– Eso no te lo puedo prometer. Os buscará cuando no haya peligro, mañana, pasado, ya lo sabrás; hasta que eso suceda, confía en mí.
– Tengo vuestra palabra -asintió Fernando.
– Sí, tienes la palabra de una buena cristiana.
– Mi padre… mi padre me pidió que saludarais en su nombre al señor De Perelha; ya sabéis que, pese a todo, le tiene en gran estima.
– Lo haré. Es un hombre valeroso que sabe que ha de morir, al igual que su esposa Corba de Lantar y sus queridas hijas.
– Me pidió que le hiciera llegar el ruego de que os cuide, pero no sé cómo podré hacerlo…
– Yo misma se lo diré, aunque no hace falta, puesto que la familia Perelha me viene distinguiendo con su afecto y amistad. No han sido pocas las ocasiones en que me ha brindado su protección para que regresara a las tierras de tu padre en Aínsa.
– A vuestras tierras, señora -le recordó Fernando.
– Nada tengo y nada quiero tener, así lo decidí hace tiempo; sólo siento el daño que os he causado a tu padre y a ti y mi torpeza al no ser capaz de haceros abrazar la verdadera fe.
– Cristo os juzgará, señora.
– ¿Cristo?
– Nuestro Señor, Dios.
– ¡Hijo, cómo me gustaría hablarte de Jesús! Te dices cristiano y sin embargo ensucias tu alma con ritos que nada tienen que ver con el Maestro. El día más feliz de mi vida fue el que recibí el consolament , el bautismo espiritual auténtico, el único sacramento que permite la salvación del alma. Cuando el obispo me impuso las manos…
– ¡Callaos, por favor! Nada quiero saber de vuestra herejía.
– Son ellos los herejes, son ellos los que se han apartado del camino. Recuerda que el Señor dijo que «Juan bautizó con agua pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo».
– ¡Basta, madre, no tenemos tiempo para discusiones teológicas!
Doña María guardó silencio apretando con firmeza las manos de su hijo; luego, sin que éste lo esperara, lo abrazó y rompió a llorar.
Fernando se sobresaltó. Nunca había visto derramar lágrimas a su madre, incluso había escuchado en la casona de Aínsa que doña María ni siquiera dejó escapar un gemido cuando trajo sus hijos al mundo.
– Madre, perdonad mi rudeza -se excusó Fernando.
– Disculpa tú mis lágrimas, hijo mío, pero me es más difícil despedirme de ti de lo que nunca imaginé. Has de saberlo mucho que te he amado, aunque sé que no lo has sentido así. Perdóname si puedes…
– No me pidáis perdón, yo… yo os quiero, señora; admiro vuestra fe y entereza, os envidio porque no dudáis…
– La vida no permite la vuelta atrás -dijo doña María enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano sin soltar a su hijo.
– ¿Qué queréis que haga? -preguntó Fernando.
– Mi última voluntad es que hagas saber a tu padre que siempre le he amado y que siento cuántos quebrantos le he provocado. No he sido ni la esposa que él esperaba, ni la que él merecía, pero eso ya no lo podemos cambiar. Sólo quiero que algún día nuestros nietos sepan lo que sucedió aquí: que sepan que fuimos buenos cristianos decididos a vivir como el Maestro dijo, y que nos vimos inmersos en una lucha por el poder, que unos y otros ansiaban. Nuestro pecado ha sido ser el espejo en el que la Iglesia no soporta mirarse porque ve humildad y pureza donde en ella sólo hay avaricia y corrupción. No, no te preocupes, no voy a iniciar una discusión teológica, pero prométeme que cuidarás de Julián para que escriba la crónica que le he encargado. Prométeme también que, cuando esté terminada, se la entregaréis a tu hermana Marian para que sea ella quien a través de sus hijos se encargue de mantener viva la memoria de lo sucedido en Montségur. Tú eres un monje soldado, Marta está demasiado apegada a la Iglesia, Teresa… bien, sólo Marian puede hacer lo que estoy pidiendo; ella es una credente y su marido también lo es. Ella es la indicada para…
– No os justifiquéis, madre, tenéis razón. Os doy mi palabra de que cumpliré vuestra última voluntad.
Fernando apretó a su madre entre los brazos y no pudo evitar las lágrimas. Agradeció que las sombras de la noche impidieran a Julián y al cabrero verle en ese estado de emoción.
– Te mandaré a Teresa en cuanto pueda.
– Sé que lo haréis.
Madre e hijo volvieron a abrazarse una vez más antes de que doña María desapareciera como si de un sueño se tratara.
Fernando vio a Julián que, apoyado en una roca, también lloraba. El cabrero, a corta distancia, parecía absorto escuchando los ruidos de la noche.
Los tres hombres emprendieron el camino de regreso sin intercambiar palabra alguna. Fernando sentía el peso de la emoción del encuentro con su madre, y se juró que no participaría en la toma de Montségur. No sería capaz de estar en las filas de quienes dieran muerte a doña María, por más que ella le insistiera que el cuerpo era sólo la cáscara del trigo y el alma el grano. Él sentía que aquel cuerpo enérgico era su madre y no soportaría que nadie la hiciera sufrir.
El cabrero los instó a que caminaran deprisa. El encuentro con doña María había sido más largo de lo previsto y el alba podía sorprenderles llegando al campamento.
