Ylena le esperaría. Una vez apurada la copa salió del hotel sin rumbo, a pesar de la insistencia del portero para llamar a su chófer. Anduvo durante casi una hora antes de regresar.
Ahora sí tuvo suerte y subió al ascensor solo; de nuevo pulsó la planta donde estaba su suite , y, apenas había subido un piso, pulsó el botón de la planta tercera temiendo que de nuevo se encontrara con cualquier huésped y que eso le impidiera llegar a la habitación de Ylena. Se dijo que la suerte estaba de su parte porque en el pasillo no se encontró a nadie. Ella abrió la puerta de inmediato.
– Le estaba esperando -le reprochó con impaciencia.
– No he podido venir antes -respondió mientras examinaba la transformación de la mujer.
El cabello de Ylena era ahora rubio oscuro y ya no le caía por la espalda porque se lo había cortado hasta la altura de las orejas. El corte no podía ser más desastroso; se notaba demasiado que había sido obra de ella. Pero el resultado era lo que contaba, y ahora Ylena resultaba menos llamativa, más vulgar, pese a esos inmensos ojos azules que seguían irradiando ira a duras penas contenida.
– Aquí tiene las fotos. ¿Hay algún problema por los cambios?
– No, no los hay. Aceptarnos que vaya su prima en el lugar de su hermano.
– ¿Cuándo me entregará los pasaportes y el dinero?
– Dentro de unos días, tres o cuatro a lo sumo.
– ¿Y las armas y el explosivo?
– Ya se lo dije antes. Eso lo recibirán en el mismo Estambul.
– ¿Qué debo hacer hasta que me entregue los pasaportes?
– Debería regresar con los suyos. La llamaremos cuando todo este listo.
– ¿Y no llamo más la atención viajando tanto?
– Es un riesgo que tenemos que correr, porque si se queda aquí sin nada que hacer también lo haría. En todo caso, éstas son las instrucciones y usted debe cumplirlas sin rechistar. En esta operación es de vital importancia no tener ideas propias.
– ¿Qué quiere decir?
– Que todo ha sido estudiado hasta el mínimo detalle y que no debemos introducir ningún cambio ni novedad a no ser que sea estrictamente necesario. Se pondrán en contacto con usted, le facilitarán el viaje y el lugar del encuentro; hasta entonces, vaya estudiando con sus familiares el plan de la operación.
Raymond entregó un sobre grande de color marrón. Un sobre vulgar, que no llamaba la atención.
– Dentro hay un plano de Estambul, un libro con los principales monumentos y lugares de interés turístico, además de un folleto con los horarios de visita de Topkapi, Santa Sofía, las mezquitas… Hemos incluido la manera de ir de un lado a otro de la ciudad en autobús. Como verá, todo muy inocente, pero tienen que estudiarlo a fondo. En el libro encontrarán una historia detallada de Topkapi y lo que se puede visitar, naturalmente se da información precisa del pabellón donde se encuentran las reliquias del Profeta. Y hay dos fotos de cómo están dispuestas en las vitrinas. Por cierto, su hermano y su primo deberían ir pensando en qué lugar de la silla van a colocar el explosivo. Y otra cosa: ¿sigue dispuesta a morir?
Ylena le miró sin sorpresa, como si la pregunta la hubiera contestado una y mil veces antes que ahora.
– Creí habérselo dicho antes. No tenga dudas, la respuesta es sí. La misma que le di a aquel hombre que me puso en contacto con usted.
Luego, para sorpresa de Raymond, ella se sentó y con un gesto le invitó a hacer lo mismo. Y así, frente a frente, Ylena le explicó por qué no le importaba morir.
– Yo tenía doce años cuando llegó a mi pueblo un destacamento de musulmanes. Fui de las primeras en ser violada: me encontraba en casa de una tía mía en las afueras del pueblo y cuando les vimos salí corriendo a avisar que llegaban los musulmanes. Pero ellos me atraparon antes; uno de los camiones paró en seco junto a mí y se bajaron varios hombres. El que mandaba me miró de arriba abajo y yo temblé de miedo porque aquella mirada me desnudó. Me empujó a un lado de la carretera y me tiró al suelo; luego se desabrochó la bragueta y se echó sobre mí. Yo al principio me quedé quieta, sin reaccionar. Estaba aterrada, pero sentí un dolor agudo entre las piernas y entonces me defendí, empecé a patalear, a gritar, le arañé la cara. Él me empezó a pegar, no sé cuántas bofetadas y puñetazos me dio, hubo un momento en que me costaba ver porque me caía sangre por toda la cara. Me violó con saña, y luego me dio una patada en el vientre. Pero después de él me violaron el resto de los hombres del camión, creo que fueron veinte o veinticinco, no lo sé. Varias veces perdí el conocimiento; entonces me echaban agua por la cara para que me despertara y supiera lo que me estaban haciendo. Me dolían las entrañas, como si me hubiesen quemado por dentro.
Raymond la escuchaba fascinado. El tono de voz de Ylena era cansino; parecía estar contando una historia banal. Lo que más le sorprendía era la rigidez de su rostro, que no cambiara de expresión.
