Raymond de la Pallisière lloraba de rabia. Acababa de hablar con Salim al-Bashir y ya no cabían dudas: la operación había fracasado. Los pedazos de la Vera Cruz continuaban intactos en Roma, Jerusalén y Santo Toribio. Decenas de personas habían muerto y se contaba un centenar de heridos en Jerusalén y Estambul, pero no habían logrado su propósito.
El jefe del Círculo sospechaba que lo de Estambul no era simplemente una explosión de gas y Raymond sabía que si descubría que él había organizado un atentado contra las reliquias del Profeta le mandaría matar.
En cuanto al comando enviado a Santo Toribio, Bashir intuía que había sucedido algo. La televisión y la radio no informaban de que en aquel rincón del norte de España hubiera acontecido nada especial, pero era evidente que algo había ocurrido, puesto que Santo Toribio seguía en pie.
Bashir no había querido llamar a Omar, prefería esperar. Ya le llamaría el jefe del Círculo en España; si no lo hacía era porque le habían detenido o porque sucedía algo de gravedad.
– No sé qué es lo que ha fallado, pero lo averiguaré -prometió Bashir.
– He gastado mucho dinero -le reprochó Raymond.
– Lo sé.
– Tiene que darme una explicación; esto no puede quedar de esta manera.
– Tendrá su explicación cuando averigüe lo que ha pasado. Hasta entonces tendrá que conformarse con esperar.
– ¡Quiero resultados! -gritó Raymond.
– ¡Está loco! Ahora lo único que podemos hacer es quedarnos quietos, ¿pretende que nos detengan a todos? Supongo que me estará llamando por una línea segura…
– Estoy utilizando una tarjeta de móvil nueva.
– Debemos tener cuidado, puede que alguien nos haya traicionado, mis hombres estaban preparados…
En la cabeza de Raymond retumbaban las palabras de Salím al-Bashir: «Puede que alguien nos haya traicionado…». Pero ¿quién? Nadie sabía detalles del plan; los miembros del consejo de Memoria Cátara ignoraban todos los detalles, y llevaban toda la mañana llamándole alarmados por lo que veían en la televisión.
Sonó uno de sus móviles y lo cogió de inmediato. La voz profunda del Facilitador le sobrecogió.
– Conde, ¿dónde está su hija?
A Raymond le sorprendió la pregunta. ¿Por qué quería saber dónde estaba Catherine?
– ¿Por qué me pregunta por mi hija?
– Es una muchacha muy especial, tiene el don de la ubicuidad.
– ¿Qué quiere decir?
– Que lleva tres semanas en California, en casa de una amiga, pintora de cierto éxito. Su hija se está recuperando de la depresión causada por el fallecimiento de su madre. Pero, como es una muchacha muy especial, al mismo tiempo está ahí con usted, visitando los lugares donde vivió su madre.
– ¿Qué está diciendo? -Raymond sentía que apenas podía respirar.
– Le dije que tuviera cuidado con las ventanas. Nos ha expuesto a todos, es usted un estúpido. Suya es la responsabilidad de todo este fiasco. A su amigo Bashir no le gustará saber que les han burlado por su descuido, por comportarse como un pobre viejo sentimental. Bashir ha perdido hombres valiosos, y en el Círculo no perdonan los errores. Y usted, conde, ha cometido el peor de todos.
– Ahora mismo hablaré con Catherine…
– No sea ridículo. ¿Qué le va a decir? ¿Cree que le contará para quién trabaja? Uno tiene que saber cuándo ha llegado al final y usted, conde, ha llegado al suyo. Buenas tardes.
El conde d'Amis se sirvió una copa de calvados y la bebió de un trago. Luego se sentó unos segundos para poner sus pensamientos en orden. No tenía ninguna opción. Ninguna.
Se levantó y se sentó detrás de su mesa de despacho y tocó el timbre para que acudiera Edward. El mayordomo no tardó ni dos minutos en llamar a la puerta.
– Edward, avise a mi hija de que quiero hablar con ella.
La vio entrar sonriéndole, despreocupada. No, no se parecía a Nancy ni tampoco a él, pero era alegre y bella y los días que habían pasado juntos habían sido un regalo.
– ¿Querías verme? Estaba en mi cuarto releyendo la Crónica de fray Julián ; al final he terminado obsesionándome con ella casi tanto como tú -le dijo mientras se sentaba enfrente de él.
Le sonrió, luego abrió el primer cajón de la mesa y sacó un revólver. Catherine le miró asombrada cuando él le apuntó, pero no le dio tiempo a defenderse. Le disparó a bocajarro a la cabeza. La muchacha cayó al suelo con el rostro velado por la sangre.
Raymond la vio desplomarse mientras las lágrimas le nublaban los ojos. Luego se colocó el revólver en la boca y disparó.
Alarmado por los disparos, Edward entró en el despacho y su grito desgarrador se escuchó en todo el castillo.
Hans Wein escuchaba en silencio a Lorenzo Panetta. El director del Centro Antiterrorista a duras penas ocultaba su indignación.
Wein había citado a todo su equipo en el Centro para analizar lo sucedido y lo último que esperaba escuchar era la revelación de Panetta.
El subdirector del Centro estaba visiblemente afectado. La noche del Viernes Santo había sufrido una crisis de ansiedad que al principio confundió con un infarto.
Había pasado todo el viernes esperando que de un momento a otro el Círculo cometiera un atentado en Roma. Pero no había sucedido. La policía había revisado la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén de arriba abajo, pero no encontraron nada sospechoso. El padre Aguirre insistía en que, si había atentado, sería allí.
