– Se les acusaba de escupir en la cruz -recordó Raymond esbozando una sonrisa-, lo mismo que los cátaros, que la rechazaban.
– Fue un templario expulsado de la Orden quien empezó a difundir las acusaciones de blasfemia, sodomía, ritos iniciáticos secretos… Este hombre le sirvió en bandeja a Nogaret la excusa para que Felipe iniciara el proceso contra el Temple. Nogaret convenció al inquisidor de Francia, confesor además del rey, para que comenzara a investigar al Temple. En ese momento ya era papa Clemente, que reprendió al inquisidor y protestó al rey por meterse en camisa de once varas. Pero Felipe, a través de Nogaret, volvió a desatar una campaña contra el Papa; aun así, Clemente se resistió cuanto pudo, y hay que recordar que al principio los templarios fueron declarados inocentes por el Papa, que luego decidió que se investigarían las actuaciones de los caballeros, pero individualmente para no acusar a la Orden en su conjunto, ya que algunos templarios habían admitido esas prácticas de las que se les acusaba, aunque otros se retractaron alegando que habían confesado bajo tortura…
– Pero ¿escupían o no en la cruz? -interrumpió tajantemente Raymond.
Ferdinand observó la mirada burlona de Raymond acorde con la intención de la pregunta. El joven sólo aceptaría un «sí» o un «no», poco le importaban las explicaciones o los matices.
– Después de haber sido torturados, algunos templarios confesaron crímenes horrendos, pero en mi opinión, ateniéndome a documentos, es decir, a los hechos, el Temple no era una orden esotérica, por más que algunos novelistas los utilicen como recurso literario presentándolos como unos caballeros misteriosos. La disolución del Temple fue un pulso entre el rey de Francia y el Papa, por motivos que nada tenían que ver con los estrictamente religiosos. Felipe, entre otras cosas, pretendía que Clemente condenara a su antecesor Bonifacio VIII por herejía, a lo que el nuevo Papa se opuso, pero Clemente tampoco podía enfrentarse del todo al rey y terminó cediendo con los templarios.
– No ha respondido mi pregunta -insistió Raymond.
– Si te torturaran, a ti o a cualquiera de nosotros, terminaríamos confesando lo que nos pidieran, de manera que los testimonios obtenidos bajo torturas no tienen un cien por cien de fiabilidad. Por más que muchos se empeñen en presentar al Temple como una orden misteriosa, la realidad es que no lo fue, aunque tuvieron la mala suerte de que su último gran maestre, Jacques de Molay, no fue un dechado de inteligencia y tampoco un político avezado. No diré que tuvo responsabilidad en lo sucedido, pero sí que no era el hombre para hacer frente a una circunstancía tan difícil como aquélla.
– De manera que no niega que escupieran en la cruz -afirmó Raymond satisfecho.
– Sí lo niego: todas esas historias estrafalarias sobre que encontraron el Grial y otros secretos que pueden poner en dificultades a la Iglesia son cuentos, ¡por favor, no confundamos las novelas con la historia!
– Usted le tiene declarada la guerra a los novelistas -apuntó Ignacio.
– Una novela que trata de historia puede ser muy entretenida, pero eso no significa que esté ofreciendo una versión real de lo sucedido.
Cuando concluyó el almuerzo Ravmond se ofreció para hacerles de guía por Carcasona. Al día siguiente, a primera hora, saldrían para Montségur.
A Ferdinand le llamaba la atención la capacidad del jesuita para ganarse la confianza de Raymond; lo hacía cuestionando la verdad histórica para dar cabida a la fabulación, que era el terreno donde desde hacía años se empeñaban en moverse tanto el conde como su hijo.
Ignacio se mostró entusiasmado por Carcasona, y Ferdinand entendió que en eso era sincero.
Por la noche alegó un fuerte dolor de cabeza y cansancio para no bajar a cenar. Lo había acordado con Ignacio, puesto que su presencia coartaba al hijo del conde, que parecía sentirse cómodo con el sacerdote.
Sin embargo, la cena fue decepcionante, ya que ni Raymond ni los otros invitados dijeron nada sustancial ni dieron ninguna pista sobre el supuesto hallazgo del Grial e Ignacio no se atrevió a preguntarles.
A la mañana siguiente se levantaron al amanecer para ir a Montségur. Allí Raymond, dejándose llevar por la magia del entorno, confesó a Ignacio lo que estaban buscando en un momento en que Ferdinand deliberadamente se separó de ellos.
– El profesor Arnaud es un escéptico. Por eso su trabajo sobre fray Julián carece de pasión, por más que todos digan que es espléndido. En realidad mi padre esperaba más.
– ¿Y qué esperaba?
– Alguna pista sobre el tesoro.
– Pero ¿cómo iba a saber fray Julián dónde estaba el tesoro?
– Doña María confiaba en él; no olvides que ella bajó de Montségur con los dos perfectos que llevaban el tesoro.
– Tienes razón -accedió Ignacio-. Y vosotros que lleváis tanto tiempo excavando, ¿no lo habéis encontrado?
Raymond decidió fiarse de aquel joven con el que tanto congeniaba.
– No hemos encontrado nada, ésa es la verdad. Nada que podarnos decir que es el Grial. Hay estudiosos que creen que el Grial es una piedra caída del cielo con poderes ilimitados y que está guardada en algún lugar de por aquí. Otros estudiosos piensan que se la llevaron los templarios a Escocia y que la enterraron en Edimburgo. Y… bueno, un profesor que ha estado aquí sostiene otra teoría: piensa que a lo mejor el Grial no es un objeto.
