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– ¿Y qué es lo justo, conde? -inquirió el profesor Arnaud con curiosidad.

El conde d'Amis no respondió. Miró al reloj y, de nuevo, apareció el sirviente como si pudiera intuir a través de las paredes los deseos de su señor.

– Es la hora de acompañar al profesor Arnaud a la estación.

– El coche le espera en la puerta, señor -anunció el criado.

– Bien, profesor, le veré el próximo lunes a las tres en su despacho -dijo el conde a modo de despedida.

El abogado inclinó la cabeza con un gesto que al profesor le pareció que era un remedo de reverencia. «Son unos tipos estrafalarios», pensó Ferdinand Arnaud, pero no dijo nada.

Los periódicos no podían traer noticias más alarmantes. 1938 llegaba a su fin y estaba resultando ser una pesadilla para la economía europea. Y, por si fuera poco, en Alemania el loco de Adolf Hitler encandilaba a las masas con un discurso que a Arnaud le producía escalofríos.

El profesor, como tantos otros franceses, creía que Hitler engañaba al presidente Daladier asegurándole que no tenía ningún afán expansionista ni de guerra. Y sus compatriotas se engañaban a su vez creyendo que estaban seguros tras la línea Maginot. Se consolaba pensando que el tiempo pondría las cosas en su sitio y los jóvenes se darían cuenta de que el miedo al futuro no se puede combatir con represión, o echando la culpa a los extranjeros.

– Tienes mala cara. Supongo que es el sueño el que te vuelve maleducado. Es la segunda vez que pasas por mi lado sin saludarme.

Ferdinand sonrió a la mujer que le hablaba. Acababa de entrar en la sala de profesores sin darse cuenta de que Martine Dupont estaba allí fumando un cigarrillo. Martine, también profesora de Historia Medieval, era una docente rigurosa y competente, cuyo único problema era su belleza, incluso ahora que había pasado de los cuarenta. Ser guapa le había producido más de un disgusto. Tuvo que estudiar más que nadie para demostrar hasta el hartazgo que su cerebro superaba a su físico. También había tenido que poner a algunos de sus colegas en su sitio dejándoles claro que no era una presa fácil, había hecho de su soltería una seña de identidad: nada le importaba, excepto su carrera, a la que le dedicaba toda su energía.

Martine estimaba especialmente a Ferdinand porque éste jamás había manifestado el menor interés por ella, lo que suponía un alivio.

– Perdona, tienes razón, tengo sueño. Llegué muy tarde a casa y los años pesan; desde que cumplí los cincuenta no soy el mismo. Mi mujer y mi hijo me dicen que me he vuelto un gruñón, pero lo peor es que si no duermo ocho horas, no soy yo mismo.

Martine sonrió comprensiva.

– No puedes imaginar dónde estuve -continuó Ferdinand.

– Tratándose de ti, seguro que no acierto.

– Hace una semana me llamó un colega de la Universidad de Toulouse pidiéndome que me desplazara a un château cerca de Carcasona para examinar unos documentos de un amigo. Me lo pidió como un favor especial y no tuve más remedio que acceder. Y me alegro de haber ido.

– ¿Has encontrado un tesoro?

– Sí, creo que sí. Un documento maravilloso: nada menos que una crónica escrita por un notario de la Inquisición que hacía de espía de los cátaros.

Martine frunció el ceño. Al igual que Ferdinand, aborrecía que cuanto tenía que ver con los cátaros estuviera adquiriendo una pátina de esoterismo e irrealidad.

– Es una historia preciosa, te lo aseguro. Una dama cátara que le pide a un hijo bastardo de su marido, que es dominico, que deje escrito para la posteridad la persecución de que fueron objeto los Buenos Cristianos.

– ¡Pero qué cosas tan extrañas estás diciendo! -protestó Martine.

– Ya lo leerás; así contado, parece algo fantástico, pero no lo es. Quiero que eches un vistazo a esos pergaminos y que me des tu opinión.

– ¿Dónde están esos pergaminos?

– El conde me los traerá el lunes.

– Así que te tratas con un conde… -rió Martine.

– Sí, el propietario de ese tesoro es un conde. Y un conde muy raro, lo mismo que su abogado. Yo diría que son dos… bueno, me preguntaron por Roche y Magret…

– ¡Dios, qué horror! Esos dos son pura bazofia. ¿Estás seguro de que esos pergaminos son auténticos?

– Lo estoy, ya los verás. Tendré que convencerles de que me dejen publicarlos, y no será fácil.

– ¿Por qué?

– Si estás el lunes, te presentaré al conde y comprenderás por qué.

2

Ferdinand Arnaud pasó el fin de semana buscando en sus libros algo que le pudiera dar alguna pista sobre el extraordinario documento del conde d'Amis.

No encontró nada, salvo lo que ya sabía: las actas de los interrogatorios de los pobres diablos de Montségur se debían al celo de fray Ferrer. Ahora Ferdinand sabía algo más: que uno de los notarios, uno de los escribanos, había sido un fraile atormentado que repartía su fidelidad entre el Dios católico y el Dios de los cátaros.

No le costaba imaginarse a fray Julián. Le suponía inteligente ya que había sido capaz de sobrevivir navegando entre dos orillas peligrosas, e incluso creía saber de él que tenía algo del caballero que no pudo ser por razón de nacimiento. Pero si fray Julián le parecía un personaje apasionante, lleno de contradicciones y matices, doña María se le antojaba una mujer espléndida. Dura, correosa y de armas tomar.

