– El atentado contra el Papa me hizo sufrir muchísimo; no he dejado de sentirme culpable.
– El Papa nunca te culpó por lo sucedido.
– El Papa era bondadoso con las faltas de todo el mundo. Nunca me hizo el menor reproche y como sentía mi angustia no fueron pocas las ocasiones en las que intentó transmitirme consuelo, pero aun así… Fue como darme cuenta de que estaba inmerso en el mundo terrenal, que nada de lo que hacía tenía que ver con la dimensión espiritual de los hombres. Apenas tenía tiempo para reflexionar, para pensar en Dios, pertenecía a su servicio de inteligencia, pero sin un minuto para sentirme en comunión con Él, para rezar de verdad y no de manera mecánica como lo venía haciendo. Y tiene usted razón, esto me resultará duro, pero le vendrá bien a mi espíritu.
– Rezaremos para que así sea.
Más tarde se dirigieron a la iglesia para encontrarse con el padre Santiago y con el padre Mikel. El primero estaba reunido con unos cuantos jóvenes pertenecientes a Cáritas, mientras el segundo acababa de oficiar el funeral. El padre Mikel le presentó a unos cuantos feligreses y el padre Santiago le dio un fuerte apretón de manos y una palmada en la espalda a modo de recibimiento, para a continuación invitarle a participar de la reunión con los jóvenes y ponerle al día de las actividades que desarrollaba con ellos.
– ¿Es usted vasco? -quiso saber una chica.
– Sí, pero hace mucho que me fui -respondió Ovidio.
– ¿Y qué opina de lo que pasa aquí? -preguntó un joven alto de aspecto nervioso.
– ¿Y qué pasa aquí, en tu opinión?
– Que no nos dejan ser libres -respondió el chico en tono chillón.
– ¡Se acabó! -interrumpió el padre Santiago-. Aquí estamos para ver cómo podemos ayudar a los que más lo necesitan del barrio, y en cuanto a que no nos dejan ser libres…
– Usted, como es andaluz, no nos entiende, aunque sea un cura majo -interrumpió otra chica, apenas una adolescente.
– ¿Tú crees que por ser andaluz estoy incapacitado para entender lo que pasa aquí? Por lo pronto, lo que pasa es que en nuestro barrio hay un grupo de inmigrantes rumanos que lo están pasando fatal, que malviven en chabolas y tienen a sus hijos sin escolarizar, y para eso estamos hoy aquí, para ver cómo les vamos a ayudar.
– ¡Vamos, déjenos hablar con el cura nuevo! -pidió otro joven.
– El cura nuevo está de acuerdo con el padre Santiago -respondió Ovidio- y déjame decirte que no creo que los hombres seamos diferentes por haber nacido en un lugar o en otro, y mucho menos que no podamos entender los problemas en función del lugar de nacimiento. Así que sí, soy vasco, pero me da lo mismo; a mí me importan los seres humanos, no su partida de nacimiento, y mucho menos doy importancia a la mía.
Los jóvenes se le quedaron mirando en silencio, pensando si les gustaba o no aquel sacerdote que decía que poco le importaba ser vasco.
– Y bien, ¿alguien ha logrado hablar con el jefe de ese clan de inmigrantes gitanos de Rumania, tal y como os encargué?
– Sí, yo estuve con él ayer. Menudo tipo raro. Me dijo que estarán aquí hasta que les venga bien, que sus niños no irán a ninguna escuela, que no son católicos, y que lo único que quieren es trabajo -explicó uno de los jóvenes.
– Yo también he estado allí, con las mujeres. Dicen que no van a dejarnos a sus niños, que ellas les enseñan lo que tienen que saber, pero que están dispuestas a aceptar lo que podamos darles. Me pidieron ropa y juguetes -añadió una de las chicas.
– El concejal está enfadado con el alcalde, porque dice que hay que hacer algo y rápido, antes de que sus chabolas se conviertan en un poblamiento estable -dijo una de las chicas.
– Y nosotros, ¿qué creéis que podemos y debemos hacer? -preguntó el padre Santiago.
A partir de ahí se originó una conversación en la que cada cual dio ideas e hizo propuestas, que fueron perfilándose hasta la concreción de un sencillo plan.
Ovidio escuchaba en silencio mientras observaba a aquellos jóvenes y al padre Santiago, por el que había sentido una simpatía inmediata.
Cuando terminó la reunión, los cuatro sacerdotes se dirigieron a su casa, discutiendo sobre los asuntos del día y presentando a Ovidio a algunos vecinos con los que se cruzaban.
Después de cenar el padre Santiago propuso rezar el rosario ante el estupor de Ovidio. De repente se dio cuenta de que hacía muchos años que no lo rezaba y se reprochaba a sí mismo que su imaginación volara mientras repetía los Ave María. Definitivamente necesitaba reencontrarse con el sacerdocio.
A las once el padre Mikel dijo que era hora de irse a la cama. Ovidio se sentía cansado y perplejo ante tantas emociones encontradas.
Mohamed miró a Fátima sin saber qué decirle y luego miró a los dos niños que aguardaban expectantes a que rompiera el silencio que se había instalado entre ellos. Aquélla era su familia, le había dicho Hasan, comprometiéndole a que les cuidara como a sus hijos y honrara a Fátima.
