario: el hecho de ansiarlo con tanta intensidad no lo hace más fácil, tan sólo más deseado. Pero la espera es demasiado larga..

Para compensar, hace días que dudé frente al teléfono entre dos opciones y me decidí por la más sencilla: la otra consistía en continuar con la aspereza de la soledad y de los sueños. Sin embargo, incluso mientras dudaba mis dedos comenzaban a marcar el número escrito en mi agenda. Una voz elegante, mecánica al principio y femenina en el extremo final, me informa de que aquello es el gabinete tal de la calle cual, y me pide que deje un mensaje. No la obedecí y colgué.

Una hora después volví a llamar: esta vez contestó la secretaria. Hubo una breve pausa y oí su voz por fin.

– No sé si la estoy molestando -me identifiqué.

– En absoluto -dijo ella.

Oyéndola invoqué de golpe la imagen de su cintura estrangulada, casi hasta el límite de la respiración según me parecía, por un amplio cinturón de hebilla dorada.

– Pensé que podríamos vernos esta semana -se lo dije así-Hablaríamos de Lázaro.

– Esta semana va a ser difícil: tengo todas las tardes ocupadas.

– ¿Y las noches? -repliqué.

– ¿Cómo dice?

– Podríamos cenar algo por ahí una de estas noches… Hablaríamos de Lázaro, pero tambi~n de música.

La oí reír: una risa breve, como una exclamación, una palabra en otro lenguaje. En todo caso, algo que no me importó. Acaricié mis ojos mientras esperaba una respuesta. Voy a confesar el secreto: creo que fue esa indiferencia lo que me otorgó el éxito. De repente descubrí que todo en el mundo es muy fácil cuando no nos importa demasiado: el interés que ponemos en hacer las cosas es la mayor dificultad para hacerlas, Héctor Hernando dixit .

– Bien -dijo secamente, como para sí misma, al cabo de unos segundos.

Volvimos a llamarnos algo más tarde: le expliqué que conocía una cervecería cercana a su consulta e insistí en que allí se cenaba muy bien, lo que provocó de nuevo su risa. Sin embargo, aceptó. No me sorprendí sino hasta mucho más tarde, cuando la sorpresa había perdido ya la novedad y sólo quedaba de ella su carácter extraño, casi sospechoso. Pero creo que Verónica me ofreció una explicación satisfactoria de su docilidad.

Quedamos ayer jueves, y fui puntual: ella terminaba la consulta a las ocho, y la esperé fuera, como la vez anterior. Salió a la hora acordada pero inició el camino de siempre sin detenerse a buscarme. Supuse que se había olvidado de la cita. Sin embargo, vestía uniforme de cena íntima, verdaderamente sexy: una pieza color turquesa muy ceñida, chaqueta larga con botones dorados y zapatos turquesa a juego de tacón alto. No llevaba medias y el vestido, tan escaso, desnudaba pasmosamente sus piernas. Me intrigó su aspecto, casi me asustó, así que por un momento me limité a seguirla sin interferir con su ignorancia aparente. De improviso ella se detuvo y yo me adelanté: me gusta pensar que ambas cosas sucedieron simultáneamente.

– Hola, estaba buscándole -mintió.

La verdad es que casi me gustó que mintiera. Además, percibí otro detalle que,también me agradó: por estúpido que pueda parecer me daba cuenta repentinamente de que no era hermosa. Su cuerpo excitaba, es cierto, pero la exageración de su figura y de sus rasgos lo presidía todo. Me tranquilizó hallarla tan carnal: pensé que ella era una mujer y yo un hombre, y que nadie soñaría con nuestros ojos, ni con la silueta de nuestros labios; nadie podría convertir nuestro encuentro en poesía ni lo complicaría con falsos recuerdos. No: jamás haríamos historia, yeso me devolvió el interés por proseguir. Tan diferente de Blanca y de todo lo que significaba que me felicité por la adecuada decisión: de vez en cuando es bueno tomar tierra.

En la cervecería, plagada de oscuridad como la cafetería de nuestro primer encuentro, Verónica repitió el número de despojarse de la chaqueta con un gesto breve y veloz; se sentó y cruzó las piernas, y yo no hice nada por disimular la mirada fija en sus muslos desnudos por completo. Otras miradas a nuestro alrededor también la asediaban.

– Eres un tío curioso -me dijo, tuteándome de improviso-: a primera vista pareces romántico y tímido, pero después resulta que no.

– ¿Y cómo soy?

La infatigable uña del pulgar entre sus dientes. Sus ojos eran dos sonrisas.

– Aún no te he clasificado. Ya veremos.