Fernando y Julián se separaron, cada uno en dirección a su tienda. No habían pronunciado palabra durante el camino. Ya hablarían cuando ambos volvieran a tener el dominio de sus emociones.
Hugues des Arcis se frotaba las manos para combatir el frío de la mañana. El jefe de los gascones le había mandado recado pidiendo ser recibido.
El senescal de Carcasona había convocado de inmediato a su estado mayor, además de al arzobispo de Narbona y al obispo de Albi, cuya vocación eclesial era menor que la de soldado. Los seis caballeros templarios también fueron invitados a participar en la reunión.
– Y bien, decidnos, ¿por dónde subiréis? -preguntó el senescal de Carcasona al jefe de los gascones, un hombre bajo de aspecto fornido, manos grandes y ojos depredadores.
– Mis hombres y yo hemos examinado el terreno, no es fácil lo que queréis de nosotros.
– Si lo fuera no estaríais aquí -respondió con sequedad el gran senescal-. Es mucho lo que ganaréis si cumplís el encargo, de manera que no hace falta que perdamos el tiempo discutiendo sobre las dificultades del empeño; lo que quiero saber es cómo y cuándo actuaréis.
– Creemos que es posible hacernos con el punto más alto, lo que llamáis el Roc de la Tour. El ilustrísimo señor obispo de Albi -el gascón señaló con el dedo índice- necesita ese baluarte para colocar sus máquinas de guerra, y lo tendrá.
– ¿Y por dónde subiréis?
– Por el este. Es la única manera de alcanzar esa parte del risco, desde la ruta occidental seríamos una presa fácil para los de Montségur.
El senescal sabía que aquélla era una pared empinada, que había resultado imposible de escalar a sus hombres más avezados, pero si los gascones aseguraban que podían hacerlo, tendría que esperar a ver si resultaba cierto.
– ¿Cuándo lo haréis?
– Esta noche -aseguró el gascón-, pero depende de alguien. Por eso he pedido veros. Necesito una buena bolsa de monedas para una persona que nos guiará a través de los riscos.
– ¡Un traidor entre los herejes! -exclamó entusiasmado el arzobispo de Narbona.
– Vos le llamáis traidor -respondió el montañero- pero es sólo un hombre como yo, que conoce bien el paraje y que tanto le da a quién y cómo se rece.
Se quedaron en silencio, incómodos por las palabras del jefe de los montañeros.
– Es un hombre que aspira a vivir mejor, sólo eso -aseguró el gascón con dureza y un deje retador en el tono de sus palabras-. Bien, vos decidís. Los de Montségur jamás imaginarán que nos vamos a acercar por ese lugar; es un bastión separado del castillo por muchos metros, un suicidio, salvo que se sepa llegar hasta allí. Y hay un hombre que sabe cómo hacerlo.
– ¿Quién es? -quiso saber Hugues des Arcis-. Traedle aquí.
– ¡Ah, qué cosas pedís! Eso es imposible, no aceptará hablar con vos, no se fía-rió el gascón-. Trata conmigo por razones familiares, pero no lo hará con los franceses, no os tiene ningún aprecio.
Hugues des Arcis carraspeó irritado por la insolencia del montañero. Podría obligarle a que le desvelara el nombre del traidor si le sometía a tortura, pero entonces los gascones se negarían a participar en ninguna acción. Tomó una decisión, aunque sin comunicársela de inmediato al jefe de los gascones.
– Marchaos, ya os mandaré llamar.
El gascón salió de la tienda seguro de que el gran senescal de Carcasona, el hombre que representaba al rey Luis, no tendría más remedio que ceder a sus peticiones. Conocía bien la naturaleza de los nobles para saber que el senescal le mandaría recado con una buena bolsa llena de monedas.
Fray Pèire contemplaba cómo Julián bebía el brebaje preparado por el físico templario. Su silencio era un evidente reproche, porque el bueno del fraile consideraba que el físico del senescal sabía mucho más que un templario que había pasado su vida combatiendo sarracenos allende los mares. Aun así, reconocía que Julián pasaba las noches tranquilo sin sufrir aquellas convulsiones que hacían temer por su vida.
El dominico continuaba taciturno, sí, pero se quejaba menos del dolor de estómago, y algo de color había vuelto a sus flácidas mejillas.
Julián rompió el silencio preguntando a fray Pèire por los rumores que corrían por el campamento, de los que siempre hacía gala de estar bien informado.
– Poca cosa, salvo que los gascones saldrán esta noche para intentar acercarse a la plataforma de la cresta oriental, la que da a la parte trasera del castillo. Al parecer entre los herejes hay un traidor dispuesto a llevarles por un camino secreto.
– ¿Un traidor? No puedo creerlo… -murmuró el fraile. -Son peores que perros, y entre ellos los hay codiciosos -concluyó fray Pèire.
Julián no quiso contrariarle, pero le costaba creer que entre aquellos que malvivían en Montségur esperando su muerte hubiera traidores. Pensó en doña María y en la pequeña Teresa y no pudo evitar un estremecimiento.
– ¡Otra vez! -se lamentó fray Pèire-. Llamaré al físico del senescal; volvéis a tener convulsiones, esas hierbas del templario no son nada eficaces…
– No os mováis, hermano, que ya estoy bien -suplicó Julián-, sólo ha sido un espasmo.
– Debería veros el físico…
– Os digo que estoy bien, no os preocupéis. Decidme qué más sabéis…