Fátima, con los ojos bajos, pensaba en qué destino le aguardaría junto a aquel hombre más joven en cuya mirada leía repulsión. Ella sabía que carecía de atractivo, que ningún rincón de su cuerpo agradaría a aquel hombre con el que la habían conminado a desposarse. Se preguntó si la maltrataría o por el contrario haría como su anterior esposo, que se limitaba a yacer con ella cuando se dejaba tentar por el alcohol. Eso había sucedido unas cuantas veces, pero el resto del tiempo ni la tocaba, lo que ella agradecía porque no encontraba ninguna satisfacción en aquellos encuentros íntimos, aunque se sentía agradecida por haber podido concebir dos hijos a los que quería con locura.
Los niños, de cinco y seis años respectivamente, estaban asustados ante aquel hombre que tío Hasan les había ordenado que llamaran y trataran como a su padre.
No comprendían por qué su padre se había ido al Paraíso abandonándoles, dejándoles allí ante aquel otro padre extraño que les daba miedo.
– Mañana nos iremos a Granada, a casa de mis padres. Allí estaremos seguros.
Ni Fátima ni sus hijos respondieron. Sabían que pertenecían a aquel hombre, al que deberían seguir dondequiera que fuera. No obstante, la mujer sintió una punzada de inquietud por lo que el destino pudiera depararle. Allí, en Frankfurt, era alguien, la hermana de Hasan, al que tantos respetaban, pero en Granada… pasaría a depender de su suegra, lo mismo que sus hijos, y esto era lo que más temía: la suerte que pudieran correr los pequeños. Mohamed no lo sabía, pero ella difícilmente le podría dar más hijos puesto que había comenzado a tener los síntomas de la menopausia. ¿Se conformaría su marido con los hijos de su primo?
– Ahora descansad, el viaje no será fácil.
Mohamed Amir salió de la habitación y suspiró. Fátima le desagradaba, de manera que alargaría cuanto pudiera el momento de acostarse con ella. Que la mujer durmiera con sus hijos; ya vería si encontraba el valor suficiente para dormir con ella cuando llegaran a Granada.
Hasan le había asegurado que la policía no sabía quién era el miembro huido del comando. La policía buscaba a un hombre sin rostro, sin identidad, de manera que tenía una oportunidad de salir de Alemania y llegar a España. Viajaría con su propio pasaporte, acompañado de Fátima y sus hijos. En Granada debía incorporarse a una célula de «durmientes» y llevaba instrucciones para ellos.
A Mohamed no dejaba de dolerle el estómago, no sólo por la inquietud que le provocaba el futuro, sino por una frase enigmática que había deslizado entre sus recomendaciones su admirado Hasan: «Pon orden en tu casa para que no tengamos que hacerlo nosotros».
¿A qué se refería? A Fátima no podía ser, se acababan de casar, y hasta ayer mismo había estado bajo la protección de Hasan. Los niños eran demasiado pequeños para tener que ver algo con esa advertencia que más había sonado a amenaza. Y sus padres eran buenos musulmanes. ¿A qué se refería Hasan?
No durmió bien aquella noche, asaltado por la pesadilla que le perseguía desde el día en que huyó de aquel piso de Frankfurt donde se inmolaron su primo y sus amigos. Sentía que él también saltaba por los aires, que estaba muerto, pero detrás de la muerte no le esperaban bellas huríes sino sólo negrura, un inmenso espacio negro por el que giraba hasta sentir náuseas como si de una pelota se tratara.
Cuando se levantó encontró a Fátima cerrando una bolsa en la que había dispuesto alimentos para el viaje. Las maletas estaban cerradas, colocadas junto a la puerta de entrada, y el desayuno servido en la mesa. Los niños estaban sentados, en silencio, temerosos de molestar a aquel hombre al que debían llamar padre.
– Saldremos en media hora -le dijo por decir algo.
La mujer asintió con la mirada y acomodó en la bolsa un paquete lleno de panecillos. Le había escuchado a su hermano Hasan decirle a su nuevo esposo que no salieran antes de las ocho, que procuraran emprender el viaje cuando las calles tuvieran gente y pudieran pasar inadvertidos a los ojos avezados de la policía.
Viajarían en coche hasta España. Un Volkswagen Golf, de los que disponían tantos trabajadores alemanes e inmigrantes. Un coche discreto que no llamaría la atención.
Cuando Mohamed salió del aseo, Fátima se estaba colocando el pañuelo que se le había deslizado por el cabello durante su quehacer. Vestía una chilaba bajo la que llevaba unos pantalones y una blusa de lana gruesa, además de unas botas de lluvia forradas. Los niños estaban enfundados en sendos anoraks de color azul marino y también llevaban unas resistentes botas para la lluvia.
Mohamed les miró diciéndose a sí mismo que aquélla era su familia y que le había jurado a Hasan que les protegería. Suspiró preocupado por la responsabilidad.
– Vámonos.
Abrió la puerta y sin mirar atrás bajó la escalera seguido por Fátima y sus hijos. Sintió que en ese momento comenzaba el resto de su vida.
* * *
Mireille buscó con la mirada un lugar donde sentarse. Los de la oficina no la habían invitado a unirse a ellos para compartir el almuerzo en la cafetería del Centro. Sabía que la llamaban «la enchufada», como si alguno de ellos hubiera llegado allí, además de por sus méritos, sin la recomendación de alguien. No le mostraban ningún aprecio, claro que ella tampoco les tenía simpatía.
No se lo iban a poner fácil; por si fuera poco, ella se había precipitado al hablar esa mañana. No había medido los tiempos. En cualquier caso sabía que a lo de enchufada ahora añadirían que estaba loca o era una excéntrica.