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»El plan es éste: a las ocho en punto llegaréis a mi casa para el entrenamiento; también iremos perfeccionando los detalles, estudiaremos a fondo los lugares, Santo Toribio, la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma, la iglesia del Santo Sepulcro. Estos dos últimos atentados los llevarán a cabo en principio otros hermanos, pero debemos estar preparados por si nos corresponde a nosotros ese honor. Con la cruz nos combatieron, es su símbolo; pues bien, nosotros lo destruiremos para siempre. Esperaremos a que Salim al-Bashir nos comunique que ha llegado el momento.

– ¿La gente del pueblo no se extrañará por nuestra presencia? -quiso saber Ali.

– El pueblo es nuestro y todos los que vivimos aquí pertenecemos al Círculo. La presencia de las mujeres y los niños da al pueblo aspecto de normalidad. Las autoridades no nos molestan: pagamos los impuestos y aquí no hay peleas ni broncas. Trabajamos y rezamos en la mezquita, somos ciudadanos ejemplares. En alguna ocasión la televisión ha hecho reportajes sobre este oasis, que ponen como ejemplo del arraigo de los musulmanes en España.

»Tú, Mohamed, di a tu familia que has encontrado trabajo aquí. Tenemos una cooperativa que comercializa los productos de nuestras huertas; diles que nos vas a echar una mano con los números. Tú, Ali, no tienes que dar explicaciones a nadie, tus padres están en Marruecos y tu hermano es uno de los nuestros.

– Yo confío en mi familia -terció Mohamed.

– Tu padre es un buen hombre y tu madre una mujer ejemplar, pero no pertenecen al Círculo -replicó Hakim.

– Mi padre sabe… bueno, sabe lo de Frankfurt.

– Ya sabe demasiado. No puedes decirle nada de esta misión. Tu esposa es la hermana de Hasan y sabe que no debe preguntarte nada y no lo hará. En cuanto a tu hermana… te habrán dicho que no nos fiamos de ella.

– Laila no hace nada malo -la defendió Mohamed.

– No es una buena musulmana. Cree que puede interpretar el Corán a su conveniencia y se apoya en el viejo Jalil para justificarse. No, Mohamed, no nos fiamos de Laila. En todo caso en el Círculo nada sabemos los unos de lo que hacen los otros y estamos obligados a guardar silencio.

Mohamed no quiso rebatir a Hakim; pensó que carecía de argumentos para hacerlo.

Había caído la tarde convirtiendo el cielo en penumbra cuando Mohamed y Ali dejaron atrás el pueblo de Hakim. El viaje de vuelta también lo hicieron en silencio ninguno de los dos se atrevió a comentar nada delante del conductor que les transportaba en el todoterreno rumbo a Granada.

17

Salim al-Bashir saboreó el vino que brillaba como el rubí a través del delicado cristal de la copa.

– Excelente -dijo mirando al hombre que sentado frente a él le observaba divertido.

– Lo sé, es un Château Petrus del 82, una excelente cosecha.

– Sí. Sí que lo es.

Un camarero retiró los platos y les anunció los postres, la especialidad de la casa. Salim se dejó tentar por una mousse de chocolate, mientras que su acompañante pidió café y una copa de calvados.

– Y ahora, hablemos de negocios.

Salim al-Bashir clavó sus ojos en el hombre. Le caía bien, en realidad pensaba que, a pesar de las aparentes diferencias, ambos tenían muchas cosas en común.

Su interlocutor era mayor que él; de edad indefinida, lo mismo podía tener sesenta que setenta años. Alto, de complexión fuerte, con el cabello blanco y una mirada verde acero en la que se podía ver, además de determinación, dureza. Pensó que a Raymond de la Pallisière se le notaba que era un aristócrata.

– No se preocupe, las cosas van bien. Hoy me han comunicado que ya está formado el equipo. Hombres con experiencia.

– ¿Cómo en Frankfurt?

Salim le miró fijamente antes de responder, pero decidió no hacerlo.

– Son hombres preparados y sobre todo leales a la causa…

– ¿A qué causa? -preguntó riéndose el hombre mayor.

– ¿Cómo que a qué causa? Ellos obedecen y creen que van a cambiar el mundo, lo mismo que usted y que yo.

– ¿Usted cree que va a cambiar el mundo?

– En realidad ya lo estamos haciendo. Mire a sus líderes babear detrás de nosotros, preocupados por no ofendernos, creyendo que somos niños a los que se contenta dándoles la razón. Son estúpidos, profundamente estúpidos, los desprecio. Occidente está condenado por su estupidez.

– Occidente está condenado porque ha perdido la perspectiva, porque quiere arrancar sus raíces de cuajo, porque no tiene valores, porque lo que impera es el sálvese quien pueda… Con la caída del Muro comenzó el principio del fin de Occidente.

– ¿Sabe? No le entiendo. A veces parece que lamenta que… Bueno, estamos de acuerdo en lo sustancial. Además, usted quiere humillar a los suyos tanto como nosotros, ¿no?

– Sí, quiero humillarles… quiero hacer un daño específico, devolver ojo por ojo y diente por diente, nada más.

– ¿Le parece poco?

– Me parece suficiente. Pero hablemos de negocios: ¿nadie desconfía de usted?

– ¿Y de usted?

– ¿Por qué habrían de hacerlo? Soy un respetable miembro de mi comunidad, un hombre fuera de toda sospecha.

– Yo también, y además soy musulmán, con lo que tienen más cuidado; temen ofenderme y que les acuse de racistas o de algo peor.