Panetta no dejaba de preguntarse qué había sucedido, por qué el Círculo había desistido. Acaso el fracaso del atentado de Santo Toribio les había hecho esconderse en sus madrigueras.
Pero lo peor fue cuando recibió la llamada del delegado del Centro Antiterrorista de París, que informaba del suicidio del conde d'Amis y del asesinato de su hija. Panetta lanzó un grito profundo que asustó a cuantos estaban a su alrededor. Comenzó a sudar, el pulso se le aceleró y notó que el aire no le llegaba a los pulmones. Le llevaron a la Clínica Gemelli y allí, después de revisarle de arriba abajo y hacerle varias pruebas, el médico de guardia diagnosticó una crisis de ansiedad provocada por el estrés. Pero él sabía lo que le sucedía: que el dolor de su conciencia le resultaba insoportable. Era responsable de una muerte: la de la joven Mireille Béziers.
A primera hora de la mañana del lunes había cogido el avión con destino a Bruselas a pesar de que Hans Wein le había conminado a quedarse en Roma y descansar. Panetta sabía que debía explicarse ante su jefe, porque de otra manera aquel caso jamás quedaría cerrado. Y allí estaba, en la sede del Centro Antiterrorista en Bruselas, haciendo la confesión más difícil de su vida ante un atónito e iracundo Hans Wein.
– Le pedí a Mireille que se infiltrara en el castillo. Ella dudó, pero luego me dijo que sí. Yo sabía que quería demostrar su valía porque se sentía injustamente tratada por el departamento y también porque a pesar de los riesgos, era inteligente y capaz. Se me ocurrió que suplantara a la hija del conde. Éste no la conocía, no la había visto en su vida. Matthew Lucas consiguió una información exhaustiva de Catherine de la Pallisière y Mireille se empapó de aquella información hasta ser capaz de hacerse pasar por la hija del conde. Tuvo éxito, le engañó. Gracias a ella supimos lo de los atentados y el lugar donde iban a producirse: en Jerusalén, en Santo Toribio, en Estambul y en Roma. Se jugó la vida por salvar la vida de inocentes, por impedir que Raymond y el Círculo derramaran sangre inocente. Nunca pensé que la pudiera descubrir… Yo… lo siento, sé que soy culpable de su muerte.
– Lo eres. No tenías derecho a organizar una operación de infiltración sin mi permiso y ocultármelo todo este tiempo, haciéndome creer que tu fuente era un criado del castillo. La pusiste en peligro y la han matado. Sí, eres responsable de lo sucedido.
– Sin Mireille no habríamos evitado los atentados -afirmó Panetta-. Fue ella la que me llamó para avisarme de los lugares elegidos por el conde para los atentados. Jamás habríamos logrado hacer nada sin su información. Fue la última vez que hablé con ella, ya no se puso más en contacto conmigo. Mireille ha salvado muchas vidas.
– Puede ser, eso ya nunca lo sabremos.
– ¡Vamos, Wein, yo puedo ser un miserable por haber arriesgado la vida de Mireille, pero no lo seas tú queriendo quitar valor a su sacrificio!
En ese momento entró en el despacho Matthew Lucas con los ojos enrojecidos por el cansancio. Llevaba tres días sin apenas dormir. La noticia de la muerte de Mireille le había conmocionado.
– Tú también me engañaste, Matthew -le reprochó Hans Wein.
– Sí. Nunca me gustó Mireille, pero creí que la idea de Lorenzo de infiltrarla era una posibilidad que no debíamos desperdiciar, pero a la que usted se opondría. Puede pedir a mi agencia que me releven como enlace con el Centro Antiterrorista; entiendo que debe ser así, se ha quebrado la confianza entre usted y yo -afirmó con aplomo Matthew Lucas.
– Lo haré, no dudes que lo haré. En cuanto a ti, Lorenzo… creo que es una buena idea que regreses a Roma ahora que vas a ser abuelo. Ya no confío en ti.
– Lo entiendo, Hans, no te lo reprocho.
– No, no puedes reprochármelo. Bien, recapitulemos, pero ¿dónde demonios están Laura White y Andrea Villasante? He pedido que las convoquen a la reunión…
Diana Parker, la asistente de Andrea Villasante, entró en ese momento en el despacho con el rostro desencajado. Los tres hombres se quedaron mirándola expectantes, sin saber qué pensar.
– ¡Es horrible! ¡Horrible! -decía Diana entre sollozos.
– Pero ¿qué sucede? -exclamó Hans Wein-. ¡Haga el favor de hablar!
Una secretaria entró también en el despacho y tras ella la mayoría de los miembros de la oficina. Todos estaban conmocionados. Por fin Diana Parker fue capaz de hablar.
– ¡Están muertas! ¡Dios mío, qué horror!
Dos minutos más tarde un inspector de la policía de Bruselas pedía permiso para hablar con Hans Wein.
– Los cuerpos de la señora Laura White y la señora Andrea Villasante han sido encontrados está mañana por una mujer que había sacado a su perro a pasear. La mujer que las encontró paseaba por el parque con el perro y éste comenzó a tirar de ella llevándola hasta donde estaban los cadáveres. El forense dice que la muerte debió de ser alrededor de las ocho de la noche. Se han encontrado dos bolsas con los efectos personales de ambas mujeres; al parecer regresaban de jugar a squash.