– Me encontraron al día siguiente. No podía hablar, ni andar, ni llorar. Estaba inconsciente, en coma, más cerca de la muerte que de la vida. La sangre se había hecho una costra a mi alrededor. Me llevaron a un hospital y allí lograron devolverme a la vida. Tuvieron que operarme y vaciarme por dentro. Aquellos bestias… me destrozaron el útero, los ovarios… y además me mutilaron. Sí, después de lo que me habían hecho, me mutilaron por si acaso algún día lograba recuperarme y me quedaba algún deseo de tener un hombre cerca. ¿Sabe? Lo peor fue que a nadie le importó. La matanza que llevaron a cabo en mi pueblo, las violaciones… eso no salió en las noticias, nosotros éramos serbobosnios, y en aquella guerra nos había tocado el papel de malos. Cuando nuestros hombres destrozaban algún pueblo y violaban a sus mujeres se convertía en noticia internacional, pero si se violaba a las serbias tanto daba, el mundo entero clamaba por los bosnios y por nadie más. Ellos organizaron bien la propaganda y contaron con la ayuda de aquellas brigadas musulmanas con voluntarios de todos los países islámicos. Ellos parecían ser las únicas víctimas. Nosotros éramos cristianos, pero a los cristianos del resto del mundo no parecía importarles lo que nos hacían los musulmanes, les defendían a ellos, protestaban por lo que les sucedía a ellos. Ni siquiera la poderosa Iglesia de Roma hizo nada eficaz…Ya le dije que perdí a casi toda mi familia a manos de aquellos mercenarios, y yo… yo sólo soy un resto de mujer sin porvenir, ni nada que ofrecer, porque ni siquiera a mí misma puedo ofrecerme. No me importa morir. En realidad me mataron aquel día, de manera que tanto me da volar en Estambul al tiempo que todas esas reliquias. Al menos, con eso les devuelvo algo del mal que nos hicieron.
»No me vuelva a preguntar si me importa morir, no lo haga. Sepa que yo ya estoy muerta.
Raymond se levantó de la silla sin mostrar ninguna emoción. En realidad no sentía piedad por aquella mujer. Era sólo un instrumento más en su venganza, a él tanto le daban los cristianos como los musulmanes; eran parte del precio que tenía que pagar, el que le había puesto el Facilitador: la Cruz por las reliquias de Mahoma, y luego la gran confrontación. Ahí es donde el Facilitador ganaba. Él sólo quería ver a Roma humillada, y de esa manera vengar a aquellos inocentes que regaron con su sangre Occitania.
– No salga del hotel hasta mañana. Coja un taxi para ir a la estación. Ya nos pondremos en contacto con usted.
Cuando llegó a su suite se sirvió una copa de calvados y luego buscó el móvil al que colocó una tarjeta nueva.
– Buenas noches.
El Facilitador le respondió al otro lado de la línea. Estaba satisfecho por la marcha del plan. Raymond de la Pallisière, vigésimo tercer conde d'Amis, acababa de recibir la orden de que no se moviera de París hasta que él le llamara.
Uno de los policías franceses adscritos al Centro de Coordinación Antiterrorista se percató de la mirada que los dos hombres del Yugoslavo dirigieron a la mujer que en aquel momento estaba pagando la cuenta del hotel.
Eran las once de la mañana, y el vestíbulo se hallaba repleto de gente, huéspedes que deseaban abonar el importe de su cuenta y otros nuevos que llegaban.
El policía llevaba cerca de una hora haciendo que leía un periódico y degustaba un café, exactamente lo mismo que parecía hacer uno de los hombres del Yugoslavo, mientras el otro se encontraba cerca de la puerta de entrada, en un punto donde podía ver a todo el que entrara o saliera del hotel.
La mirada del hombre del Yugoslavo se posó durante unos instantes en Ylena, pero inmediatamente apartó la mirada y se concentró de nuevo en el periódico. El policía observó a la mujer y pensó que era atractiva aunque, salvo los ojos azules que destacaban sobre el rostro ovalado, tampoco vio en ella nada especial. La mujer parecía fuera de lugar en aquel hotel. No llevaba joyas, ni iba vestida con demasiado gusto: unos pantalones negros, un jersey de seda negro, un pañuelo que no parecía ser de marca envolviéndole el cuello, un bolso negro colgado al hombro que no ostentaba ninguna de esas marcas prohibitivas para el común de los mortales como él.
Pensó que a lo mejor la chica había pasado la noche con alguien, pero descartó la idea de inmediato al verla pagar la cuenta en metálico. Eso tampoco era normal: ¿quién paga en metálico hoy en día y más en un hotel como el Crillon? A lo mejor se equivocaba y era una simple turista pero, por si acaso, siseó a través del transmisor que llevaba oculto y cuyo micrófono parecía ser un inocente pin en la solapa de la chaqueta.
– Puede no ser nada, pero va a salir una mujer de aproximadamente uno ochenta de estatura, el cabello rubio oscuro y ojos azules, va vestida de negro, y el sujeto la ha mirado. No sé, pero no parece una dienta habitual del hotel.
– ¿Es guapa? -le respondió con sorna uno de sus compañeros que aguardaban fuera-. A lo mejor el tipo tiene buen olfato y le ha gustado esa mujer -continuó.
– Puede ser, estad atentos a la reacción del otro sujeto.
Ylena salió del hotel llevando, además del bolso de mano, una maleta pequeña de color negro. Un botones la acompañó a la puerta empeñado en llevársela. El portero le ofreció pedir un taxi, lo que ella aceptó de inmediato. Dos minutos después se perdía en el tráfico de París.
El hombre del Yugoslavo que vigilaba la puerta no se movió, ni tampoco miró a Ylena. Su compañero de dentro del hotel le acababa de llamar por el móvil.
– No mires, aquí hay uno de la competencia. Me acabo de dar cuenta.