– ¿Y sus alumnos?

– Mis alumnos me quieren; ellos también intentan ser políticamente correctos. ¿Algún día me dirá cómo me encontró?

– ¿Me va a repetir la misma pregunta cada vez que nos veamos?

– De mi seguridad dependen muchos de mis hermanos, y si ha sido capaz de dar conmigo, otras personas no tan amables como usted también podrían hacerlo.

– Es un hombre público, un profesor que va de un lado a otro hablando de las Cruzadas desde el punto de vista de los árabes. No es difícil dar con usted.

– Con el profesor no es difícil dar, pero conmigo, con quien soy en realidad, sí lo es.

– Su secreto está seguro conmigo.

– Puede ser, de lo contrario…

– ¿Qué necesita?

– He traído una lista con todo detallado. Y dinero, necesitaremos una cantidad importante. Un millón de euros.

– ¡Está loco, Salim! Ya le hemos adelantado otras cantidades.

– No, no lo estoy, conde; lo que usted y yo queremos es difícil y arriesgado. Costará organizarlo, llevarlo a cabo, pero además debo contar con la posibilidad de que maten a alguno de mis hombres, y sus familias necesitarán ayuda.

– Este asunto nos interesa a ambos, y ya sabe lo que opinan mis socios…

– Nosotros ponemos nuestras vidas, y le aseguro que valen más de un millón de euros.

– Correremos a medias con los gastos, Salim, así ha de ser. Mis socios no son tontos, no se crea su propia propaganda, Salim, no corneta el error de menospreciarnos.

Salim al-Bashir sostuvo la mirada verde y helada del conde d'Amis y supo que éste no retrocedería ni un paso, de manera que aceptó.

– Está bien, así será.

– Cuando tenga todo el plan organizado quiero que me llame. Debemos coordinarnos y antes de que hagan nada quiero conocer todos los detalles y estar seguro de que puede salir bien.

– Debería aprender a confiar. Yo confío en usted porque sé cómo es -dijo Salim esperando ver la reacción del hombre.

– ¿Está seguro? Tiene suerte, porque yo no termino de saber quién soy. Bien, ahora pongamos fin a esta estupenda velada. Mañana tengo que madrugar. ¿Se queda en París?

– Sí, tengo que ver a una persona que es imprescindible para la operación; me quedaré el fin de semana. El lunes tengo que estar en Londres, tengo la primera clase a las nueve y por la tarde doy una conferencia en la sede de una ONG que defiende el entendimiento entre Oriente y Occidente.

– Entonces, a descansar. ¿Quiere que le lleve a algún sitio?

– No, prefiero caminar; no hace frío y me gusta andar por París.

Salim pidió la cuenta que el maître le entregó de inmediato, aunque no pagó él sino su acompañante, de lo que Salim se alegró. Las facturas en el Apicius siempre eran elevadas, pero merecía la pena pagar lo que fuera por aquella cabeza de ternera aderezada con salsa picante, en la que destacaba el sabor de las alcaparras y la cebolleta.

Los dos hombres se despidieron ante la puerta del restaurante con un apretón de manos. Un coche negro esperaba al acompañante de Salim, que enseguida se perdió en la noche de París.

Salim caminó por la avenida de Villiers. Tenía habitación reservada en el Lutetia, en el bulevard Raspail, en plena orilla izquierda. Seguramente ella ya habría llegado.

Mientras paseaba no podía dejar de pensar en el hombre con quien había compartido la cena: el conde d'Amis era un noble entrado en años, frío y adusto. Les había presentado otro profesor, cuando él participaba en París en un congreso sobre el medievo. Su colega le pidió que le acompañara a cenar con un aristócrata interesado en historia medieval y aceptó; no pudo negarse a cenar en La Tour d'Argent.

Se habían reconocido el uno al otro, hasta que por fin, después de otros muchos encuentros, el conde había decidido confiarse para llevar adelante el plan que ahora estaba en marcha. Cómo y por qué sabía D'Amis que detrás de su apariencia de respetable profesor era uno de los dirigentes del Círculo en Europa, era algo que el conde nunca le había querido revelar. Lo cierto es que continuaba preocupado, consciente de que había una brecha en su seguridad y la de la organización, por más que Raymond d'Amis le asegurara que su secreto estaba a salvo, que a él tanto le daba que hicieran estallar todas las capitales de Europa, porque odiaba a sus dirigentes por pusilánimes y débiles. Habían desaprovechado la oportunidad de dominar el mundo; ahora eran responsables de su decadencia: que afrontaran ellos el problema; a él, decía, no le importaba, era viejo y estaba más cerca de la muerte que de la vida.

Salim creía haber llegado a conocerle bien, pero a veces había algo que se le escapaba. No terminaba de comprender esa mirada de hombre atormentado que su amigo francés dejaba entrever.

Acaso tenía que ver con esa hija rebelde a la que no conocía. La futura condesa d'Amis vivía en Estados Unidos, ignorante de su padre.

El bar del Lutetia estaba repleto de gente y aunque le apetecía tomarse una copa se dirigió a la conserjería a pedir la llave de su habitación.

– Tiene un mensaje, señor al-Bashir.

El conserje le entregó un sobre cerrado que Salim ni siquiera miró. Le dio las gracias y se fue hacia el ascensor. Subió a su habitación y allí rasgó el sobre. Dentro sólo había un número: «507». Suspiró. Volvió a salir de la habitación y se paró dos puertas después de la suya llamando con suavidad. La puerta se entreabrió y la figura de ella envuelta en una bata de seda gris le levantó el ánimo.

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