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– Señor Arnaud, la Iglesia no tiene secretos inconfesables -respondió con enfado el padre Nevers.

– A mí me da igual; sólo me interesaría como historiador, y en estos momentos ni siquiera eso -respondió Ferdinand con absoluta frialdad.

– ¿Qué cree usted que es el Grial? -le preguntó con voz queda el padre Grillo permaneciendo ajeno a la tensión entre el padre Nevers y el profesor Arnaud.

– No lo sé, eso me lo tendrían que decir ustedes -sentenció Ferdinand-. Como comprenderán, no creo que la copa en la que bebió Jesús en la Última Cena se haya conservado durante veinte siglos. ¿Es que alguno de los apóstoles pensó aquella noche en la posteridad y decidió conservar aquella copa? ¿Y por qué no el plato en que comieron? Es absurdo, y ustedes lo saben. El negocio de las reliquias nunca me ha interesado. Entiendo que hay millones de personas que de buena fe creen que tal o cual hueso es de un santo, o que un trozo de madera es parte de la cruz en que Cristo fue crucificado, o que la copa de la Última Cena se guardó y ha llegado hasta hoy, pero eso son cuentos para niños que estoy seguro que ni ustedes creen. La fe es otra cosa, Dios es otra cosa.

– No le sabíamos teólogo -ironizó el padre Grillo.

– Ni yo les considero a ustedes idiotas; si lo fueran no habrían sobrevivido dos mil años -afirmó Ferdinand.

– Bien, hemos llegado a un punto de reconocimiento -admitió el padre Grillo-. Ahora viene la segunda parte: ¿podría ayudarnos a averiguar qué es exactamente lo que han encontrado en Montségur?

– No hay nada que encontrar, no hay nada que averiguar.

– Para la Iglesia es importante saber a lo que se enfrenta -dijo el padre Nevers.

– Ustedes no se tienen que enfrentar a nada; si acaso a una patraña que no les costará deshacer.

– ¿Podría visitar al conde e intentar averiguarlo? -le pidió directamente el padre Grillo-. Tal vez uno de nosotros podría acompañarle.

– Mis relaciones con el conde son… digamos que tensas, precisamente porque me he mantenido lejos de sus grupos de trabajo; en cuanto a ustedes… en fin, se les nota mucho que son sacerdotes, y no creo que el conde sienta ningún deseo de confesarse, a lo mejor…

– ¿A lo mejor…? -preguntó el padre Grillo.

– No sé; usted -respondió dirigiéndose al joven- no tiene aspecto de cura, puede que le pudiera hacer pasar por uno de mis alumnos.

Ignacio Aguirre dio un respingo al sentir todas las miradas en él, y a su vez pidió auxilio al padre Grillo con la mirada.

– ¡Ah, el joven Aguirre! Es un muchacho capaz, con buenas dotes que podrá desarrollar en la Secretaría de Estado, pero es sólo un ayudante, un escribiente; aún no tiene ni formación ni experiencia. De hecho, le tengo conmigo porque su superior me ha pedido que estos meses de verano permanezca a mi lado haciendo prácticas, pero su futuro está por determinar. Aún no ha finalizado sus estudios.

– Si usted me acompañara al castillo el conde no tardaría ni un segundo en darse cuenta de que es algo más que, pongamos, un estudioso en historia medieval. Se nota demasiado que es un hombre de iglesia, en cuanto al padre Nevers… Creo recordar haber visto alguna foto suya en los periódicos. Por eso se me ha ocurrido lo de este joven. En todo caso puedo ir solo y probar suerte, aunque les insisto en que el conde no está precisamente satisfecho con mi trabajo y no sé cómo me recibirá.

El padre Grillo y el padre Nevers volvieron a intercambiar una de esas miradas con las que parecían entenderse sin necesidad de palabras.

– Mandaremos con usted al joven Aguirre; así se irá fogueando. ¿Cuándo puede ir usted? -quiso saber el padre Grillo.

– Mañana, a lo más tarde pasado. Dentro de diez días me marcho de viaje, voy a ver a mi hijo a Israel, y les aseguro que no voy a interrumpir el viaje por nada ni por nadie.

– No le pedimos tanto, señor Arnaud. Sabemos lo que han sufrido usted y su hijo. Le estaremos agradecidos si puede averiguar algo -respondió el padre Nevers.

– Creo que este joven -sugirió Ferdinand- debería leerse mi libro sobre fray Julián y ponerse al día en lo que se refiere a los cátaros. Si les parece, pasado mañana saldremos para el castillo. Llamaré al conde para anunciarle nuestra visita, espero que no se niegue a recibirnos. ¡Ah! Y lo mejor es que se vista como un estudiante o difícilmente podría pasar por alumno mío.

16

Durante el trayecto en el tren, Ignacio Aguirre le insistió en que le explicara la «verdadera» historia de los cátaros.

– Sé que debería saber más, pero no es mi fuerte -le confesó. Ferdinand se explayó. Pero poco antes de llegar a la estación sacó una carta de David que había encontrado en el buzón antes de partir.

