– Vete a casa -le dijo su mujer-.Y llévate a Andrés, que ya recogeremos mañana.
Benito Buroy salió al porche detrás de Leonor Dot. Aunque no le apetecía estar a solas con ella, deseaba aquel encuentro por algún motivo que no alcanzaba a explicarse. Buroy era consciente de que no había logrado engañarla, pero por eso mismo se sentía bien en su compañía. No necesitaba ocultar nada, ni fingir ninguna integridad, ni, por el contrario, aparentar ser un hombre desprovisto por completo de escrúpulos. Podía comportarse como realmente era y decir lo que pensaba, por mucho que fuera incapaz de hacerlo.
Leonor Dot le daba la espalda, vuelta hacia el mar. Su voz sonó extrañamente afable.
– Usted vino aquí a matar a alguien, ¿no es cierto?
Benito Buroy no se molestó en responder. Permanecer en silencio le hizo sentirse en paz consigo mismo, como si de aquella forma tan sencilla estuviera dejando de ocultarse.
– Es horrible lo que le han hecho a Camila -continuó Leonor Dot-. Cuando supe quiénes eran esos hombres, yo también habría dado lo que me pidieran por verlos muertos a ellos. Pero;de qué habría servido?
Se volvió hacia Benito Buroy. Él le sostuvo la mirada, no le costó hacerlo. Leonor Dot no parecía reprocharle nada.
– Mi hija es lo único que tengo. No espero más de la vida, ella me basta. Y estoy segura de que estaría de acuerdo con lo que voy a decirle.
Poco después, Benito Buroy entraba de nuevo en la casa y se detenía unos instantes a los pies de la cama de Camila. Felisa García, sentada junto a la niña, lo miró con cara de pocos amigos.
– Me voy -dijo él-. Feliz cumpleaños.
Había emprendido ya el descenso a la plaza cuando lo detuvo una voz. Leonor Dot se le acercaba en la oscuridad. Cuando le habló, Benito Buroy notó su aliento cálido en la cara.
– Diremos a Camila que ese piloto huyó disfrazado de pescador. No nos creerá, pero se quedará más tranquila. Todos queremos que nos engañen.
Benito Buroy asintió en silencio y esperó a que la mujer volviera a entrar en la casa. Luego retomó el camino. Pero, tras dar unos pasos, al verse solo y comprobar que nadie le seguía, se detuvo y desvió la mirada hacia lo alto. El cielo estaba abarrotado de estrellas. La brisa cuajada de olores le estremecía la espalda con lametazos gélidos, pero él agradecía aquella frialdad. Le despejaba las ideas. Nunca, hasta aquella noche, habría podido sospechar que el mal, en manos de una mujer, pudiera servir para hacer el mundo un poco mejor.
El capitán Constantino Martínez recibió a Benito Buroy murmurando por lo bajo. Había puesto la máquina de escribir sobre la mesa y tecleaba trabajosamente con los dedos índices. Al hacerlo, hundía las clavijas con tanta fuerza que los tipos golpeaban el papel con chasquido de látigo. Muchos de ellos, por causa del impacto y del enquilosamiento de la máquina, se quedaban atascados en el momento de plasmar la letra. El militar, maldiciendo, los obligaba a retroceder y se manchaba de tinta las yemas de los dedos.
Benito Buroy tomó asiento delante de él, recuperando la posición que tenia antes de que reclamaran su presencia en la fiesta. Por un momento se le extravió la mirada. A espaldas del capitán, al otro lado de la ventana, las brasas del atardecer teñían de rojo la higuera.
– ¿Ha hablado con Palma? -preguntó Buroy cruzando los dedos.
– ¡Estoy ocupado! ¿No lo ve? -saltó el militar-. Tengo que redactar el informe para enviarlo a Capitanía, y ya es muy tarde. Llamaré mañana a primera hora.
Benito Buroy dejó escapar un suspiro de alivio. Cruzó las piernas y encendió un cigarro. Debía evitar apresurarse. Había llegado el momento de desplegar toda su capacidad de persuasión, pero no era él una persona a la que le gustara andarse con rodeos. Pensó que decir la verdad podía ser más efectivo que dejar volar la imaginación. Lo único importante era convencer al capitán, llevar adelante la propuesta de Leonor Dot. En aquel momento, y no sólo porque a él también le beneficiaba, habría hecho cualquier cosa por conseguir que aquella mujer se saliera con la suya.
El militar, ajeno al largo silencio de su visitante, continuaba absorto en el castigo sistemático de la máquina de escribir. Benito Buroy optó por embestir sin contemplaciones. Reclinó un momento la cabeza, cerró los ojos y se masajeó las sienes. Luego, adoptando una pose relajada y con el mismo tono de voz con que comentaría el estado del tiempo, dijo:
– Tire ese informe. Tendrá que redactar otro.
El capitán Constantino Martínez alzó la mirada hacia él. Se había quedado con los índices en alto como si fuera a clavar unas banderillas.
– ¿Qué dice usted?
Benito Buroy estaba obligado a jugarse el todo por el todo. Tragó saliva, pero reaccionó de inmediato. Pasó un brazo por el respaldo de la silla para adoptar una postura más distendida, y esbozó una media sonrisa como preámbulo de sus palabras.
– Lo que le voy a contar no puede saberse. Sin embargo, sé que usted es un buen militar y un hombre de honor… Mar-kus Vogel pertenece a la Abwehr, el servicio de inteligencia militar alemán. Durante un tiempo trabajó también para nosotros, pero es probable que lo hiciera además para los ingleses. Eso se sospecha. Como comprenderá, estamos todos muy interesados en controlar el estrecho de Gibraltar, y parece ser que él sacó un buen provecho. A mí me enviaron aquí para hacerlo desaparecer. Debía conseguir su liberación o matarlo, según se dieran las circunstancias.
