Cuando el sacerdote entró en su despacho le recibió como si se hubieran visto el día anterior. Ovidio le explicó los pormenores de su viaje a Bruselas y su decisión de no viajar a Belgrado.
– No tiene sentido que me presente en Belgrado a preguntar por Karakoz. Si voy, tiene que ser clandestinamente. De otra manera lo único que haré será perder el tiempo.
– ¿Clandestinamente? Explícate -le pidió asombrado el obispo.
– Sí, quizá podría conseguir alguna información sobre Karakoz si paso inadvertido y me quedo una temporada en Belgrado; pero aun así tampoco tengo claro que lo que pueda obtener merezca la pena. Interpol y el Centro tienen medios adecuados para seguir los pasos del personaje; de hecho, saben cuándo se mueve y adónde va, de manera que mi primera idea de ir a Belgrado la he desechado.
Al obispo no le sorprendió el razonamiento de Ovidio Sagardía; al fin y al cabo era jesuita, y los jesuitas habían sido la avanzadilla de la Iglesia en los lugares más remotos; más que eso, muchos habían vivido vidas clandestinas en su afán de propagar y defender el Evangelio. Pensó en el jesuita Miguel Agustín que en los años veinte del siglo pasado había vivido en el México anticlerical de entonces bajo diversas apariencias: mendigo, barrendero, mecánico… Otro jesuita, Edmund Campion, había predicado clandestinamente en la Inglaterra de la Reforma allá por 1581.
– Bien, ¿qué propones? -preguntó el obispo interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.
– Creo que debería quedarme unos días; en Bilbao no dispongo de los medíos suficientes para buscar los porqués a este caso.
– Tú decides, Ovidio, haz lo que creas necesario. ¿Has avisado al padre Aguirre? No, aún no lo he hecho; he venido directamente desde el aeropuerto.
– Bien, pero no se te olvide hacerlo. ¿Dónde te quedarás?
– Aún no lo sé.
– Puedes quedarte aquí…
– Lo pensaré más tarde. Ahora quisiera buscar en nuestros archivos y en nuestro centro de documentación… no me parece que esas palabras salvadas del fuego se correspondan con la manera de pensar de los islamistas, pero supongo que el padre Domenico lo sabe mejor que yo.
– ¿Qué es lo que estás pensando?
– Pues que hay algo extraño en todo esto, algo que hasta el momento no alcanzamos a ver aunque lo tenemos delante de las narices.
– Dime qué crees que es.
– ¡No lo sé! Pero esas frases… he estado releyendo el Corán, he buscado algunos textos de pensadores árabes, y ése no es el estilo de ellos, su manera de expresarse.
– Pero en el Centro Antiterrorista no tienen la menor duda de que el atentado de Frankfurt es obra del Círculo. El señor Panetta y el señor Lucas lo dejaron muy claro y, además, el Círculo revindicó el atentado. Lo hace siempre.
– Yo tampoco tengo dudas de que haya sido el Círculo, pero… no sé, intuyo que hay más, mucho más. Por eso le pido permiso para quedarme un tiempo, espero que poco, porque aunque no lo crea añoro la vida que he comenzado en Bilbao. Y mis compañeros son extraordinarios.
– Haz lo que creas que es mejor para sacar adelante el encargo que te hemos hecho, hijo mío. No te limites, no te pongas fechas, que no te angustie el tiempo.
– Espero no tener que quedarme demasiados días.
– Bien, llamaré a Domenico.
– Gracias.
– ¿Continúas teniendo reticencias respecto a Domenico?
– En absoluto, sabe que le aprecio aunque tenemos maneras diferentes de trabajar.
– Sí, las tenéis. Un jesuita y un dominico… pero ambos igualmente eficaces al servicio de la Iglesia.
A Ovidio Sagardía le había costado tiempo y paciencia llegar a entenderse con Domenico Gabrielli, un hombre tan cauto y desconfiado como meticuloso y obsesivo con el trabajo. En su opinión, a Domenico le faltaba imaginación; claro que Domenico pensaba que a Ovidio precisamente era lo que le sobraba: imaginación.
– Monseñor, ¿puedo ocupar mi antiguo despacho?
– Me temo que no. Hemos remodelado la sección, pero diré que te busquen un lugar adecuado para que trabajes el tiempo que estés aquí.
– Gracias -respondió Ovidio con sequedad y cierto fastidio. En realidad le molestaba que su despacho hubiera dejado de serlo.
– No te contraríes por lo del despacho.
– No, en absoluto.
– ¡Vamos, a mí no me puedes engañar! Te has ido, y nosotros debemos continuar.
– Lo entiendo, monseñor, lo entiendo.
– Me alegro de que así sea. Y ahora, ¡a trabajar!
El obispo mandó llamar a Domenico. Sabía que necesitaba respaldar al jesuita frente al dominico, sobre todo porque éste no entendía a Ovidio, y mucho menos podía intuir su crisis. Para Domenico no cabían vacilaciones en un sacerdote, porque para él no había nada más sublime que el servicio a la Iglesia; se sentía un privilegiado por ello y daba gracias a Dios todos los días porque le hubiera iluminado para hacerse sacerdote. También se sentía un privilegiado por desempeñar su función en el Vaticano, en aquella tercera planta donde se analizaba cuanto sucedía en el mundo y los efectos que pudieran tener esos sucesos en la Iglesia.