Pensó que le hubiera gustado conocer a ambos.

Lo que ya no tenía tan claro era lo que el conde d' Amis quería hacer con los pergaminos, aunque intuía que podía estar mezclado con alguna de esas sociedades secretas que clamaban por el resurgir de un país cátaro inexistente.

El lunes a las tres en punto un ujier le anunció la visita del conde d'Amis. Le había pedido a Martine que estuviera unos minutos con él en el despacho para presentarle al conde.

Su primera sorpresa fue verle llegar con su abogado, el señor Saint-Martin. Los dos hombres saludaron con sequedad a Martine, y ésta, incómoda, se marchó de inmediato del despacho.

– La profesora Dupont es una de las mejores medievalistas de Francia -dijo Ferdinand con voz seca.

– Si hubiéramos querido tratar con ella no estaríamos aquí -respondió con acritud el abogado.

Ferdinand les invitó a sentarse y a continuación les explicó los trámites que seguiría para autentificar los pergaminos, además de asegurarles que en el rectorado les darían un recibo acreditativo de la entrega de los documentos con el compromiso de la universidad de que éstos serían tratados con absoluta confidencialidad y sin que sufrieran daño alguno.

El abogado Saint-Martin estudió los papeles y los términos del acuerdo, antes de indicar al conde d'Amis que todo estaba en orden.

– Ahora, señor conde, quisiera saber qué quiere hacer usted con estos pergaminos. Son una joya y merecen ser conocidos. Es el mejor relato de lo que sucedió en Montségur. En distintos archivos están los testimonios recogidos por la Inquisición, pero el relato de un acontecimiento vivido a caballo entre ambas partes tiene un valor extraordinario. No le oculto que me gustaría publicar un trabajo sobre estos pergaminos. La universidad correría con los gastos de su publicación. Si usted aceptara, tendría que pedirle que me dejara consultar otros documentos familiares…

Los dos hombres se miraron mientras escuchaban al profesor Arnaud. Luego, como si lo hubiesen ensayado de antemano, el conde tomó la palabra.

– Mi querido profesor, vayamos por partes. Para mí lo más urgente es que usted me asegure su autenticidad; después ya hablaremos de lo que se puede hacer en el futuro.

Ferdinand no insistió. Se daba cuenta de que los dos hombres tenían un plan del que no pensaban moverse ni un milímetro. Tendría que esperar mejor ocasión.

– De acuerdo. Se hará como dicen. Ya hablaremos más adelante.

– ¿Cuándo tendrá una respuesta? -preguntó el conde.

– Llámeme en tres o cuatro días…

– ¿No puede ser más preciso? -quiso saber el abogado.

– Le aseguro que tengo el máximo interés en estos pergaminos, pero las autentificaciones llevan un proceso que ni puedo, ni quiero, ni debo saltarme.

– Para la Iglesia será un golpe fatal -sentenció el conde d' Amis.

– ¿Para la Iglesia? ¿Por qué? Estos documentos tienen un valor histórico, pero no cambian los hechos.

– Pero uno de los suyos les traicionó -insistió el conde.

– Uno de los suyos se vio envuelto en un conflicto tremendamente humano, nada más; tampoco eso cambia la historia. Le aseguro que a la Iglesia estos documentos no le van a afectar.

– ¿Es usted católico? -le preguntó directamente el abogado Saint-Martin.

– Ésa es una pregunta personal que no tengo por qué responder, señor. Pero sí le diré que soy historiador y que si he conseguido el respeto de mis colegas es por mi trabajo, en el que nunca intervienen mis convicciones personales sean éstas las que sean. Yo investigo el pasado, no lo reescribo de acuerdo con lo que yo pienso. Pero sí le digo que si tiene usted algún contencioso con la Iglesia, busque otra cosa como arma. Estos pergaminos le resultarán indiferentes. Tienen un valor histórico, no político. No cambian la historia ni una coma.

– Esperaremos su llamada -dijo el conde al tiempo que se levantaba.

Ferdinand acompañó al conde y su abogado a hacer los trámites para quedarse con la custodia temporal de los documentos. Luego se despidió de ellos en la puerta de la universidad.

Cuando se quedó solo, Ferdinand pensó que aquellos tipos eran muy extraños. Su pretensión de causar un conflicto a la Iglesia por esos pergaminos era de una ingenuidad rayana en la estupidez.

Fue a buscar a Martine, que se hallaba en la sala de profesores, y nada más entrar Ferdinand percibió la tensión. Martine discutía acaloradamente con otros dos profesores.

– ¿Ha estallado la guerra? -preguntó Ferdinand para intentar rebajar la tensión ambiental.

– No te hagas el gracioso, la situación no está para bromas -respondió el profesor Cernay, un cincuentón, como Ferdinand.

– Pero ¿qué os pasa?

– Me niego a creer que ese loco de Hitler vaya a contagiar a Francia con sus ideas xenófobas -respondió Martine.

– Y yo le digo que no sea ingenua -añadió el profesor Cernay.

– Martine se empeña en idealizar los valores republicanos. Le resulta imposible admitir que la nación que hizo la Revolución sea capaz de dejarse llevar por los más bajos instintos, como si la Revolución no hubiera dejado también sueltos esos bajos instintos -terció el profesor Jean Thierry.

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