Julián bajó la cabeza avergonzado. Le dolían las entrañas al saberse un bastardo de don Juan de Aínsa.
– ¡Vamos, Julián, no quiero veros abatido!
Tomó asiento y se sirvió una jarra de agua que bebió con avidez sin ofrecerle a Fernando. Éste aguardó en silencio a que su hermano reencontrara el sosiego antes de continuar.
– ¿Habéis estado con don Juan? -preguntó Julián con un hilo de voz.
– Hace muchos meses, de regreso a este país, pude desviarme y pasar por Aínsa para visitar a nuestro padre. Apenas estuve dos días, pero fue suficiente para que nos sinceráramos el uno con el otro. Continúa amando a mi madre tanto como el día que la desposó y le angustia su suerte. Me encomendó que las salvara, a ella y a mi hermana pequeña. Le prometí que haría lo imposible para que abandonara Montségur, aunque ambos sabemos que mi madre no dejará el castillo, que afrontará la muerte mirándola de frente porque no teme a nada ni a nadie, ni siquiera a Dios.
– ¿Don Juan se encontraba bien de salud?
– Está muy enfermo, la gota casi le impide caminar, y sufre de espasmos en el corazón. La mayor de mis hermanas le cuida con devoción. Ya sabéis que doña Marta enviudó y regresó a la casa solariega con sus dos hijos, buscando la protección de nuestro padre.
– Doña Marta siempre fue su hija favorita.
– Es la mayor de todos nosotros y durante un tiempo parecía que iba a ser hija única puesto que mi madre no quedaba encinta. A excepción, claro está, de los otros hijos que tuvo nuestro padre…
– Sí, de sus bastardos. Don Juan amaba a doña María, pero nunca tuvo reparo en tomar a otras mozas.
– Vuestra madre era muy hermosa.
– Sí, debió de serlo, no tuve la dicha de conocerla.
Los dos hombres quedaron en silencio, absortos cada uno en sus pensamientos. El aire frío y el carraspeo de fray Pèire les devolvió a la realidad.
– Excusadme, don Fernando, venía a comprobar que fray Julián se encontraba bien; no sé si se sentirá con fuerzas para cenar con nosotros o prefiere que le traigamos aquí las viandas…
– Si no os importa, desearía quedarme en la tienda -afirmó Julián-. Me siento mal; quizá el sueño me sirva de ayuda.
– Diré al físico que os vuelva a examinar -dijo fray Pèire.
– ¡No! ¡Os lo ruego! No soportaría otra sangría. Un poco de caldo y un trozo de hogaza que mojaré en el vino serán el mejor de los remedios. Estoy muy cansado, fray Pèire…
– Creo que tiene razón -intercedió Fernando-; lo mejor que podemos hacer por mi buen hermano es dejar que descanse. No hay nada con lo que no pueda un sueño reparador.
– A vos, don Fernando, os esperan para compartir la cena con mi señor Hugues des Arcis y el resto de los caballeros.
– No me demoraré más de un minuto, el tiempo que tardéis en traer el caldo y el vino con pan al buen Julián.
Con paso diligente fray Pèire volvió a salir de la tienda, preocupado por la palidez del hermano Julián. Que Dios le perdonara, pero creía haber visto la muerte reflejada en su rostro.
– Siento haberos causado pesar -dijo Fernando cuando de nuevo quedaron a solas.
– No os preocupéis.
– Sí, sí me preocupo porque os aprecio, y os guste o no, somos medio hermanos. Eso no os debería afligir. Sois hijo de un noble señor de la villa de Aínsa.
– Y de una criada de vuestra casa.
– De una joven bella y encantadora que no tuvo otra opción que entregarse a su señor. Ni yo he dictado las reglas, ni estoy de acuerdo con ellas. Pero vos sabéis como yo que los señores tienen hijos fuera del matrimonio. Tuvisteis suerte, porque mi madre
– nunca abandonó a los hijos bastardos, ni tampoco a sus madres. Procuró dar a todos una posición y puso especial empeño en vuestro caso. Os criasteis en nuestro solar familiar, aprendisteis a montar a caballo al tiempo que yo y os hicieron aprender a leer y a escribir, incluso mi madre compró vuestro cargo eclesiástico…
– Pero soy un bastardo.
– Todos somos iguales a los ojos de Dios. El día del Juicio no os preguntarán por el instante ni la circunstancia de vuestro nacimiento, sino por lo que habéis hecho en esta vida.
Julián, aterrado, empezó a toser incesantemente mientras Fernando intentaba en vano hacerle beber agua.
– ¡Tranquilizaos y bebed! Pero ¿qué os sucede?
– El juicio de Dios… iré al Infierno, lo sé.
El fraile temblaba y las lágrimas se le deslizaban por las mejillas. La angustia y el miedo convirtieron al notario de la Inquisiclon en un niño.
– ¡Pero Julián! ¿Cuál es vuestra culpa para que os sintáis así?
– ¡Vuestra madre, ella es la culpable de mi sufrimiento!
– ¡Callaos! ¿Cómo os atrevéis a decir tamaña barbaridad?
Las lágrimas anegaban el rostro del fraile que, en medio de fuertes convulsiones, se tumbó en el austero catre donde dormía. Fernando no sabía qué hacer. Le apenaba ver en ese estado a Julián, al que siempre había querido y protegido, y al que prefería al resto de sus hermanos.