Durante una hora el obispo moderó el encuentro entre Ovidio y Domenico; luego les pidió que unieran esfuerzos porque era mucho lo que estaba en juego.
Cuando se quedaron solos, Ovidio notó en la mirada de Domenico que no terminaba de entender por qué había vuelto. En realidad ní él mismo lo sabía; últimamente se dejaba llevar demasiado por sus impulsos, aunque la influencia del padre Aguirre había sido determinante. Su maestro le había situado ante la realidad que él trataba de esquivar, y en esa realidad estaba resolver ese asunto pendiente que tenía que ver con un atentado de terroristas islámicos en Frankfurt.
El joven caminaba con paso apresurado por una de aquellas calles empinadas que conducen al corazón del Albaicín. Alto, musculoso, con el cabello rizado y los ojos negros como el carbón, intentaba pasar inadvertido temiendo que alguien le reconociera. Por eso había elegido la noche para acercarse a la casa de la familia Amir. Esperaba que Mohamed se encontrara allí y le tranquilizaba saber que a esa hora Darwish, el cabeza de familia, estaría trabajando en la obra. Temía a Darwish porque recordaba cómo en el pasado les recriminaba su comportamiento tanto a él como a su propio hijo. En realidad, Darwish hizo cuanto pudo por romper su amistad con Mohamed; por eso había enviado a su hijo a Frankfurt.
Ali se había enterado del regreso de Mohamed por un amigo que continuaba yendo por el Palacio Rojo y había escuchado a Paco contar que había vuelto «el morito alemán». Claro que se había llevado una sorpresa cuando Omar le había enviado recado de que quería verle con urgencia. Ver a Omar no era fácil; resultaba un gran honor, porque era el máximo representante del Círculo en España y nunca hablaba con los simples muyahidin como él.
Debía a Omar el cambio de su fortuna al igual que tantos otros a los que había rescatado de la miseria moral en la que vivían. Él había dado sentido a sus vidas, recordándoles la existencia de Alá todopoderoso y las palabras de Mahoma, su profeta.
El mundo podía cambiar, pero los musulmanes debían unirse como un solo hombre, en una sola comunidad, para enfrentarse al enemigo cristiano, débil y desconcertado.
De manera que Ali había dejado de ser un camello ocasional para convertirse en un guerrero dispuesto a matar y a morir.
Al principio Omar le había confiado un par de misiones sin importancia consistentes en hacer de correo para distintas células del grupo. Después, un día, le había preguntado hasta dónde estaba dispuesto a llegar; su respuesta le satisfizo, porque le mandó a Marruecos a colaborar junto a otros hermanos en la voladura de un hotel en Tánger frecuentado por extranjeros. La operación fue un éxito; murieron quince turistas: ocho españoles, dos norteamericanos, tres británicos y una pareja de franceses recién casados.
La policía no había logrado dar con ellos, y no era de extrañar puesto que Omar había pensado hasta en el mínimo detalle. Ahora Omar le pedía que saliera a la luz y se reencontrara con su viejo compañero Mohamed Amir.
Cuando llegó a la puerta de la casa miró a derecha e izquierda para ver si alguien le observaba. Después apretó el timbre con fuerza, escuchó unos pasos y se abrió la puerta.
Mohamed se quedó mirando al joven cuyo rostro se desdibujaba en la penumbra y no tardó más de un segundo en reconocer a su antiguo amigo.
– ¡Ali!
Los dos jóvenes se fundieron en un abrazo emocionado. ¡Habían compartido tantas cosas juntos desde que sus familias emigraron desde Marruecos buscando trabajo en España! Habían acudido juntos a la escuela, y juntos habían soñado en lo que harían de mayores. Habían fumado su primer cigarro a escondidas en los lavabos del colegio, y juntos también habían comenzado a trapichear con hachís y a fumar lejos de la mirada de sus padres. La casa de Ali estaba situada dos calles más arriba, pero hacía casi tres años que estaba vacía porque sus padres habían regresado a su pueblo natal después de años de trabajo y ahorro. Su padre había montado una barbería donde trabajaba feliz ayudado por los hermanos menores de Ali. Sus hermanas habían recibido ofertas de matrimonio ventajosas y a pesar de ser unas niñas, la mayor tenía diecisiete años y la pequeña quince, ya habían formado sus propias familias.
– Pasa, pasa… He preguntado por ti, pero no me sabían decir por dónde andabas… ¿Cómo te has enterado de que estaba aquí?
– A través de Paco; bueno, por un amigo que continúa yendo por allí. Me han dicho que te has casado… ¡no me lo puedo creer!
– Sí, me he casado con la hermana de Hasan al-Jari. Fue la primera esposa de mi primo Yusuf.
– Sé que murió como un héroe.
– Así es. Para mí ha sido un gran honor que Hasan me entregara a su hermana. Ahora tengo dos hijos. Pero pasa, le diré a mi madre y a Fátima que nos preparen algo de cenar; tenemos que hablar.
– Sí, Mohamed, para eso he venido.
Se acomodaron en la sala y charlaron de la infancia mientras las mujeres les servían la cena. Cuando terminaron de cenar y se quedaron solos Ali empezó a explicarle a Mohamed el motivo de su visita.
– Omar me ha explicado lo de Frankfurt. Te felicito y me alegro de que estés vivo.
– No me hubiera importado morir -aseguró Mohamed fanfarroneando.
– Lo sé, a mí tampoco me importa morir.
– Pero… Ornar… ¿Le conoces? ¿Sabes quién es?