Pedimos dos jarras de Guinness porque insistí en que la comida que servían allí era mucho mejor con cerveza negra. Pero aún era temprano para comer, así que las bebimos y pedimos dos más: ella introdujo los dedos entre su pelo rizado, mucho menos negro que la cerveza, y apoyó los codos en la mesa; sus labios se extendieron más, en una sonrisa constante. Hablamos de Lázaro, por supuesto, pero no le oculté que mi principal deseo era estar con ella. Hablé poco, y sin embargo todo lo que dije fue verdad, aun cuando ella esgrimió el inevitable tema de la soledad y lo dirigió hacia mí de refilón, haciendo hincapié en mi vida de soltero cuarentón junto a un hermano de dieciocho años recién estrenados. Fue entonces cuando se atrevió a dar un paso más:

– ¿Y tú? ¿ Estás solo?

– ¿Solo? -la había entendido, pero las preguntas directas me vuelven precavido.

– ¿Sales ahora con alguien? -tradujo.

– Sí.

Hubo una interrupción durante la que ambos bebimos cerveza. Ella dejó en el aire una curiosidad sin expresar y me obligó a responder sin preguntas.

– Pero no es nada serio. No mantenemos ninguna relación especial.

– No tienes que disculparte.

Sonreí: la charla estaba adoptando esa seriedad artificial de las conversaciones que nunca se recuerdan. Creo que Verónica advirtió algo trágico en mí y quiso emularme instantáneamente mostrándome su propia tragedia. La niebla negra del alcohol lo exageró todo, le otorgó a cada tema la emoción tonta que provocan las cebollas peladas: nos hubiera venido muy bien llorar a ambos, según creo, pero ni siquiera teníamos una buena excusa. Algo sí descubrí: íbamos a la deriva de muchas cosas, yo rehuyendo las experiencias y ella aceptando demasiadas.

– Creo que somos niños frustrados -dijo-. Todos lo somos.

Parecía tener la necesidad perentoria de jugar con algo mientras hablaba, ya mí me hipnotizaban como péndulos sus dedos largos de uñas recortadas: esta vez fue su encendedor de metal, uno tan bello que casi parecía ridículo cuando despuntaba la llamita triangular bajo la tapa, con el que ejecutó variados ejercicios durante la velada. Poco a poco, con el avance lento de la noche, el humo comenzó a ganarle terreno a las palabras dentro de sus labios: apartó para siempre los ojos de mí, y fue entonces cuando estuve seguro de su deseo de mirarme; tenía la vista brillante, acuosa, perdida por encima de mi cabeza: aprecié por primera vez una palidez verde en sus pupilas; también observé, en otro sentido, los diminutos adornos de lunares por todo el recorrido de sus brazos desnudos y fuertes: su cuerpo era una de esas anatomías reales, físicas, que casi se tocan con sólo contemplarlas; las sombras de sus brazos se curvaban sobre la infatigable redondez de los pechos.

Me habló con admirable brevedad de un divorcio ya remoto, y de su experiencia fatigosa en los terrenos de la relación. Ahora estaba en duda sobre si continuar con el hombre con quien salía, pero no me ofreció detalles.

Creo que mi silencio le atrajo más que cualquier otra cosa, o quizás no soportaba que no replicase largamente a sus palabras: posiblemente todo en ella eran preguntas ocultas. Así que me dijo:

– No eres lo que pareces ser.

– ¿Y tú? ¿Cómo eres?

– Yo tampoco -replicó.

Nos echamos a reír. Habíamos bebido ya tres cervezas: ella prefirió cambiar a una L'Ermitage cuando nos sirvieron las salchichas de Frankfurt. Otro comentario suyo sobre las salchichas me hizo descubrir que tenía unas ganas inmensas de reírme: reímos ambos durante cierto tiempo hasta sentirnos bien, o hasta sentirnos estúpidos, aunque puede que no haya diferencia.

Apenas comimos, sin embargo, pero tampoco conti-, nuamos hablando al mismo ritmo; más que un nuevo silencio surgió una especie de vacío donde parecía que ya no había nada que añadir: pensé que habíamos recorrido las intimidades de ambos de puntillas, y ya estábamos en el otro extremo pero nuestro mutuo conocimiento seguía siendo el mismo. Y el vacío, por una extraña reacción de vasos comunicantes, me impulsa a verterme y hablar:

– Antes, cuando mencionaste el amor, quise decirte algo: el amor no existe.

– ¿ Ah, no? -me desafió sonriente a que añadiera otra agudeza.

– No: existen las preocupaciones.

– Sí, eso sí -asintió, como desarmada de repente-.

Muchas preocupaciones.

Expulsó el humo y sacudió el cigarrillo sobre el ceniéero de cristal: observé la inmensa parábola del escote, la división de sus pechos juntos como repletas nalgas de niño, los tirantes del vestido rodeando su cuello. La miré directamente a los ojo~, que me evitaban, y tuve el repentino deseo de hablarle de lo maravilloso, de compartir con ella la felicidad absoluta: quise contarle algo sobre Blanca.

Pero preferí esperar.

– Sin embargo, en realidad sólo buscamos el placer y la belleza -dije- Y no es malo buscarlos.

– ¿ A qué te refieres cuando hablas del placer y la belleza? ¿A la música?

Asentí, complacido por la similitud.

– Sí, eso es: un encuentro breve y limitado con lo eterno.

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