Hace unos días cené en casa de Hamza. Su madre preparó cordero con unas hierbas aromáticas. Es el mejor cordero que he comido nunca. Yo les llevé pan ácimo del que hacemos en el kibbutz y una cesta con fruta de nuestro huerto. Hamza se rió y me dijo que no me tenía que haber molestado en llevarla porque ya se encargaba él de quitárnosla de cuando en cuando. Estuvimos hablando hasta tarde. Ellos creen que les queremos echar de su tierra y me han contado que sus líderes quieren que desconfíen de nosotros. El padre de Hamza cree que al final tendremos que enfrentarnos, pero yo les he dicho que lo podemos evitar, que sólo depende de nosotros. Ayer vino Hamza a cenar conmigo al kibbutz; le recibieron bien, él al principio se muestra siempre tímido, luego, cuando coge confianza, se siente como en su casa. Le sorprende que lo compartamos todo, que comamos todos juntos, que nadie tenga nada y que no haya categorías sociales. Aquí lo mismo vale un ingeniero que un campesino, todos hacemos el mismo trabajo. También le llama la atención que los niños vivan juntos en una casa común cuidados cada día por dos madres mientras las otras trabajan. Le he enseñado todos los rincones del kibbutz y él me ha confesado que a veces cuando estamos distraídos coge algunas manzanas de nuestros árboles. Nos hemos reído por eso, y le ha sorprendido que no me enfade, aunque le he pedido que procure que no le vean. Luego, durante la cena, hemos hablado de lo bueno que hubiera sido que se hubiera podido formar un Estado judeopalestino tal y como propuso en 1937 la Sociedad de Naciones. Pero los líderes árabes lo rechazaron y yo le digo que fue un error porque podríamos formar un Estado como Suiza. En fin, ya no hay vuelta atrás, pero me resisto a que un día Hamza y yo tengamos que estar enfrente el uno del otro porque los políticos así lo decidan.

Ni él ni yo somos tan diferentes a pesar de venir de dos mundos distintos. Por cierto, Hamza dice que se me entiende ya algo cuando hablo en árabe, y la verdad es que él ha aprendido más francés que yo su idioma. Es muy listo, en realidad es mi mejor amigo. Te gustará conocerle. Estoy deseando que vengas, te recibirán con los brazos abiertos, sé que te sorprenderá la vida en el kibbutz, esto sí que es socialismo puro. ¡Ah! Y los padres de Hamza me han dicho que te invitarán a cenar…

La carta continuaba contando más anécdotas de la vida cotidiana en aquel rincón de Israel.

La vida de David no estaba exenta de privaciones y dificultades, pero al menos era feliz, o así lo creía ver Ferdinand en las cartas que tan a menudo recibía.

– ¿Buenas noticias? -preguntó Ignacio Aguirre.

– Es una carta de mi hijo; sí, está bien.

– ¿Se encuentra muy lejos?

– En Palestina. David es judío, su madre era judía. Lo dijo con un tono de desafío en la voz que hizo enrojecer al sacerdote.

– Sabemos lo que ha sufrido -acertó a decir éste.

– ¿Me han investigado? -preguntó Ferdinand con curiosidad.

– ¡Oh, no! Nada de eso, pero cuando empezaron a llegar noticias de lo que pasaba en Montségur y salió su nombre… bueno, me imagino que la nunciatura de París preguntaría quién era usted.

– Ya, de manera que además de leerse mí trabajo sobre fray Julián quisieron saber qué clase de persona era, ¿no?

El sacerdote no respondió directamente a la pregunta. Esbozó una sonrisa mientras ganaba tiempo.

– Tiene usted el reconocimiento de la comunidad universitaria. Y su trabajo sobre fray Julián es muy interesante, parece como si fuera de carne y hueso.

– Es que fue de carne y hueso. Un hombre como usted y como yo, al que las dudas le hicieron enfermar. Quería ser leal a Dios y a su familia, y eso significaba vivir una impostura.

– Él sólo traicionó a Dios; se mantuvo fiel a su familia, a una familia que no le terminaba de aceptar.

– ¿De verdad cree que traicionó a Dios?

– Sí -respondió el sacerdote.

– Yo creo que no lo hizo. Simplemente intentó conciliar dos lealtades, pero nunca dudó de Dios.

– No sabía a qué Dios servir.

– Siempre sirvió al mismo Dios, puesto que sólo hay uno, se le llame como se le llame, se le rece como se le rece, se le perciba como se le perciba. Y nunca renegó de la cruz aunque le asqueaba lo que se hacía en su nombre. ¿A usted no le habría sucedido lo mismo?

Ignacio Aguirre dudó, y se hizo a sí mismo la pregunta. ¿Cómo se habría sentido él? ¿Habría podido soportar el comportamiento fanático de aquellos a quienes tenía por hermanos?

– No se puede juzgar a los hombres fuera del contexto en que han vivido -respondió el sacerdote-. No hay que acercarse a la historia con los ojos de hoy.

– Ahora entiendo por qué, siendo tan joven, trabaja en la Secretaría de Estado.

El sacerdote soltó una carcajada que desconcertó a Ferdinand.

– ¡Pero si no trabajo allí! Ya se lo explicó el padre Grillo: me tienen provisionalmente durante el verano porque mi superior, que es amigo del padre Grillo, le pidió que me diera trabajo para que me fuera fogueando. Hago de todo: archivar, ir a por café, pasar a limpio cartas, traducciones… En realidad el padre Grillo me ha traído porque su secretario está de vacaciones, creo que su madre había enfermado y le han dado permiso para visitarla. De manera que me he encontrado con este regalo. Porque venir a Francia ha sido un regalo.

– Pues habla usted bastante bien francés.

– Soy vasco.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Pues que tengo una tía casada con un francés de Biarritz y he pasado con ella y con mis primos algunos veranos. Dicen que tengo facilidad para los idiomas; mi director asegura que si alguien es capaz de hablar vasco puede hacerlo en cualquier idioma.

– No quiero ser indiscreto, pero ¿cómo un joven como usted ha decidido ser cura?

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