– Es una suerte que haya venido con nosotros el caballero Armand. Es un buen físico y en Oriente ha aumentado sus conocimientos. Le pediré que os visite y os dé un remedio para el mal que os aqueja. Ahora tengo que partir; mañana os vendrá a ver.
Fernando salió de la tienda confundido por su sufrimiento. Le preocupaba, más que el padecimiento físico de su hermano, el saberle con el alma desgarrada.
Julián se quedó un buen rato encogido en el catre. Ni siquiera se movió cuando fray Pèire le llevó el caldo, el pan y el vino. Prefirió hacerse el dormido para no tener que afrontar otra conversación sobre su calamitoso estado de salud. Cuando dejó de escuchar los pasos de fray Pèire se incorporó para mojar la hogaza de pan en el vino de sabor áspero que algunas veces lograba levantarle el ánimo. Bebió de golpe el caldo y volvió a tenderse a esperar que se apagaran los ruidos del campamento para acudir a la cita con doña María. El campesino que le entregó la misiva de la señora le esperaría a las afueras del campamento para conducirle a través de los riscos hasta el lugar donde solía citarle ella.
No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando escuchó un ruido cerca de su tienda. Se incorporó sobresaltado, consciente de que se había quedado dormido. A duras penas logró levantarse y servirse una jarra de agua, que bebió con apremio. Luego se enjuagó la cara y, colocándose los hábitos arrugados, salió con sigilo de la tienda sintiendo que los latidos de su corazón podían despertar al campamento que en ese momento estaba tranquilo, alumbrado por el fuego de las hogueras que intentaban aliviar el frío intenso de aquella noche de invierno.
Se escabulló del campamento con paso rápido y caminó hacia el bosque, seguro de que en cualquier momento aparecería el enviado de doña María.
– Os habéis retrasado -le reprochó el campesino que salió a su encuentro como si de un espectro se tratara. Era un cabrero que conocía bien los senderos de la montaña.
– No he podido venir antes.
– Os habéis dormido -replicó el hombre, malhumorado.
– No, no me he dormido, sólo que no puedo salir del campamento a mi antojo.
– Pues otros lo hacen.
– ¡Vaya, esto sí que es una sorpresa!
– ¿Os sorprende que entre los soldados reclutados a la fuerza haya quienes tengan parientes ahí arriba?
Julián calló. De manera que Fernando tenía razón: había quienes entraban y salían de Montségur como de sus propias casas.
– ¿Dónde me espera la señora?
– Vos seguidme, tanto os da el lugar.
Caminaron cerca de una hora entre aquellos riscos formados de bloques calcáreos que terminaban en la gran roca donde, desafiante para el ojo humano, se aposentaba el castillo de Montségur.
El campesino se detuvo junto a unos árboles que se encaramaban por uno de los riscos. Apenas había recuperado el resuello cuando se encontró frente a frente con doña María.
– Julián, hijo, cuánto me alegra verte!
– Mi señora…
– Ven, siéntate a mi lado, no tenemos mucho tiempo y debemos aprovecharlo. Quiero que me cuentes cómo están las cosas ahí abajo. Nuestros espías dicen que Hugues des Arcis cuenta con diez mil hombres. Espero que el conde de Tolosa no se arredre ante esa fuerza y cumpla sus compromisos para con esta tierra. No se trata sólo de fe, sino de poder.
– ¿Qué decís, señora?
– Si Hugues des Arcis conquista Montségur, se acabó la libertad de nuestra tierra. El rey quiere esas tierras porque, sin ellas, su reino no es nada. ¿Crees que le importan los cátaros? No, hijo, no te equivoques, aquí no se lucha por Dios, sino por el poder. Quieren nuestro país para la Corona.
– ¡Pero el Papa quiere erradicar la herejía!
– El Papa sí, pero al rey de Francia tanto le da.
– ¡Señora, decís unas cosas…!
– Bueno, no te cansaré con mis ideas, prefiero escucharte, o mejor: que respondas a mis preguntas.
Durante una hora doña María interrogó a Julián; no hubo detalle sobre las fuerzas de Hugues des Arcis sobre el que no preguntara.
– ¿Y tú, Julián? ¿Continúas siendo un credente ?
– ¡Qué sé yo! Estoy confundido, señora, ya no sé ni quién es Dios.
– Pero ¿cómo es posible que digas eso? ¿Me habré equivocado contigo? Siempre te creí inteligente, por eso quise que estudiaras y te hicieras dominico…
– ¡Pero si lo único que queréis es que traicione a mis hermanos!
– Lo que quiero es que sirvas al Dios verdadero, y no al demonio a quien tienes por Dios.
Julián se santiguó, espantado. Doña María le atormentaba con sus ideas heréticas y le hacía dudar. Aún recordaba el día en que le llamó para decirle que había encontrado al verdadero Dios y que a partir de ese momento él también debía servirle. Le explicó que el mundo lo había creado una divinidad inferior, un demonio que había encarcelado a los ángeles auténticos, y que estos ángeles eran las almas humanas que sólo se liberarían con la muerte. El cuerpo, le dijo, era una prisión, el peor de los calabozos. Dios nada tenía que ver con la terra oblivionis . Él era el artífice del espíritu, no de la realidad material. Coexistían dos creaciones, la mala y la buena, la terrenal y la espiritual. Los perfectos , añadió, nos ayudan a encontrar el camino para huir de la prisión y para que nuestra alma se encuentre en el cielo con esa parte de nuestro espíritu que nos hará volver a ser un todo.
– He visto a don Fernando.