El capitán Constantino Martínez había bajado las manos hasta posarlas sobre la mesa y le miraba con los ojos como platos. Benito Buroy pensó que por el momento iba bien encaminado.
– La causa de que haya demorado tanto mi partida -prosiguió- ha sido el férreo control que mantiene usted sobre la isla. Si le he de ser sincero, y sin ánimo de ofenderle, le he de confesar que no lo esperaba…
El militar alzó un hombro en señal de humildad y buscó el paquete de cigarros. A aquellas alturas, Benito Buroy ya no necesitaba hacer ningún esfuerzo para mostrarse relajado.
– El caso es que, ante la imposibilidad de sacar a ese hombre de aquí, había decidido acabar con su vida. Fue entonces cuando ese aviador cayó en nuestras aguas y las cosas se complicaron tanto para usted como para mí. Aun asi, creo que no debemos preocuparnos. Tengo la solución que nos pondrá a salvo a los dos… Siempre que usted la acepte, naturalmente. Yo estoy a sus órdenes.
El capitán agitó una mano con impaciencia.
– Bueno, bueno… ¿Qué solución es ésa? -preguntó-. A mí no se me ocurre ninguna.
Benito Buroy tomó aire pero no se demoró en la respuesta. Había llegado el gran momento.
– Usted dirá en su informe que Markus Vogel murió por disparos de un desconocido. Sacaremos a ese espía de Cabrera bajo la identidad del piloto, y una vez fuera de aquí ya serán ellos, los alemanes, quienes deban espabilarse. Usted y yo estaremos fuera de este asunto.
Un espeso silencio se adueñó del despacho. Benito Buroy consideró que no debía añadir nada más hasta que el otro hubiera reflexionado, cosa que sin duda estaba haciendo el capitán Constantino Martínez, pues comenzó a gruñir, se puso en pie y cruzó un par de veces h habitación retorciéndose los dedos de las manos.
– Pero, si todo esto se descubre…-titubeó, deteniéndose por fin junto a la puerta.
En aquel momento supo Buroy que había conseguido su objetivo.
– No hay nadie interesado en contar la verdad -apuntilló-.Aquí todos callarán, para ellos Markus Vogel es un amigo. En cuanto a él, se dejará repatriar y desaparecerá en cuanto pise territorio alemán. Es lo que haríamos usted o yo de estar en su lugar, ¿no cree? Por lo que se refiere a nuestros mandos, se contentarán con nuestras explicaciones. Les habremos sacado de encima un problema y eso es lo que esperan de nosotros… Hasta es probable que, tomando en cuenta su probada eficacia, no tarden en reconsiderar su destino.
El capitán dudó todavía unos instantes. El reglamento le martillaba la cabeza con la constancia de una migraña. Pero, al fin y al cabo, era un hombre como los demás y deseaba salvarse.
– ¡ Soldado! -gritó.
Se abrió la puerta y asomó la cabeza del centinela.
– A sus órdenes.
– Tráigame al prisionero alemán… Y mande aviso al campamento para que hagan venir al barbero… Y desnude el cadáver. Su uniforme queda intervenido por las autoridades españolas. Lo quiero encima de mi mesa antes de cinco minutos.
Felisa García había visto amanecer por la ventana de la cocina. A aquellas horas ya tenía todo preparado para poner en marcha la cantina y se encontraba sentada a la mesa trabajando en sus ejercicios de escritura. Copiaba unos párrafos de un libro que días atrás le prestara Leonor Dot. En ellos se hablaba de otra mañana que comenzaba en un lugar muy lejano, la ciudad de París: «Las tiendas se abrían con el bostezo ruidoso de las puertas metálicas -escribía Felisa con la punta de la lengua entre los dientes-. La leche subía a todos los pisos y el pan tierno calentaba la mañana. Era la hora más sanguinolenta de las carnicerías». Aquella frase le provocó un escalofrío. Alzó la mirada hacia la foto del papa Pío XII, pero lo que vio fueron los mostradores de mármol donde caían las reses despellejadas, y las manos ateridas que alzaban sobre ellas grandes cuchillos, y al otro lado de los cristales las calles que comenzaban a llenarse de gente, multitud de personas somnolientas que se apresuraban bajo una lluvia muy fina. Todo aquello hizo que Felisa García se sintiera un poco mareada por lo grande y ruidoso que era el mundo, y muy a gusto en aquel rincón donde había nacido y en el que un buen día la encontrarían plácida, confortablemente muerta.
Supo que eran las ocho porque oyó el camión que llegaba del campamento con el relevo de la guardia. Los soldados que habían pasado la noche en la Comandancia no tardarían en aparecer por allí, ojerosos y entumecidos, en busca de un tazón de achicoria caliente. Felisa García cerró el cuaderno, dejó el lápiz sobre la mesa y salió al bar. Se situó tras la barra ocupando el puesto de Paco, que todavía no se había levantado. Aquella mañana no iba a obligarlo a salir de la cama. La noche anterior, mientras lo oía roncar agotado por la fiesta de Camila, había decidido la cantinera que al fin y al cabo su marido no era un mal hombre, que el único problema que tenía era que no le gustaba su vida y que bastante soportaba con aquella carga. Nadie es culpable de no ser feliz, había pensado Felisa García en la oscuridad de su dormitorio, embutida en el camisón que se trajera de Palma, agradeciendo que al menos a ella la felicidad la acariciara en algunas ocasiones como un rayo de sol que se cuela por entre las cortinas, te templa el cogote y al instante se desvanece.