– ¿Y entonces qué es?
– Puede ser una persona.
– ¿Una persona?
– ¿Tú crees que Jesús era célibe?
– Bueno, vo creo lo que nos han enseñado…
– Hay documentos muy antiguos que atestiguan que se casó con María Magdalena e incluso tuvieron hijos. Puede que… bueno, puede que el Grial sean los descendientes de Jesús.
Ignacio no sabía si reírse o indignarse, pero optó por no hacer ninguna de las dos cosas para no alertar a aquel joven que, pese a todo, le caía bien.
– ¿Y cómo llegaron aquí los descendientes de Jesús?
– Puede que con María Magdalena, o puede que siglos más tarde. Puede que los templarios encontraran esos documentos y fuera lo que han guardado tan celosamente.
– Esto es lo que el profesor Arnaud diría que son cuentos esotéricos, seudoliteratura barata.
– En realidad al profesor Arnaud nunca le ha interesado encontrar el Grial; todo su esfuerzo lo concentró en la crónica de fray Julián. Cuando mi padre le pedía que viniera al castillo y escuchara a algún otro profesor, él se excusaba; y si por casualidad estaba aquí, siempre rebatía cualquier teoría que no se ajustara a las suyas, ni escuchaba lo que le decían. Pero mi padre decía que era mejor contar con él por su prestigio, porque eso abría puertas a nuestros otros expertos, que es lo que de verdad le importaba.
– Entonces, ¿no habéis encontrado nada? -preguntó de nuevo Ignacio.
– Nada; sólo manejamos esas teorías que te he dicho antes, pero seguimos buscando pruebas. Están aquí, es sólo cuestión de tiempo que demos con ellas. ¿Te gustaría trabajar para nosotros? -preguntó Raymond con entusiasmo.
– Pues… la verdad es que sería muy interesante pero no creo que pueda… Verás, tengo que terminar mis estudios, aún no estoy suficientemente preparado.
– ¡No seas modesto! El profesor Arnaud dice que eres su mejor alumno.
– Sí, pero eso no significa que lo sepa todo. Pero… bueno, sí, me gustaría saber si encontráis algo, sería apasionante…
– Si alguna vez quieres venir sin el profesor Arnaud, llámame. Serás bien recibido y te puedes unir a nuestros grupos de trabajo aunque sea temporalmente. Ahora tenemos gente buscando en Edimburgo, porque tampoco es descabellada la teoría de que el Grial lo escondieron allí los templarios.
– Y si lo encontráis, ¿qué haréis?
– Ya sabes lo que dice fray Julián en su crónica: alguien debe vengar la sangre de los inocentes, nuestra familia no puede dejar impunes los crímenes de la Iglesia católica. Lo que queremos es destruirla, que pague por su fanatismo y por haber acabado con la libertad de esta tierra. Es una responsabilidad que asumimos los D'Amis de generación en generación, y mi padre sueña ser él quien lleve a cabo la venganza.
– Pero ¿tú crees que es tan fácil destruir a la Iglesia?
– Sí. Si nos hacemos con el Grial, sea éste lo que sea, lo conseguiremos. Se lo debemos al Languedoc. Me gustaría que vinieras de vez en cuando por aquí, creo que te entenderías con mi padre, y seguro que con lo que sabes podrías contribuir a nuestra búsqueda.
Ignacio le sonrió mientras tragaba saliva y asimilaba todas las barbaridades que acababa de oír. De repente Raymond se le antojaba un loco y temía aún más cómo pudiera ser su padre, el conde d'Amis, al que conocería esa noche.
Lo que no sabía calibrar era si aquél era un grupo de fanáticos peligrosos o pacíficos. Volvió a sonreír sabiéndose observado por la mirada de Raymond.
– Te supongo un caballero, de manera que te pido que me des tu palabra de que no comentarás nada de lo que hemos hablado con el profesor Arnaud. Sé que le debes lealtad como alumno pero yo me he confiado a ti… seguramente no debería de haberlo hecho, de manera que sólo me quedaré tranquilo si me das tu palabra.
Raymond le miraba muy serio mientras esperaba ese compromiso e Ignacio se sintió ruin. Tendría que confesarse y pedir perdón a Dios por lo que estaba a punto de hacer. Se sintió sucio cuando tendió la mano a Raymond mientras le aseguraba:
– No te preocupes, guardaré el secreto.
– ¡Ah! Y tampoco le comentes nada a mi padre… no me perdonará la indiscreción. Él cree que soy demasiado confiado… en fin… espero no haberme equivocado contigo.
Les interrumpió Ferdinand, que se había mantenido alejado mientras fumaba un par de cigarrillos yendo de un lado a otro, aparentando un inopinado interés por las ruinas.
– Creo que deberíamos pensar en marcharnos. Me gustaría ver a tu padre, Raymond -afirmó el profesor.
– Sí, como guste.
El conde d'Amis estuvo frío y distante con Ferdinand, aunque se mostró más receptivo con Ignacio, debido al interés en el muchacho mostrado por su hijo. Aquella noche apenas hablaron de la crónica de fray Julián o de los cátaros. El conde no estaba demasiado locuaz y sus invitados parecían apesadumbrados. Todos se retiraron a sus habitaciones cuando la cena terminó.
– ¡El daño que están haciendo tantos novelistas de tres al cuarto! -exclamó Ferdinand después de haber escuchado el relato minucioso que Ignacio le había hecho de su conversación con Raymond.